Instantes de muerte (T)

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VICTORP
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Instantes de muerte
            La noche cae redonda cuando se trata de pasar malos ratos, sobre todo si es invierno y no ha parado de llover en días. Lloviznas tan breves como gélidas, más espectrales que cualquier otra cosa. Gotas de cielo negro que hasta entonces no afectaron a Gardenia, tiernamente guarecida en la comodidad de un lecho tibio, tomando chocolate caliente, leyendo una revista de modas, pasando los últimos minutos que le regalara la vida. Jamás pensó que la fatalidad llegaría a la puerta de su departamento, encubierta en el suave toque del timbre. Incauta, se recogió el camisón en la entrepierna, abandonó la cama, y quiso abrir. Era un tierno anciano, empapado de lluvia y malas intenciones.
− Niña de mi corazón, ábrame la puerta, por favor − suplicó, descomponiendo el peso de su rostro, en otrora severo e implacable −. Hace mucho frío acá fuera, necesito…
            Gardenia apreció su buen talante, los modales eran cosa de viejos. No así de sus contemporáneos, que parecieron haberle perdido el gusto al buen trato y a la vida, viviéndola. O tal vez lo cambiaron por un teléfono inteligente, una televisión de pantalla plana, o un preservativo con sabor a rábano. En cualquier caso, a Gardenia le pareció mejor ayudar a un anciano desconocido, que esperar a cogerse con un conocido infiel. Arturo, su novio, estaba por llegar. Arturito descubriría el cadáver, un cuarto de hora pasado, apenas quince minutos, novecientos segundos después de que el alma de Gardenia abandonara su cuerpo.
− ¡Gardenia! − gritaría desconsolado, tocándola, embarrándose de su sangre, alterando la escena del crimen, agarrando el cuchillo inclusive, sumido en la desesperación − ¡Gardenia!
            Luego, al percibir la escena en todo su contexto,  vomitaría a escaso metro y medio del cadáver. Soltaría el cuchillo, volvería a gritar, y en última instancia, descubriría a esas personas, los vecinos, a quienes atraería su escándalo. Aquella masa morbosa, enferma de algo más… que jamás estuvo para Gardenia, ni cuando vivía, ni cuando dejó de hacerlo.
− Claro, abuelito, pase ¿Qué necesita? − preguntó ella.
            Dulce anciano, de manías homicidas y modalidad en serie. Gustaba de matar jovencitas, ciertas veces al año o cuando le viniera en gana. El resto del tiempo asesoraba a una enorme firma de abogados, cultivaba su jardín Zen, atendía asuntos familiares y servía de voluntario en un comedor para desamparados. No lo hizo de joven, ni siquiera de adulto, la maldad fue algo que le trajo la vejez para mal aprovechar la edad mayor. Sonriendo plácidamente,  tocaba a la puerta y les pedía entrar. Ya dentro, y a puerta cerrada, atacaba a su víctima, derribándola a contrapeso, cerrándole la boca con la zurda y apuñaleándola con la diestra. Luego de una, a lo sumo dos vueltas en espiral alrededor del ombligo, la joven pararía de quejarse. 
            Nada excesivamente planificado, sólo pasar de aquí para allá y de allá para acá, mirando un poco más. Luego de confirmarla sola, tocar a la puerta cuando no hubiera testigos, fingiéndose necesitado. Bastaría una pequeña variante a las condiciones de ataque, para que el homicidio no terminara como tal. Ya fuera que la víctima se descubriera súbitamente acompañada; tal vez la mal habida presencia de algún transeúnte desorientado; o una sonrisa insuficientemente cautivadora. Adicional a ello, para no asumir riesgos innecesarios, debía mantener los guantes en buen estado, el cuchillo bien afilado (uno diferente cada vez) y jamás regresar a la escena del crimen. Nada que fuese más fácil. Por lo demás, todo a como viniese el momento, bajo la espontaneidad de la pasión homicida. Un instante de muerte, algo más íntimo que las potencialidades del “Viagra”, robar el último aliento de vida, disfrutar de la tripa deshilachándose al corte, virilidad asesina, fuerza en las profundidades y un buen apretón de boca.  
−  ¡Tu barriga, madre santa, tu barriga, quiero tu barriga! − exclamó el anciano, tirándosele encima. 
            Un gemido, un alarido tapado, mucho dolor y algo abriéndosele dentro, desgarrada a cuajos, roja humedad. Gardenia lloró sin mucha fuerza, no podía, la vida se le escapaba por el ombligo. Él le completó la espiral, disfrutando el acto. Sudó, respiró sobre la moribunda, la bañó de su aliento y de sus  pupilas dilatadas. Se quitó el sobretodo embarrado de sangre, lo dobló bajo el brazo y salió por donde entró, escondido en la afabilidad de una sonrisa, dibujando un andar sosegado. Nadie más lo vería, ni siquiera el novio, al que todos sí vieron y acusaron de homicidio.
− Peleas domésticas − insistió el muchacho, en la sala de interrogatorios, con esa luz mortecina que atestaba de calor y bichos el recinto −. Yo jamás la hubiera matado.
− Pero sí le pegabas, varias veces. Por lo menos, un parte policial al año − afirmó el detective, mirándolo con severidad.
− Bueno, sí, las cosas se nos salían de las manos. Ella era muy celosa, y esto, y lo otro… pero jamás matarla, oficial, jamás matarla − insistió el joven, tratando de defenderse. 
            Arturo llevaba tufo a muerte, esa peste alcalina de sangre quieta y pegajosa, preámbulo de putrefacción. En cosa de meses nadie más le creería, ni el detective (que jamás le creyó) ni el jurado, ni el juez, ni siquiera su defensa. Arturo tenía ese problema, nadie le creía, independientemente a lo que dijera, verdad o mentira, nadie le creía. Ni siquiera Gardenia, que en paz quedó, en vida lo creyó sincero. Ni siquiera el público menos uno, que leyó la noticia del asesinato. Digo “el público menos uno” porque de todas las personas que supieron del evento, hubo uno que lo supo inocente. El homicida, el mismo que se disgustó por la ineficiencia policial, al haber confundido un homicidio en serie, con un crimen pasional. Aún así, la torpeza de las autoridades era algo que le favorecía hasta cierto punto, considerando los años que llevaba asesinando mujeres. De igual forma, y casi con la misma proporción, le aburría competir contra un estamento gubernamental tan limitado de ingenio, intelecto, recursos y acción. Tanto así que, en varias ocasiones llegó a considerar la posibilidad de mudarse al extranjero, o, por decirlo así: “Cambiar de empleo”. La rutina empezaba a exigirle nuevos retos, antes de que el arte se convirtiera en tedio.  
            Mientras, Arturo era dirigido a una patrulla del servicio técnico judicial, el equipo de homicidios recolectaba evidencias y los vecinos recogían intenciones de regresar a sus departamentos, Gerardo, el dulce anciano homicida, limpiaba su sobretodo en un lavamático de otro distrito. La caminata del lugar de los hechos a la esquina donde estacionó el auto, tres cuadras al este, lo dejó exhausto. Pero algo más le pesaba, por sobre tanto cansancio. Pensó que llegar a casa, compartir con su mujer o pasar más tiempo en el comedor público le daría luz a su incertidumbre, pero no fue así. El asesinato de Gardenia debió ocurrir como cualquiera de los anteriores: Cero errores, una gran satisfacción y regresar a la rutina. No hubo errores y regresó ileso a su rutina, pero no sintiéndose satisfecho. Quiso creer que se trataba de algún fortuito resurgimiento de su consciencia, pero tampoco tenía remordimientos. Apenas cierta inquietud amenazando la incoherencia. Resabio de lógica renaciendo del sinsentido, tal vez para darle forma, tal vez para acabarlo. Una variante desprendida de su rotundo éxito como asesino serial, muy distinta al tedio de la rutina siempre exitosa.
            Dieciocho horas más tarde, arando el jardín ZEN en la parte posterior de la casa, tuvo certeza de no haber realizado la ejecución cabalmente. “Sigue viva…”, pensó. Lo cual era imposible, considerando el hecho de que a la mañana siguiente todos los diarios anunciaron su deceso. Pero la idea le invadió la mente con tanta fuerza, que abandonó el intento de relajación a medio ritual, algo que no había hecho en quince años de jardinería espiritual. La mejor forma para comprobar que Gardenia había muerto, era corroborarlo por sí mismo.   Dado que fue una muerte demasiado publicitada, igual  o más que las anteriores, fue bastante sencillo averiguar el trato que se le daría a Gardenia después de los trámites legales. Es decir, misa de cuerpo presente seguida de un breve cortejo fúnebre hasta el cementerio más cercano. 
            La noche anterior al entierro, Gerardo no pudo dormir. Tomó un té calmante, se bañó con agua tibia, tomó el lado contrario de la cama, pero no concilió el sueño antes de las seis. Apenas le cedieron los párpados, vio a Gardenia sentada en el piso del apartamento, diciéndole sonreída: “Abuelito”. Despertó media hora más tarde, empapado en sudor frío y pegajoso. Dos días después asistió a la misa de cuerpo presente. Lloró junto a los familiares y “sufrió” su dolor, compartiendo la tragedia sin poder acercarse al féretro. En el cementerio estuvo alejado, aunque no lo suficiente. Quería ver que le echaran tierra, entenderla muerta y regresar a su vida de siempre. Pero no fue así. Cuando la enterraron, empezó a sentirla aún más cerca suyo, era como si se le hubiese pegado algo de ella, o a la inversa, que algo suyo hubiese quedado en ella.    
            Después de que los dolientes se retiraron, hizo guardia en la bodega de mantenimiento. Algunas horas más tarde, salió de su escondite cargando machete y pala. El celador dormía en una mesa alejada del recuadro de tierra donde sepultaron a Gardenia. Desenterrarla tomó mucho tiempo, esfuerzo y ruido. Tanto que, a la larga terminó despertando al vigilante. El cual, al descubrir a Gerardo dio parte a la policía.   
            De no haber tenido tanto apremio, Gerardo hubiera pensado mejor las cosas. Tal vez regresar a casa, bañarse, tomar un café, inventar una excusa y salir a realizar la exhumación, de madrugada, como el resto de los fanáticos.  
 ─ Otro loco satánico, sacando un cuerpo ─ dijo el vigilante, jadeando y asustado.
─ ¡Malditos enfermos! ─ bramó el sargento, cabecilla del par policial.
            Gerardo macheteaba el cadáver de Gardenia, apenas cubierto por un reflejo de luna, que hacía difícil reconocer gran parte de su cuerpo. Al escuchar los pasos acercándose, levantó el machete, considerando que era preciso asustarlos, antes que la proximidad les revelara su rostro. No se le ocurrió que con el mismo gesto, autorizaba el uso de fuerza letal en su contra. Los policías confundieron la sombra del machete con cualquier otra cosa, y dispararon.   
─ ¡Mierda, sargento, no se mueve! ─ gritó el cabo, acercándose al cadáver.
─ ¿Alguno de ustedes extrañará a este animal? ─ preguntó el sargento, tomándole los signos vitales, ausentes. El cuerpo había caído entre Gardenia y el ataúd abierto, justo al lado de la fosa.
─ Pues yo no ─ dijo el cabo.
─ ¡Para nada! ─ afirmó el celador.
─ Entonces, echémosle tierra al asunto ─ sentenció el sargento.
            Y eso fue lo que hicieron, exactamente,  profundizar tres metros más el agujero, y enterrar ambos cadáveres.
 
 
 
 

La vida es lo que nos deja el tiempo...

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jane eyre
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Hola, necesito que edites el título del post para que aparezca la inicial de la categoría en la que quieres que participe tu relato. Gracias.

 

 

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 Bienvenido/a, VictorP

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