La noche era una de esas noches tenebrosas, de luna nueva, niebla y aullidos de lobos en la distancia. Solo una de las casas del pueblo se mantenía iluminada en espera del nacimiento de una criatura. De la chimenea salía un humo rojizo que parecía ascender hasta el astro.
Un grito de bebe hizo enmudecer a los lobos. La comadrona lo elevó para verle mejor a la luz de las velas e instantáneamente dejó caer el bulto de las manos y corrió persignándose, sin mirara atrás.
-¡Deténgase!-le gritaba el padre, corriendo detrás, en busca de respuestas.
-¡Perdóneme, pero es hija del demonio!-le contestaba la mujer sin detener la carrera.
-¡Cálmese, por favor!- le pidió el padre, apretándole las manos ensangrentadas, una vez que le hubo dado alcance.
-Debo denunciarla al Cardenal, es mi obligación o correré su misma suerte-le dijo sollozando.
-Pero si es solo una niña, mi niñita, por favor no diga nada, nos iremos lejos.
-Si al amanecer no se han ido se lo contaré todo a su Eminencia.
La pequeña nació con el destino marcado en la piel: miles de lunares le cubrían el cuerpo como una noche estrellada, símbolo diabólico del siglo que le toco vivir. Sus padres, asustados por su extraño aspecto, se retiraron a vivir en lo profundo del bosque, donde la niña se hizo mujer, lejos del ojo acusador de la inquisición.
Lunares, como le decían sus padres, se transformo en un ser muy especial, una mezcla de belleza y sensibilidad, que adoraba a la naturaleza y la naturaleza la adoraba a ella. Gustaba de correr por el bosque junto a los venados, con el pelo ondulando al viento, como un miembro más de la manada, siempre escoltada por un grupo de pajaritos que le alaban los cabellos exigiendo su atención.
Allí era feliz, libre y protegida de las críticas perversas, de las piedras y de las jaulas. Salía al amanecer y retornaba a la casa cuando el sol se ponía. Sus padres le increpaban constantemente debido a su obsesión por la vida silvestre, ellos temían que fuese agredida por osos o lobos, o peor aún, por los cazadores de pieles.
Pero nada esta oculto para siempre, y un atardecer rojizo se cumplió el presagio siniestro: fue sorprendida por un grupo de cazadores mientras se bañaba en la fuente. El pelo le caía sobre la espalda como lluvia de verano y la blancura de la piel resaltaba entre la multitud de lunares, despertando el deseo de posesión en quienes la miraban. Ella, inocente a las miradas, flotaba boca arriba con los pechos florecidos cual nenúfares y de vez en cuando se volteaba coronando la superficie con un par de nalgas turgentes. Un ruido en la maleza la asustó:
-¿Quién anda ahí?- preguntó con voz temblorosa.
Los hombres saltaron sobre ella como leones hambrientos y la sacaron del agua, halándola de la cabellera. Ella araño, mordió, pataleo, escupió y maldijo a sus captores hasta quedar inmóvil por las amarras. Alternándose, la poseyeron toda la noche, hasta que el deseo desapareció con la luz de la fogata.
Sus padres la buscaron hasta pasado el mediodía y nada. Poco antes del anochecer la encontraron en posición fetal, desnuda y con el cuerpo completamente lleno de sangre. Junto a ella tres cadáveres semidesnudos yacían desmembrados, y un cuarto era presa de una jauría de lobos.
-¿Esta muerta?- le pregunto la madre al padre.
-¡Aun respira, llevémosla rápidamente a la casa!
Los padres, marcharon llevando a su hija en brazos, seguidos de los lobos, que aullaban como reclamando a un miembros más o a su presa.
-¿Por qué te detienes?- pregunto la madre.
- Uno de ellos era el hijo del Cardenal. Sabes que vendrán.
- ¿Y qué monstruosidad estas pensando?
- Mujer ya somos viejos y no podemos seguir huyendo.
Era cierto. Pronto, cientos de voces los acusarían de brujería y terminarían calcinados por el fuego. Era preferible dejarla morir en el bosque que tanto amó en vida. La madre, llorosa, volteó el rostro por última vez y soltó un grito de terror al ver a los animales lamiéndole el cuerpo.
-¡No permitas que se la coman!- le pidió al padre.
- Creo que curan sus heridas.
-¿Cómo puede ser posible?
-¿No sé? Pero mira el camino de luciérnagas hasta la casa, creo que el bosque nos cuida.
Ella nunca más volvería a correr con los venados, bajo la luz del día, ahora sus lunares eran de un rojo intenso. Su alma se había metamorfoseado en una cazadora nocturna. Una nube de murciélagos sustituyó a los pajaritos y su risa ahora helaba la sangre de quien la escuchaba.
Sus uñas crecieron hasta torcerse, al igual que sus colmillos. De la belleza pasada solo quedaba su roja cabellera.
Al tercer día, el Cardenal personalmente, se introdujo en el bosque con cincuenta hombres armados. Al frente iba guiando el único sobreviviente de la masacre. A las pocas horas los padres de la joven se balanceaban colgados de la casa, mientras las llamas comenzaban a consumirla.
Estaban seguros que ella vendría y la esperaron, escondidos en la espesura circundante. Tenían razón. Solo por espacio de tres segundos la vieron aparecer frente a la casa. Una bola de fuego se expandió, cegándoles y consumiendo sus cuerpos lentamente. Los gritos se escucharon toda la noche, hasta que el crujir de los huesos en las fauces lo sustituyó.
Desde ese día, los habitantes de los pueblos cercanos temieron adentrarse nuevamente en el bosque de la bruja de los lunares. Dicen que en las noches de luna se le puede ver desnuda, corriendo entre los lobos, asechando a sus victimas.
Quizás si hubiera nacido en el siglo XXI hubiera sido científica, cantante de Rock o bailarina, pero en la época que le tocó vivir tuvo que recurrir al engaño para que la dejasen tranquila.
Todo fue fácil, ella sabía que vendrían por sus padres, así que llenó con brea toda la periferia de la casa e hizo confluir en un punto central muchos hilos de pólvora. Sus padres fingirían haberse horcado ellos mismos.
Así que cuando el cardenal y sus secuaces llegaron hicieron exactamente lo que siempre hacían: prendieron candela a la casa y se escondieron alrededor. Lo demás fue fácil para ella, como ya saben: un buen disfraz y mucha magia.
Relato admitido a concurso.