Cuando los dados conspiran

Imagen de Destripacuentos

La tentación de usar tiradas improbables como recurso dramático en nuestras partidas se cobra su tributo en ciertas ocasiones. Por suerte, deja anécdotas inolvidables

Es un mal endémico de los juegos de rol, todos lo sabemos. Usar esa tirada maligna que, está claro, vamos a fallar, nos permite, como directores de juego, poner el corazón en el puño a los jugadores, aunque sea un recurso barato y sólo dure unas décimas de segundo.

 

Está la tirada cuando se pasa al lado del dragón que va a permanecer dormido, la de haberse acordado de coger cerillas para encender la dinamita o la conseguir arrancar un coche cuando el jugador no ha querido comprarse la habilidad de conducir. Son tiradas que se piden para que haya un poco más de dramatismo, para que los jugadores las superen, o las fallen, y no pase nada, preguntándose si realmente serías tan borde de usarlas en su contra. Son tiradas tramposas porque, en realidad, ningún director de juego con dos dedos de frente dejaría que la trama de su historia reposase sobre algo tan trivial e innecesario. Bueno, quizá en vez de decir “director de juego” debería decir “director de juego veterano”. Supongo que es un modo de disculpar la patochada que me ocurrió hace ya muchos años.

 

Jugábamos al Stormbringer, para variar, y teníamos un grupo relativamente sólido. En él destacaba el hechicero eshmirita de mi hermano, quien siempre se ha caracterizado por conseguir personajes de buenos orígenes sociales y buenas profesiones con improbables tiradas de generación. Supongo que aquello me podría haber hecho desconfiar, pero claro, uno no nace aprendido.

 

La aventura era una de las cuatro que venían en el primer suplemento de Stormbringer, El cántico infernal, y se titulaba “El ojo del teócrata”. Para quien no la conozca, decir que se trataba de una misión de recuperación de un objeto mágico -el cual daba nombre a la aventura- que permitía a los hechiceros del caos disfrutar de ciertas ventajas a la hora de contactar con sus deidades.

 

El objeto en sí era tan poderoso que había que estar algo chiflado para utilizarlo. El caso es que había sido robado por un hechicero mabden que reunía tanto esa cualidad como el nivel de magia adecuado para intentar derrocar al actual teócrata. Por ello, los aventureros habían sido contratados para seguirle la pista hasta un plano de existencia paralelo donde tendrían que darle caza.

 

La cosa se desarrollaba bien, con los habituales combates, la emoción propia de introducirse en la peculiar ciudad de las sombras y los normales planes algo descabellados de todo grupo de jugadores, cuando, por fin, la torre del hechicero quedó a la vista. Minutos después, el personaje de mi hermano irrumpía en la sala de invocación del brujo ladrón.

 

Era un momento genial: la aventura había salido muy bien y había tenido esa ración de temor imprescindible para que la victoria supiera como tal a los jugadores. Además, el clímax pintaba perfecto: dos hechiceros cara a cara para el enfrentamiento final. Era el instante adecuado para sacar la carta marcada de debajo de la manga -pues, en teoría, ya habían ganado el módulo-.

 

Sí, los diseñadores del mismo especificaban que, si bien podría darse el caso de que el brujo ladrón consiguiera invocar a Chardros, el Segador de Almas, necesitaría sacar un crítico de 01 para convencerle de su alocado plan de irrumpir en los Reinos Jóvenes para coronarle sobre el cadáver todavía palpitante de Jagren Lern, el actual teócrata. Al no conocer estos detalles, la situación pedía a gritos una pantomima en la que se intentase la descabellada convocación.

 

Así, puse voz de tenor y, con mirada aterradora, empecé a describir cómo el malvado e inconsciente brujo daba los últimos toques a su ritual. Aprovechando que el personaje de mi hermano era un hechicero, le puse al corriente de a quién invocaba.

 

Al principio creí que fallaría las tiradas de invocación y el pobre malo de la película quedaría como un patán, condenándose a una muerte algo patética pero interesante a nivel narrativo. Las tiradas, sin embargo, le fueron favorables (vieja manía de hacerlas al descubierto). “Bueno”, me dije, “es el momento de fallar la tirada de persuasión”.

 

Ahí estaba Chardros, el Segador de Almas, con el brujo demente contándole una de indios y el personaje de mi hermano retorciéndose ante la divina presencia con un buen susto en el cuerpo. “Claramente, tendría que tener mucha suerte para convencer al dios del caos de sus absurdos propósitos” dije por no tensar mucho la cuerda y calmar un poco al personal. Después de todo, no había porque aclarar si hacía falta un uno o algo más.

 

Entonces, los dados empezaron a rodar y, ante la mirada espantada de todo el mundo -especialmente la mía- se detuvieron en la cifra fatídica: 01.

 

¡Demonios! Aquello no había quién lo arreglara. Si al menos no hubiera dicho que era su tirada de persuasión…

 

Fue un final de partida realmente estúpido. El lado positivo, cuando al final tuvimos que parchear el asunto para que los Reinos Jóvenes no cambiaran de teócrata de un modo tan azaroso, fue que aprendimos a no fiarnos de los dados. Sí, ellos a veces conspiran. Os lo aseguro.

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