La isla del tesoro

Imagen de Anne Bonny

Reseña de la adaptación de Roy Thomas y Mario Gully publicada por Panini

 

Lo confieso sin rubor: he perdido la cuenta de los cómics adaptación de La isla del tesoro que he leído. Echo un vistazo a mis estanterías y me encuentro con tres en primera línea. Sé que hay alguno más escondido por atrás, en la sentina. Y otros que quedaron en casa de mis padres, esa isla remota del pasado. Algunos que solo llegué a leer en bibliotecas no cartografiadas o en casa de algún viejo bucanero. ¿Por qué, entonces, abordar la adaptación que realizaron Roy Thomas, Mario Gully y Pat Davidson para Clásicos Ilustrados Marvel? Por curiosidad, simple y llanamente.

Como fan irredento de Conan el bárbaro, quería ver cómo se las arreglaba Thomas para transmitir una épica tan distinta a la de Howard como es la de Stevenson (porque, aunque ambos autores tenían un gran aprecio por los escenarios exóticos y los aventureros intrépidos, su tratamiento de la aventura en sí es bastante diferente). La verdad, no se le da nada mal.

Esta adaptación de La isla del tesoro tiene algún defecto (como el anacronismo en la vestimenta y peinado de algunos personajes, más propios del XIX que del ocaso de la piratería) y algún punto cuestionable según los gustos del lector (como el aspecto caricaturesco de los personajes), pero, sin duda, varios aciertos incuestionables.

El primero, a mi parecer, es el tempo, el ritmo. Estamos ante toda una novela gráfica de 132 páginas, lo que da espacio suficiente para desarrollar los personajes y, sobre todo, lo que es vital en esta obra, permitir que las escenas clave transmitan su dramatismo: las conspiraciones, el asedio, el descubrimiento del lugar donde Flint enterró el tesoro... Aquí se puede paladear esa tensión que consiguió Stevenson.

El segundo, no menos importante para los lectores de cómics, su dinamismo, que también viene potenciado por el espacio disponible. Una historia de piratas donde no se llenan los oídos con el entrechocar el acero y las narices con el punzante olor de la pólvora no es una historia de piratas. Gully y Davidson, con ese estilo peculiar ya mencionado, que en algunos momentos llega a rayar el manga, consiguen que se palpe la acción, que incluso tenga el punto sanguinario que el mismo Stevenson dejaba traslucir en el original.

La edición de Panini, además, como viene siendo habitual, viene muy cuidada: tapa dura, prólogo de Roy Thomas, buena impresión y, un pequeño tesoro adicional, las cubiertas originales de la colección, obra de Greg Hildebrandt, toda una delicia para los amantes de un estilo más clásico, bien diríamos romántico.

El resultado, una buena elección para adentrarse de nuevo en esta caza del tesoro, o para hacérsela descubrir por primera vez a uno de esos desafortunados niños que todavía no la conocen.

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