La vida de los otros

Imagen de Jack Culebra

Comentario sobre “Das Leben der Anderen”. El que no quiera perderse ninguna de las agradables sorpresas que esconde esta película, que no siga leyendo.

 

Cuando uno ve el anuncio de esta película tiene claro que se trata de una de esas que llaman “de intelectuales”. Lo que quizá olviden algunos es que este concepto no está reñido ni con el buen cine ni con el disfrute en la sala.

 

“La vida de los otros” –supongo que lo traducirán así, aunque yo la vi en versión original subtitulada, así que lo desconozco- es un auténtico deleite para el espectador. Más allá del interés de la historia, de su documentación sociopolítica, de las reflexiones implícitas sobre la naturaleza humana, sobre los gobiernos y las utopías, este largometraje es una muestra de buen hacer cinematográfico.

 

Desde el principio encandila con su cuidada imagen, con unos planos que evitan ser rebuscados pero que captan totalmente la esencia narrativa de la historia. Este formidable uso de la cámara, conjugado con los colores algo melancólicos, pero no menos hermosos, que predominan en el filme, se complementa con una banda sonora delicada, nada agresiva, que ayuda al espectador a dejarse imbuir por la emoción que todo el metraje contiene.

 

Con estos elementos de base, que desde la primera escena –un interrogatorio intercalado con una lección universitaria sobre, precisamente, técnicas de interrogación- nos hipnotizan y asientan el tono de la película, nos introducimos en la trama que todo el mundo está esperando: sí, “La vida de los otros” es una película sobre la vida, o las vivencias, de un agente de la policía secreta de la Alemania comunista, la del Este. De lo que denominaríamos un espía del pueblo, un esbirro de la censura.

 

Existe una fascinación sobre estos temas en el ser humano que, supongo, es natural. Tanto utopías como narraciones históricas vuelven sobre este tema recurrente: la libertad del individuo en las sociedades totalitarias. Lo bueno de esta película, paradójicamente, es que este escenario no se come a la historia en sí. Veamos sí consigo explicarme.

 

“La vida de los otros” es una película formidablemente documentada –o al menos resulta coherente para el espectador que, como yo, no ha vivido en la Alemania oriental de después de la Segunda Guerra Mundial-, lo que permite sorprender al espectador, conmoverle y, al mismo tiempo, sin exabruptos ni sensacionalismos, hacerle partícipe del pasado histórico de Europa. Esta labor de documentación se pone de manifiesto en la sencillez y verosimilitud con la que se nos presentan los métodos de actuación de la policía secreta, los manejos políticos dentro del propio partido comunista, la vida cotidiana de los habitantes de Alemania, las conversaciones, los protocolos y un largo etcétera. Y es algo, qué duda cabe, que en sí da valor a la película.

 

Sin embargo, “La vida de los otros” se escapa, al mismo tiempo, del otro riesgo de este tipo de producciones: el caer en el documental o en el discurso. Siendo realistas, son dos grandes tentaciones, pero hay que huir de ellas porque uno no va al cine a ver documentales –normalmente- ni a escuchar discursos –espero, porque ya sabemos los de qué signo priman-.

 

Así, es de agradecer que la historia repose sobre esta base tan robusta sin dejarse comer terreno. De este modo –medie que no conocía a ninguno de los actores previamente- Ulrich Mühe nos impresiona desde la primera escena con su interpretación del agente de la policía secreta, consiguiendo esa magia de amor y odio, de reconocimiento de la inteligencia de alguien y de rechazo por el modo en el que la usa, que nos es tan familiar. Sebastian Koch –con un inquietante parecido con el escritor y columnista Javier Marías- le da la réplica en el más profundo sentido de la palabra, mostrándonos al idealista bueno y algo ingenuo que, desde el principio, y a pesar de ello, despierta, como en su antagonista, nuestras suspicacias.

 

Estos dos actores, a través de sus personajes y de los magníficos juegos de imagen realizados por el director, nos sumergen en una curiosa experiencia que refuerza el título: la vida de los otros. Sus relaciones parecen tamizadas por una suerte de espejo mágico, y a través de la distancia y hasta un emotivo final, se entrelazan como una armoniosa y misteriosa danza. Da la impresión de que vibran armónicamente, de que hay alguna conjunción de algún tipo, y a pesar de su sutileza, tocan al espectador, consiguen que éste entre en el juego de ambigüedades y de contradicciones que los propios protagonistas viven.

 

Sustentando esta labor principal de los dos pesos pesados del filme, nos encontramos a un reparto de una solidez apabullante: todos los actores bordan sus papeles, sin histrionismos, dotando de una humanidad y una cercanía encomiables a todos los personajes, los cuales, sin duda, ya tenían esa dimensión en el guión. Incluso los más bordes –porque bordes hay, tanto en la película como en el mundo real- se muestran precisamente eso: humanos.

 

El resultado es formidable: una película interesante, que transporta y sumerge al espectador en su propio mundo, que muestra la realidad sin maniqueísmos pero, al mismo tiempo, con toda la magia que requiere el cine. Así, al final, con la formidable banda sonora de Gabriel Yared y Stéphane Moucha, es imposible terminar la película sin haberse emocionado un poco.

 

 

Un apunte curioso es que nunca el alemán me había sonado tan dulce y melodioso. Sigo sin entender una palabra, pero su sonoridad me ha impresionado.

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