Pepe 5

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El homenaje de Carlos Giménez a Pepe González llega a su fin

 

Y, por fin, llegamos a la conclusión de la última obra, por el momento, de Carlos Giménez. Puede que en la anterior frase se perciba cierto alivio. Es algo que ha surgido casi sin pensar, como una forma tan buena como cualquier otra de empezar una reseña, pero que, leída en voz alta, descubre ese sentido. Desde hace varios tomos hemos comentado aquí que la propuesta de Giménez nos parecía dilatadísima. Sin embargo, Giménez -otrora brillante en su manejo de la concisión narrativa- parece obcecado en dar a su compañero fallecido la pompa y el boato que no tuvo en el momento de su muerte, aunque sea a fuerza de páginas y más páginas, repetición tras repetición.

Que no sePepe Carlos Giménez nos malinterprete. Como también comentamos en anteriores reseñas, hay en Pepe momentos brillantísimos. De hecho, este quinto volumen es el mejor de toda la serie y contiene fragmentos de una ternura desgarradora, en los que Giménez acierta al retratar esa mezcla de patetismo y entereza terca, irresponsable, con la que José González afrontó los últimos años de su vida. Alguien hostil ante la rutina del trabajo que, sin embargo, llevaba dibujos a sus amigos para que le dieran algo de dinero para comer. Como si, llegado el momento de su prematura cuesta abajo, se hubiera dejado aún más en manos de la Providencia, sin preocuparse siquiera de ofrecer aquella imagen irresistible de antaño. Si por algo llega a conmover el final de Pepe es por su admirable honradez, más allá de esos defectos con los que hacía tanto daño (a sí mismo y a los que se preocupaban por él).

Y aun siendo este quinto volumen el más destacable de toda la obra, es imposible que a quienes llevamos aquí desde la primera entrega no nos resulte fallido. La causa de esta sensación no es inherente a este quinto álbum, sino que viene de atrás. El recurso usado por Giménez para cerrar esta obra es elegantísimo: un admirador encuentra en un contenedor junto a la casa en la que vivía Pepe las fotos y los objetos personales del recién fallecido. Giménez aprovecha entonces para despedirse, a modo de resumen, con un puñado de recuerdos dispersos que surgen a partir de alguna de esas fotos. Es una forma muy delicada de finalizar un trabajo así, alejándose de cursilerías y elogios que provoquen escepticismo, sí. Pero también es volver, una vez más, a las anécdotas y lugares que ya hemos visto mil veces en los tomos anteriores.

Por tanto, Pepe es, en último término, una obra que alcanza cotas altas aquí y allá, pero cuya extensión desmesurada es su principal obstáculo, una rémora insalvable. He ahí la paradoja: alguien tan esquivo al reconocimiento público como Pepe González habría preferido para un improbable homenaje una obra más concisa y breve. Con este fallo a la hora de concebir su obra, Giménez parece que quiere justificar su rendido tributo a fuerza de páginas, como si no terminara de creerse sus propios argumentos (“de verdad os digo que Pepe fue un hombre excepcional, hacedme caso”). Conociendo la trayectoria de Giménez y lo insobornable de sus principios, sabemos que esto no es así y, por eso mismo, lamentamos que Pepe no termine de funcionar como merecía: es un trabajo entrañable, pero lejos de los grandes títulos de su autor.

Pepe - Carlos Giménez

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