Starcom
La guerra tenía que alcanzar, cómo no, cotas cósmicas en algún momento.
A pesar del batacazo que por lo visto se dieron en Estados Unidos, en Europa recibimos a principios de los '90 y con los brazos bien abiertos a los competidores de los G.I.Joe. Si bien el planteamiento de base no era demasiado distinto, sí que lo era la tramoya que venía con él, porque estamos hablando de aguerridos combatientes del espacio.
En Starcom: The U.S. Space Force (no recuerdo que tradujéramos la coletilla en España) teníamos por supuesto a los buenos, que venían recomendados por la NASA y maqueados con sus banderas yanquis en su versión original que nosotros pudimos ahorrarnos, y, cómo no, a unos malos malísimos que para que no quedaran dudas se hacían llamar Shadow Force (Fuerza de las sombras). Ahí íbamos aprendiendo vocabulario útil en inglés. Y, como tampoco hace falta más para entretener a la chiquillería, la cosa iba de que se mataran entre ellos, máxime cuando la serie de televisión no podías verla al tiempo que conseguías tus juguetes.
Tampoco hacía falta: nuestra imaginación era muy superior que a la de cualquier guionista y aquellos juguetes eran una materia prima de primera categoría. Eran muy canijos, sí, como la mitad que un G.I.Joe, y estaban menos articulados: rodillas, piernas, hombros y cabeza. No parece mucho en comparación. Pero, ah, amigo, tenían cosas muy interesantes.
Lo primero, los imanes de las botas. Muy espaciales ellos, los Starcom podían sujetarse gracias a unos pequeños imanes a cualquier superficie metálica: el flexo, patas de sillas, la nevera, cosas así... y, por supuesto, sus propias naves, que eran el quid del juguete.
Estas eran ridículamente pequeñas en comparación con las de otras líneas, pero estaban llenas de pequeñas maravillas. Por regla general, era muy plegables y tenían resortes que, una vez activados, las hacían sacar armas, torretas, misiles, alas o lo que se terciara. Las carlingas de los pilotos se abrían, podías acoplar cazas a las naves nodrizas y una serie de maravillas nunca vistas. Por lo visto, incluso nos perdimos algunas: las bases de los buenos venían con ingenios que se activaban directamente con los imanes, como ascensores que subían solos y afustes de misiles que se disparaban solos. Yo lo más que vi fue la nave nodriza de los malos y puedo asegurar que era una auténtica maravilla.
Estos mecanismos no solo no requerían pilas de ningún tipo (bien pensado, demonios), sino que son de una resistencia y diseño formidables. Los vehículos de Starcom que todavía conservo funcionan perfectamente a pesar de los años transcurridos. Los complementos de los moñacos, por el contrario, corrieron peor suerte: la pintura se iba con la fricción, los visores de plástico transparente se rompían sin piedad y las armas eran muy pequeñas y se perdían a pesar de ir conectadas a una mochila por un tubo de goma que, por supuesto, también se perdía...
Los Starcom no llegaron a tener la variedad de otras franquicias (cosas de estrellarte en casa), pero causaron un impacto muy grande en mi generación. No es para menos: eran una auténtica obra de ingeniería, quizás algo sobrios para los gustos actuales, pero creo que precisamente por ello más atemporales. El tamaño, que a priori podría parecer un problema (y que lo era por aquello de perder piezas clave -armas-), se convertía en cierto modo en una ventaja porque permitía tener más (bueno, si tenías pasta y/o suerte con los cumpleaños). Con los G.I.Joe se te saturaba la mesa rápido, pero con los Starcom la cosa quedaba más panorámica.
En fin, pros y contras. Aunque hubieran llegado algo tarde para meternos ideas con la carrera espacial de la Guerra Fría, al menos estuvieron ahí para que enfocáramos la violencia hacia conflictos cósmicos, que siempre es más elevado, literalmente, que los de la mundana Tierra. Lástima que su vuelo no durara demasiado...
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