Targhan

Imagen de Destripacuentos

Una mirada nostálgica y algo melancólica al juego de Silmarils de 1989

 

En una infancia marcada por los cómics de Conan el bárbaro y todos esos sueños de libertad, poca ropa y violencia desatada en mundos imaginarios, recibimos el Targhan con los brazos abiertos. No era el primero del género que podíamos catar, pues ya habían pasado por nuestras manos títulos como el Barbarian o el mítico Golden Axe. Sin embargo, algo en él prometía más, mucho más. Mucho más, en realidad, de lo que a fin de cuentas pudo dar.

La ambientación era espada y brujería de primer nivel y no demasiadas fantasías (por paradójico que resulte). Teníamos a un bárbaro en taparrabos de piel armado con una espada y un manifiesto desprecio por los cascos y las armaduras. Un arquetípico “conan” pero castaño, vaya. Y estaba en un mundo medieval fantástico igualmente tópico: enanos, elfos, tipos violentos sin demasiado apego, ellos tampoco, por las armaduras, y malvados magos.

Los escenarios, sin embargo, estaban muy currados a nivel gráfico. Cielos ominosos que parecían inflamados en algún fuego infernal, ciudades colgantes en impresionantes árboles y pobladas por violentos gnomos que parecían niños con barba y cascos de cuernos, castillos encantados y catacumbas subterráneas, todo aderezado con una buena ración de huesos, estallidos ígneos y criaturas sobrenaturales. Hay que destacar, eso sí, que los enemigos tenían mucho estilo: desde esos guerreros de pieles rojas al impresionante cíclope, este apartado, si bien no demasiado original tampoco, cumplía de sobra.

El primer escollo venía en la jugabilidad. Targhan era un juego de plataformas que se apoyaba, principalmente, en los combates. Estos eran poco trepidantes, por decirlo de alguna manera. El personaje podía golpear (pegaba unos tajos muy limpios y perpendiculares, pero sosos), saltar, agacharse y trepar por cuerdas, además de caerse y rebotar cuando te empanabas un poco entre dos posibilidades, lo cual era un abanico bastante grande para la época. Sin embargo, a nivel gráfico la resolución no era muy dinámica, que digamos. Nadie pretendía que fluyera como el Príncipe de Persia, pero tampoco estaba al nivel de sus dos predecesores más claros, los citados Golden Axe y Barbarian.

Este punto se podría haber perdonado si la baza adicional que tenía frente a ellos hubiera dado un poquito más de juego, y esa era su lado “rolero”. Que nadie se lleve a engaño: las posibilidades eran también muy bajas y no hablamos de auténtica interpretación o puzles, pero tenía ya detalles que apuntaban en aquella dirección, como la posibilidad de cargar equipo, que hubiera textos diseminados por los escenarios o que hiciera falta recurrir a determinados elementos (como la poción para volverse diminuto) para superar algunas pruebas.

Era, sin duda, una dirección más que prometedora, pero por desgracia Targhan no terminaba de poner bastante carne en el asador. De esta forma, te dejaba con demasiada miel en los labios y resultaba un poco frustrante frente a otros títulos que permitían desplegar más adrenalina y, más o menos, estimular lo mismo la imaginación. Nada grave tampoco: en su función de picar la curiosidad funcionaba a las mil maravillas y estoy seguro de que más de uno terminó escribiendo un relato, esbozando un cómic o dibujando un carismático malo soñando con que, algún día, él crearía un juego como el Targhan... pero con más posibilidades.

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