El espectáculo del mono

Imagen de Patapalo

Un relato ambientado en el universo de Espejo Victoriano

Aunque llevaba casi tres horas observándola, aquella bufonada no suscitaba en él más que una repugnancia apenas matizada por un estado de ánimo sardónico y unas notas de humor negro que ni de lejos lo impulsaban a corear las alegres carcajadas del resto de los parroquianos, una caterva de miserables muy en consonancia con aquel sórdido antro. Aquella extraña fascinación le había costado ya más de siete peniques en ginebra, mucho más de lo que se podía permitir viendo cómo le iban las cosas en la fábrica de melaza, pero, por algún motivo en el que no se atrevía a indagar, no podía dejar de mirar a aquel desgraciado simio y a su repulsivo dueño.

Este llevaba una deslucida chaqueta roja de jefe de pista con charreteras doradas algo deshilachadas por el paso del tiempo, pero su escasa dignidad se había ido a pique cuando había perdido la chistera de aparato hacía ya más de una hora, con lo que su aspecto distaba mucho de mostrarse solemne. Su papada, un triste contraste con el cuerpo escuálido y pálido, seguramente un recuerdo de tiempos pasados y mejores, tremolaba flácida contra el cuello desabotonado en el que brillaba el latón a falta de oro cada vez que ladraba una orden o cloqueaba junto a su agradecido público. Las comisuras de sus labios brillaban de una baba mezquina mezclada con la ginebra que él también iba engullendo con el ansia de quien quiere olvidar y sus mejillas fofas y mal afeitadas eran una oda a la negligencia y el abandono. Sin embargo, lo peor de aquel cuadro eran sus ojillos porcinos, el brillo miserable que los animaba cuando imponía con un deleite obsceno su autoridad tiránica al pobre animal.

—Vamos, baila una jiga para divertir a estos caballeros —tronaba con violencia, y el pobre mono, uno de esos macacos de Berbería de pelaje amarillento al que habían ataviado con una suerte de chaqué mohoso, se aplicaba con torpeza para cumplir los designios de su amo.

No obstante, el humor de este era tan inconstante como el de un niño malcriado y a los pocos minutos, apenas el animal hacía gesto de solicitar su recompensa, lo acogotaba con una nueva orden no menos arbitraria que la precedente:

—No, primero toca el organillo, que se me cansa el brazo de tanta manivela —gruñía, y la pobre bestia lo reemplazaba en el mecanismo del instrumento, el cual iba desgranando su triste melodía ajeno a los temblores de la criatura.

Al poco, desfallecida, esta volvía sus ojos suplicantes hacia su dueño y señor, ansiando que le diera un dedal de ginebra pues, y esto era lo que más soliviantaba, aquello era todo lo que pedía: un trago, un miserable trago como el que todos ellos habían ido a buscar a aquel siniestro tugurio. Ni comida, ni un gesto amable, ni un momento de reposo, sino solo un trago, una nueva dosis de alcohol destilado con el que adormecer el alma. A aquello se reducía todo, como sus ojos enloquecidos de poeta maldito mostraban, como los temblores del adicto denunciaban en sus flacos miembros peludos: a un mísero trago de alcohol.

Jack sintió el reflujo de la bilis arder en su esófago, pero lo empujó de nuevo hacia sus tripas con un largo sorbo de ginebra. Aquello, pensó, era contrario a las leyes de Dios y de los hombres. Aquello, se dijo, era de una vileza tal que no podía traer nada bueno. Y ahí estaban todos ellos, tan embrutecidos como el propio animal, deglutiendo su infortunio al ritmo luctuoso del órgano de Barbaría mientras se alborozaban ante las humillaciones sufridas por el simio, el desdichado que ocupaba el lugar más bajo en aquella pirámide de sufrimiento. Y él, uno más, incapaz de apartar los ojos de aquel cáliz amargo.

—¡Gracias, caballeros! —se exclamó una última vez el artista ambulante mientras el mono, desfallecido, seguía haciendo girar la manivela, temeroso de perder su ración si flaqueaba en aquellos postreros compases—. Hasta aquí ha llegado la representación de esta noche. Mi querido socio y yo les agradecemos su generosidad y esperamos encontrarles de nuevo en algún rincón de esta ciudad plagada de maravillas. Muchas gracias a todos por su atención... y disfruten del resto de la velada.

Los aplausos llenaron el local, trufados de comentarios toscos e incluso soeces, en una cacofonía bronca y pesada, pero tan densa que a todos les resultó extraño alcanzar a oír un comentario realizado, en apariencia, con voz mesurada y comedida.

—Es una lástima que haya terminado el espectáculo —los sorprendió, tanto por la entonación como por el acento distinguido, un hombre que acababa de entrar en la taberna—. Me hubiera complacido algo de entretenimiento.

Aunque el aspecto del recién llegado era tan estrafalario como su teatral irrupción había prometido, también era lo bastante opulento como para captar de inmediato la atención del feriante callejero, cuya sonrisa se aguzó como el filo de un cuchillo.

Sus botines estaban lustrosos y su traje era de buen corte y se presentaba impecable, como recién cepillado. La bufanda de cachemira lucía blanca como la piel de un cordero pascual y, de hecho, generaba un contraste insoslayable con el rasgo más distintivo y sin duda inquietante del caballero: la tonalidad oscura de su piel. Si bien su semblante era el de un lord Palmerston, su tez tenía la tonalidad oscura del carbón sacado de las profundidades de la minas de antracita de Cardiff. No era el toque moreno de los antilleses, ni siquiera el ébano de los africanos, sino un color mucho más profundo, abisal, que lo resultaba más todavía por el brillo de un rubí en la solapa de su chaqué y el de sus propios ojos de topacio.

—No se preocupe, su señoría —se apresuró a salir a su paso, servil como un lacayo, el feriante callejero—, que no hay motivo alguno por el que no podamos continuar la función. Será un placer brindarle un pase especial —anunció y luego, con una mirada cruel, se volvió hacia el simio e, ignorando su gesto desamparado, rugió una nueva orden antes de retomar su propio puesto en el organillo—. Salta, macaco, ¡salta! —le gritó—. Muestra algunas acrobacias al caballero.

La atmósfera se llenó de nuevo con las notas tristes del instrumento, que se antojaban casi siniestras al servir de telón de fondo a las cabriolas cansadas del animal. Ni siquiera las carcajadas socarronas de los borrachos, en las que se mezclaba su deleite con el desprecio por el feriante, conseguían dar un toque alegre al espectáculo. Algo pesado dormitaba en el ambiente. Incluso en aquellas sombras, era a todas luces evidente que el mono estaba extenuado y devorado por sus ansias de beber. Sus miembros escuálidos temblaban cada vez que se preparaba a ejecutar un salto, cuando flexionaba sus patas enjutas para impulsarse y dar una voltereta, sus ojos erráticos volvían una y otra vez hacia su amo, ansiosos y preñados de terror, los dedos de las manos agarrotados como diminutas garras disecadas que suplicaban aferrarse a un vaso.

—Vamos, diantres, haz el salto mortal —lo atosigaba el maestro de ceremonias con el rostro congestionado y salpicado de un sudor incómodo, inquieto, que reflejaba dislocado la mueca hierática del recién llegado.

—No se afane tanto con el organillo —dijo este con una calma de sepulcro—. Deje que el simio se encargue de la manivela mientras le invito a un trago —ordenó más que propuso con la misma seguridad que había mostrado desde el principio.

El feriante balbuceó algo, pero no supo qué responder, así que se apartó del organillo y se acodó en el mostrador. El mono se apresuró a tomar su lugar, de tal manera que la melodía no llegó a interrumpirse.

—Ponga dos vasos —indicó al tabernero— que el licor corre de mi cuenta.

El aludido había interrumpido el gesto de colocar los vasos al oír la segunda parte de la frase, pero lo reanudó encogiéndose de hombros cuando vio que el tipo ponía sobre la barra un par de monedas de plata junto a una botella panzuda de vidrio oscuro, casi tan negro como su propia piel pero con unos reflejos granates que hacían pensar al vino de Burdeos. «O a una sangre vieja, densa como la melaza», pensó Jack, que seguía clavado en su asiento como la tapa a un ataúd mientras un pensamiento lo reconcomía. ¿Cómo era posible que nadie se fijara en la tez negra del caballero?

Negro también era el licor que sirvió en los dos vasos, un néctar viscoso con aquellas notas encarnadas como las del cristal de la botella.

—A su salud —brindó el feriante con la vista clavada en las relucientes monedas de plata.

—A la suya —correspondió el caballero levantado su vaso y luego, al ver cómo su convidado apuraba el suyo de un solo trago, añadió con una amplia sonrisa—: Bravo, bebe usted como un auténtico demonio.

El tipo encajó el comentario con una mueca de servil reconocimiento, pero antes de que una sonrisa genuina pudiera instalarse en su rostro flácido, la sorpresa la eclipsó al oírle decir:

—Y, ahora, dance para nosotros, señor Hyppe. Dance y alegre nuestros corazones en esta noche lúgubre.

Al principio, quedó claro que el feriante no comprendía lo que le reclamaba con aquella lánguida orden, carente de toda agresividad, pero antes siquiera de que pudiera plantear objeción alguna, o incluso preguntar cómo era posible que conociera su auténtico nombre, sus mismos pies comenzaron a obedecer y esbozaron los primeros pases de un baile bufo y torpe. Este fue cogiendo ritmo y amplitud poco a poco, animado por la música del organillo y por la risa estridente del mono, el cual parecía haber recuperado su energía y su entusiasmo. Solo el brillo de sus pupilas delataba aún la furia que su amo había plantado en su pequeño corazón.

Poco a poco, los parroquianos comenzaron a acompañar los pasos del pobre hombre con toscas palmadas, siguiendo con torpeza el ritmo del organillo y dando un contrapunto de percusión, sordo y pesado, que espoleó al feriante a continuar con su baile grotesco. Sus rodillas cada vez llegaban más alto y la papada volaba como un extraño fular; luego la chaqueta roja comenzó a abrirse como unas alas raídas cuando él mismo se lanzó a batir palmas, y aunque su rostro se mostraba cada vez más angustiado y congestionado, bañado ya en sudor, la cadencia de la música y del propio baile no hizo más que acelerarse, las carcajadas aumentaron en volumen y los gritos y las burlas fueron llenando la taberna, ajenas a su evidente sufrimiento.

Entonces, el tipo del chaqué se avanzó un par de pasos y alzó los brazos como investido de la dignidad de un director de orquesta, salvo que en lugar de una batuta, llevaba en su diestra la botella de licor encarnado y en la siniestra su bastón de paseo, en cuyo pomo plateado, que tenía una forma que vagamente recordaba un cráneo, brillaban dos rubíes de un fulgor rojo extraordinario.

—Bailad, malditos, bailad —coreaba con un entusiasmo impostado mientras iba sirviendo en sus vasos generosas raciones de licor—, bailad, bailad, que se acerca el fin de todas las cosas.

Y los hombres, lejos de mostrar no ya inquietud, sino simple extrañeza por sus palabras, se fueron levantando para marcar el ritmo no solo con sus palmadas, sino también con sus pies calzados de viejos botines, hasta que, de tanto patear el suelo, comenzaron a despegar y a unirse a la danza grotesca que seguía protagonizando, cada vez más exhausto, el feriante. Algunos entrelazaban sus brazos con los de este, otros se habían subido a las mesas para ejecutar extrañas cabriolas, y a todos ellos el hombre de la piel negra les llenaba una y otra vez los vasos, como si la botella encerrase un océano entero de licor. El mono chillaba o reía y la manivela hacía girar aquel mundo de música dislocada e irresistible, llenando el aire de un vértigo festivo que arrastraba un poso de desesperación tan evidente que daba ganas de reír y llorar al mismo tiempo.

Jack se resistía a levantarse, empleaba cada una de las fibras de su voluntad en ello. Se aferraba con las manos al tablero gastado de la mesa con tal fuerza que casi lo sentía transpirar el alcohol viejo en el que estaba embebido tras soportar generaciones de borrachos de manos torpes. Las uñas de sus pies se hincaban en las suelas de sus zapatos y, aun así, el impulso de ponerse en pie y bailar resultaba irresistible. El tipo lo sabía. Y por ello le dedicaba una mirada cargada de intención mientras servía una generosa dosis de licor al mono, y cuando este alzó su vaso, precariamente sostenido en su escuálida pata, Jack entendió que ahí residía la diferencia: él era el único que no había probado la bebida que con tanta liberalidad había distribuido el hombre por el local. Algo en ella le suscitaba un asco al que no había podido sobreponerse a pesar del ansia que sentía por seguir bebiendo, lo que fuera, cualquier alcohol que encerrase aquella promesa de necesario olvido.

No sin esfuerzo, poco a poco, sin soltarse del tablero de la mesa, Jack se puso en pie, y luego, con pasos dubitativos, se encaminó hacia la puerta del local. El mono, la cabeza echada hacia atrás, carcajeándose como un autómata mal engrasado, hacía girar y girar la manivela, cada vez más rápido, y los hombres bailaban a su alrededor, como en torno a un tótem, también el tabernero, girando como peonzas, como derviches simiescos, como engendros diabólicos salidos del inframundo, ejecutando una danza macabra digna de los mejores años de la peste.

—¿Nos dejas ya, Jack Bennett? ¿No te tienta disfrutar de estos bien merecidos pasatiempos? No tienes por qué privarte de bebida ni de diversión...

Por supuesto, pensó, por supuesto que se sentía tentado, como cada miserable día de su vida, como cualquiera de aquellos pobres desgraciados. Cualquier ventana abierta a otro mundo era una tentación de altura cuando tu realidad cotidiana era el gris de las fábricas y la humedad de los adoquines, el humo y el moho, el frío y la sombra. Sin embargo, en aquel momento, encontró en algún lugar las fuerzas necesarias para rechazar la invitación, quizás la rabia para rebelarse contra su cruel canto de sirena, y replicó:

—No me engañas, Satanás, que sé bien quién eres —le espetó y luego, tras escupir en el suelo y dudar un instante si santiguarse, pero incapaz de reunir el coraje para hacerlo tras años de descreimiento, continuó su marcha hacia la calle, hacia el aire fresco e inmisericorde de la noche.

Tras él, seguía sonando la música infernal del organillo, las carcajadas, las palmas, el entrechocar de las suelas contra el suelo, y también se dejó oír una risa más contenida, pero no por ello menos grotesca, antes de que el hombre del chaqué replicara:

—Ojalá lo fuera, Bennett, pero mucho me temo que, como tú, no soy más que otro pobre diablo...

Luego, siguieron las risas, bestiales, obscenas, pero que poco a poco, a medida que se alejaba de aquel antro de perdición, se iban apagando como los rescoldos de un mal sueño hasta quedar agazapadas para siempre, eso sí, en un rincón de su memoria. Ni siquiera hubiera podido recordar cuándo lo había dominado el llanto, pero cuando llegó a la intersección de High Whitechapel con Church Lane las lágrimas bañaban su rostro como una lluvia misericordiosa. En ese estado se cruzó con los dos miembros de la Liga por la Temperancia que montaban guardia parapetados tras sendos carteles y sus severos trajes impecables de buenos burgueses a la entrada del barrio, y apenas tuvo valor para echarles un vistazo furtivo antes de hurtar la mirada a la luz de gas de la única lámpara del vecindario.

—Otra alma perdida —oyó que murmuraba uno de ellos, seguramente el más joven, el de las gruesas patillas de banquero, y mientras un sollozo pugnaba por terminar de derrumbarlo, alcanzó a escuchar la réplica del anciano que lo acompañaba.

—Para este es demasiado tarde ya —sentenció el hombre de la barba blanca mientras Jack Bennett se perdía al final de la calle, asfixiado de soledad—. Mira cómo ha quedado reducido a una mera bestia por el influjo del alcohol como tantos otros miserables que involucionan a estadios primitivos por su falta de fe en la Providencia y de control de sus propios deseos, observa bien sus pasos erráticos y su postura encorvada, más propia de los simios que pueblan las jaulas del Jardín Zoológico.

—Esa maldita ginebra... —afinó el más joven, quizás incómodo al recordar la copa de brandy que todavía calentaba su estómago tras la copiosa cena que habían disfrutado y reacio a equiparar los hábitos de unos y otros—. Ojalá ardiera todas las reservas de ese licor infernal junto a esos malditos pubs donde acaban estos desdichados como tristes niños perdidos.

El viejo de la barba blanca asintió en silencio, solemne, y luego, entonaron a dúo un salmo que, si bien no los movió a danzar, sí los reconfortó en su cruzada.

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