Tambores de Guerra

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Los timbales son el corazón de los ejércitos: palpitan dando vida, enardecen las almas de los guerreros y sólo callan cuando la muerte se impone, en uno o en otro lado del campo de batalla

Thorg no lo entendía. Era grande, violento y temerario, pero, aun así, su tribu seguía sin cosechar prestigio alguno. Lo había intentado todo, desde sanguinarios saqueos de granjas humanas hasta combates innecesarios contra otros pieles verdes. Sus guerreros estaban bien alimentados, sus armas eran de buen hierro negro y su apetito por la sangre inmejorable. ¿Qué hacía pues que la trayectoria de su horda fuera tan anodina? Entre las brumas de su sencillo cerebro se dibujaba una idea poco clara: la falta de espíritu.

 

Con su habitual pragmatismo, el caudillo orco intentaba dar a aquella impresión un soporte más palpable. Era capaz de idear estrategias cuando se trataba de cosas concretas, como kilos de carne, pasos de distancia o número de lanzas, pero le dolía terriblemente la cabeza en cuanto se colaba un pensamiento demasiado abstracto en la cadena de sus razonamientos. Y aquello de la falta de espíritu lo era.

 

Para complicar más las cosas, el chamán de la tribu no dejaba de recriminarle su falta de éxito. Decía que su sangre guerrera se disgustaba con la paupérrima posición de la tribu en la jerarquía local de Peñasco de Hierro. Aquel viejo huesudo le sacaba de sus casillas, pero era astuto y, desde que su bisabuelo, Thorgdron el Grande, lo trajera de las Montañas de Fuego, se había preocupado de asentar su posición. En aquellos días estaba claro que la tribu de Thorg no podía pasarse sin un chamán, por lo que el caudillo se veía obligado a soportarle.

 

-¡Quince muertos para quemar una caravana de enanos! ¡Qué diría Thorgdron el Grande si pudiera salir de la ciénaga donde se ahogó! –Thorg reprimió un escalofrío imaginando al imponente Thorgdron saliendo de un pantano, cubierto de fango y sanguijuelas-. Somos la tribu más ineficaz de todo el Paso de la Garra. Y la culpa es tuya.

 

Thorg se metió un puñado de jugosos gusanos en la boca para no tener que contestar al viejo. Odiaba a ese saco de huesos, pero todavía no había llegado el momento de deshacerse de él. Antes necesitaba una buena victoria para que sus guerreros le apoyasen.

 

-Esta tribu no tiene espíritu de batalla. Nadie sabe nunca a dónde vamos, ni si atacamos o huimos. Necesitamos un símbolo, algo que haga palpitar nuestros corazones.

 

-Para la guerra sólo es necesario un brazo fuerte y un trozo de hierro –replicó taciturno el caudillo-. Y esta misma noche te lo demostraré.

 

***

 

Thorg sonrió malignamente acariciando la pesada bola de su maza. Hasta sus bien desarrolladas fosas nasales llegaba el inconfundible mal olor de media docena de sus más fieros guerreros. Sabía que, a pesar de las maledicencias del chamán, seguía teniendo leales. Gracias a ellos derrocaría de una vez al molesto brujo.

 

Unos metros más abajo, protegidos por las rocas, se escondían unas decenas de gnoblars. Formaban parte del séquito de una compañía de ogros, pero sus amos estaban relativamente lejos. No llegarían a tiempo de socorrerles. Por el contrario, los tesoros y las vituallas de las descomunales criaturas sí que estaban allí. Un botín impresionante con el que volver cargado a la aldea de la tribu. Ya pensaría después cómo terminar con los ogros o cómo darles esquinazo. De momento, se decía, lo importante era impresionar a sus súbditos.

 

En silencio, aprovechando la oscuridad de aquella noche de tormenta, Thorg y sus guerreros descendieron por la ladera de la montaña. Fueron hacia los guardias y se lanzaron contra ellos, gruñendo cual jabalíes. Aquellos les asustaría y les pondría en fuga. Rápidamente, las escaramuzas se fueron propagando por el campamento. El propio Thorg empezó a repartir patadas y mazazos a diestro y siniestro.

 

Enseguida el caudillo orco se vio transportado por la violencia del momento. Sus puños hacían volar a las débiles criaturas, las zarpas de sus pies saltaban dientes y ojos por igual, sus mordiscos siempre encontraban algún bocado. Entonces, cuando más feliz y contento se sentía, una inquietud empezó a instalarse en su interior. Los gnoblars cada vez era más, y a ellos se unían snotlings y otros siervos goblinoides, los cuales presentaban batalla con estacas y bastones.

 

Sí, a pesar de la oscuridad de la noche y de la confusión reinante, estaba claro que los diminutos lacayos estaban presentando batalla. Enfurecido, Thorg tomó a uno del cuello e, ignorando los pinchazos y varazos con los que sus compañeros le azuzaban, le espetó:

 

-¿¡Por qué!? ¿¡Por qué resistís!?

 

En relámpago atravesó en ese momento el firmamento iluminando la escena. El aterrorizado gnoblar se dio cuenta, entonces, de lo que pasaba realmente y aulló:

 

-¡No eres un cerdo!

 

Thorg tardó un instante en reaccionar. Lanzó a la criaturilla a un lado y echó un vistazo a su alrededor. Efectivamente, los gnoblars no estaban presentando batalla de un modo organizado, sino que azuzaban a sus guerreros como si fueran ganado huido del cercado. Algunos metros más allá vio a los animales con los que les habían confundido: una piara de enormes marranos, seguramente el alimento de los ogros, dormía plácidamente en el barro de su porqueriza.

 

El caudillo orco deseó cobrarse el precio de esa afrenta con muchos litros de sangre goblinoide, pero, en ese momento, vio las mastodónticas figuras de los ogros que, borrachos como cubas, volvían al campamento. Ante aquella nueva señal de la tragedia, sólo quedaba una opción: volver a casa con el rabo entre las piernas, y rápido.

 

***

 

-¡Unos gnoblars! –aulló el descarnado chamán haciendo grandes aspavientos-. Somos el hazmerreír de nuestra estirpe. Ya sólo podremos intentar asustar a halflins, ¡y sólo contando con que nos tomen por otros orcos! Más nos valdría entregarnos como esclavos a una tribu de goblins…

 

Thorg hizo un esfuerzo y, por primera vez en su vida, meditó seriamente sobre un problema. Tres elementos habían conspirado contra él: el chamán, la confusión con los cerdos y la falta de un símbolo que enardeciese a la tribu. Entonces, de repente, la solución se apareció ante su obnubilada inteligencia con una claridad meridiana. Sí, tendrían un símbolo. Uno que haría que nunca jamás les tomaran de nuevo por cerdos. Y, además, el chamán podría permanecer con ellos sin que su estúpida cháchara le diera dolor de cabeza, sin que conspirara contra su liderazgo.

 

Con renovada energía, Thorg se echó un puñado de gusanos a la boca y tomó su cuchillo de descuartizar. En su boca repleta de lodosas criaturas se dibujaba una sonrisa beatífica.

 

***

 

Desde aquel día, la tribu del caudillo Thorg el Escandaloso siempre se lanza al campo de batalla haciendo resonar su gran tambor de guerra. Su piel curtida se estira mediante numerosos tendones sobre un armazón de viejos huesos. Un cráneo sirve de base al conjunto, y dos peronés se usan como martillos para golpear su tensa superficie. Además, es verde, como les gusta a los orcos, y, cuando escuchan su batir, todos los guerreros de la tribu saben que su chamán sigue con ellos. Lo cierto es que nunca hubieran imaginado que aquel viejo saco de huesos pudiera servir para hacer un tambor tan hermoso.

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