Y no conocerán el miedo

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Cuadro de bajas: trescientos diez hermanos, veintidós inquisidores. Incertidumbre: 71%. Información disponible insuficiente. Escuadrón aislado.

El marine espacial Ángelus dejó caer su fusil de plasma. El arma, al rojo vivo, fue dejando su impronta en el suelo sintético del almacén donde se habían refugiado. Los silbidos del vapor al escapar del infernal contacto llenaron la sala, resquebrajando el silencio de sepulcro.

 

-¡Tenemos que salir de aquí de inmediato! –chilló, con una nota de reproche, el inquisidor Azmodeo.

 

Viperion, el oficial al mando, ignoró su demanda y se volvió hacia los dos suboficiales que le acompañaban. Uno de ellos, el teniente Boaddio, acababa de quedarse manco de un brazo, pero aun así se mantenía firme. Anacdum, el otro, seguía empuñando su espada sierra y la pistola bólter como si la batalla pudiera continuar en cualquier momento, sin previo aviso. Todos ellos, incluido el inquisidor, estaban cubiertos del viscoso fango de Tántalos. Y todos ellos, sin excepción, agudizaban el oído para no dejarse sorprender de nuevo.

 

-Hemos perdido todo contacto con el resto del capítulo. Las estimaciones del auspex no son halagüeñas: podríamos enfrentarnos al fin de nuestra orden.

 

-La Hidrae Mater sigue batiéndose, señor –intervino, algo nervioso, Boaddio-. Se pueden escuchar sus baterías disparando contra esos bastardos.

 

Viperion asintió, sombrío.

 

-Nuestros hermanos resisten el empuje del enjambre, sin duda. Lo que no sabemos es por cuánto tiempo podrán seguir haciéndolo. Nuestro deber, ahora que hemos alcanzado una posición relativamente segura, es intentar reagruparnos con el resto del capítulo. Puede que así consigamos lanzar un contraataque.

 

-¡Es una locura! –aulló el inquisidor Azmodeo-. ¡Exijo una evacuación inmediata! ¡En mi mente hay saberes que no deben caer en manos de esos seres inmundos! ¡El imperio podría quedar comprometido si extraen mi ADN, si sorben mi cerebro!

 

Viperion descolgó su fusil bólter de la espalda y lo amartilló. Hizo una seña con la mano y Ángelus, junto con otros cinco marines, formaron al lado de una de las puertas del almacén. Sus huecos en el perímetro defensivo fueron rápidamente ocupados por otros soldados. El inquisidor observaba sus silenciosos movimientos con un leve temblor en los labios, como temiendo algo todavía peor que lo que ya estaba ocurriendo. Ignorándole, el teniente Viperion se alejó hacia la patrulla que había convocado. Justo antes de marcharse del almacén, se volvió hacia sus subalternos y les dijo, de modo que todos los marines pudieron escucharle:

 

-Asegurad el sitio y esperad nuestro regreso. Y tened en cuenta las palabras del inquisidor: por ningún motivo debe caer en manos tiránidas. Zapadle con explosivos incendiarios y, si hay riesgo de que la plaza caiga, detonadle. Si en cinco horas no hemos reestablecido el contacto, el sargento Anacdum queda al mando.

 

El teniente, junto a sus seis soldados veteranos, se introdujo por el túnel de carga dejando tras de sí a sus compañeros de armas. Lo último que vio fue el saludo sentido del sargento Anacdum y la sonrisa feroz de Boaddio. Estaba seguro de que estarían a la altura de las circunstancias.

 

La comitiva avanzó a buen paso por los corredores de aquel complejo, alejándose de la penumbra de las luces de emergencia hacia los niveles inferiores, negros como boca de lobo. Aunque no tenían muy clara la estructura de aquel complejo, en el que habían acabado sin apenas darse cuenta, por los avatares de la batalla, creían que, siguiendo las canalizaciones de drenaje podrían acercarse a las pistas de aterrizaje de los Hermanos de la Máscara y, por lo tanto, a la zona en la que se había estrellado la Hidrae Mater durante su aterrizaje forzoso.

 

Tántalos era un planeta singular. A causa de unos extraños fenómenos astronómicos, carecía de sol, por lo que estaba en un estado de sempiterna penumbra. La superficie del planeta no era más acogedora que su atmósfera, y estaba cubierta de una viscosa capa de fango que parecía extenderse hasta el infinito y dificultaba el movimiento. Aprovechando la defensa natural que constituían estas peculiaridades, el misterioso capítulo de los Hermanos de la Máscara había establecido su cuartel general. Por qué la Inquisición había hecho venir a las Hidras de Hierro hasta su dominio, o por qué se encontraban tiránidos en este sistema, eran cuestiones cuya respuesta era menos aparente. Asimismo, eran cuestiones que Viperion no pretendía contestar por el momento. Su único objetivo era reestablecer el contacto con algún contingente superviviente del capítulo.

 

-¿Alguna lectura? –preguntó cuando, llegados a una escotilla, sus marines se detuvieron para abrirla. El soldado encargado del auspex negó con la cabeza-. Continuaremos ahora por el túnel de drenaje. Son mil doscientos metros hasta los hangares. Mil doscientos metros que deberemos recorrer lo más rápido posible, pues en cualquier punto del conducto seremos carnaza si los tiránidos nos sorprenden. Es una ratonera, pero el único pasaje oculto hasta las líneas amigas, si es que quedan.

 

Sus hombres asintieron y, tras forzar la escotilla, fueron descendiendo al túnel de drenaje. Éste tenía un diámetro de cinco metros, y su parte inferior estaba llena de un líquido turbio pero poco denso, como la sentina de un barco. Hedía. Su olor era tan punzante que atravesaba los filtros de los cascos. Con aquellos efluvios, no sería fácil mantener un buen ritmo de carrera. No obstante, la escuadra se puso en marcha al trote.

 

Al frente iban destacados dos marines con lanzallamas. El centro lo componían Viperion, el soldado del auspex y Ángelus, armado, después de haber descartado su fusil de plasma, con un machete y una pistola bólter. Cerraban la comitiva dos hombres armados respectivamente con un cañón de asalto y un bólter pesado. Aunque por el momento ralentizaban la marcha, serían de gran utilizad una vez llegasen al espaciopuerto.

 

Así dispuestos avanzaron durante varios minutos. Como telón de fondo tenían las detonaciones de los obuses disparados por las baterías de la Hidrae Mater, una música siniestra pero tranquilizadora. Su vacío, su silencio, les pesó como una losa cuando, a mitad de trayecto, sus cañones callaron.

 

-Lecturas –exigió Viperion.

 

-Nada, señor.

 

El teniente se quedó mudo por un instante. Acusaba la fatiga después de horas y horas de lucha, de interminables corredores, de jugar al ratón y al gato con aquel enemigo implacable e infatigable. En aquellos momentos, le pesaba su responsabilidad. Y sabiendo que su mente estaba cansada, dejó hablar a su instinto.

 

-¡Bengalas! –ordenó en un arrebato.

 

Tanto la retaguardia como la vanguardia lanzaron señales lumínicas a los extremos del corredor. Lo que éstas revelaron les heló la sangre en las venas: un muro de tiránidos, agazapados en las sombras, aferrados a los muros, cubiertos por la corriente de fango, les aguardaba… por ambos extremos. Estaban prisioneros. Habían caído en la trampa.

 

La mano de Viperion tembló en el gatillo. Las palabras no le llegaban a la boca. Por primera vez dudó, no supo qué hacer. La situación iba más allá del valor y del horror. Era algo que les implicaba como especie, que reducía al Emperador a mero alimento. Era una pesadilla de dioses hecha realidad. ¿Qué podían hacer ellos ante un enemigo semejante?

 

-Sólo somos hombres… -suspiró, sin darse cuenta, observado por cien pares de ojos inhumanos.

 

Entonces, Ángelus le puso una mano en el antebrazo y le miró directamente a los ojos. Había oído sus palabras de derrota, pero en su espíritu anidaba otro convencimiento.

 

-No –le replicó-, no somos hombres: somos la espada del Emperador, somos el arma que empuña su brazo divino. Recuerda lo que dicen las escrituras, hermano: “Y no conocerán el miedo”.

 

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Viperion. La duda, la tentación, le había visitado. Y había vuelto a irse.

 

-¡Hidras de Hierro! –aulló-. ¡A la batalla!

 

Al unísono, sus hombres respondieron con el grito “¡Por el Emperador!” Y se dejó que hablaran las armas, y rugieron el cañón de asalto y sus hermanos los bólteres, y entre lenguas de fuego cayeron sobre ellos, todavía en llamas, los primeros hormagantes. Y combatieron los hombres, carne del Emperador, quebrando con sus brazos las placas de quitina, las armaduras óseas, hincando los machetes y las bayonetas, y sus propios puños cuando ya no quedaron armas.

 

Fue un pandemonio fantástico, una lucha mitológica en el submundo escondido en las entrañas de Tántalos. Una oda al valor humano más allá del límite de los hombres, una locura de sangre y terror. Un desafío sin igual para la propia consciencia de la raza humana.

 

Y en ella no hubo lugar el miedo, no, a pesar de que el mayor horror de la galaxia dejó sentir su sombra hambrienta sobre el campo de batalla. No lo hubo porque su hermana, la locura, lo había asesinado antes de que comenzase el combate.

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