El encuentro con Sir Gawain

Imagen de El Príncipe Valiente

Tras la profecía de Horrit, los primeros pasos de Val tenían que conducirle hacia Camelot

Pero Harold Foster tenía muy claro que su obra iba a ser una carrera de fondo. Una cosa es mostrar que tu protagonista es especial, interesante y capaz de llamar la atención de los lectores; otra, precipitarse. Así, el Príncipe Valiente no va a empezar sus aventuras como caballero por el mero hecho de ser hijo de un rey: le va a tocar ganarse las espuelas paso a paso. Y esto es lo que vemos en el final de su producción del año 1937.

En ese tono costumbrista que tan buenos y originales resultados ha dado a la serie, acompañamos a Val durante su entrenamiento autodidacta para llegar a ser, de momento, escudero. Entre otras cosas, en lugar de exigir material a su padre, él mismo se va a buscar la vida para conseguir caballo e impedimenta. Es una aproximación muy peculiar a la idea del viaje, ese tránsito que todo héroe ha de acometer antes de ser considerado tal. Ni bendiciones de los dioses ni giros casuales, sino trabajo duro e ingenio.

Para no perder el tramado argumental con la Tabla Redonda, tenemos el cameo de uno de sus más importantes caballeros, Sir Lancelot, y, cómo no, el encuentro con otro que será vital en la trayectoria del personaje: Sir Gawain, quien terminará amparándolo como escudero. Es interesante cómo Foster mantiene el ideal caballeresco pero entremezclado con actitudes mucho más mundanas, como el orgullo de Val, que es un arma de doble filo, o la fina ironía del que será su mentor. Es un modo de hacer más humano el imaginario de las leyendas artúricas.

Quizás en un primer momento la aparición de Sir Negarth, el caballero ladrón, nos haga temer un giro hacia el maniqueísmo, pero este es hábilmente sorteado con el buen pulso narrativo de Foster y el famoso incidente del dragón —otra muestra de que el autor aún dudaba entre el enfoque meramente realista y el fantástico más tradicionalmente propio de estas historias—.


 

Este episodio debe su fama, también, a que termina siendo la carta de presentación de Val en la corte de Camelot, donde hacen su primera aparición en carne y huesos personajes claves del trasfondo de la saga como son el Rey Arturo, Merlín o la reina Ginebra. De nuevo, Foster no se precipita y, en vez de dejar que su héroe se sumerja de lleno en el meollo de la corte artúrica, lo “exilia” con uno de sus enredos de escalera para dejarlo en manos del Barón Baldón y Sir Osmondy, dos villanos con ambiciones muy mundanas.

De este modo, el castillo de Eeriwold —nombre que nos trae resonancias de Eerie y World, que en inglés vendría a decir “mundo fantasmal— será el primer escenario en el que Val muestre su ingenio en una aventura propuesta por el propio Camelot, sobre todo porque el bueno de Gawain terminará prisionero por las malas artes de Lady Morvyn cuando vaya a librar la fortaleza de un supuesto ogro. Foster, que ya se toma más libertades con las composiciones de su tira dominical, se estrena aquí en un formato particularmente prolífico con el personaje: el de persona en solitario que, con su ingenio, va a doblegar a un enemigo muy superior, en este caso, uno atrincherado en un castillo, con una guarnición entera, y que, además, mantiene prisionero al único auténtico caballero del grupo.

Aunque la aventura terminará siendo zanjada en persona por el propio Rey Arturo —en un alarde, de nuevo, de sentido común— es innegable el protagonismo del joven escudero en la misma. Sin duda, los cimientos del personaje han quedado bien fijados en este primer año: Val es alguien capaz, con su ingenio y su voluntad, y algo de suerte, de sobreponerse a las adversidades en las que le meten su mala cabeza y sus sueños de grandeza.


 

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