Frente a las hordas hunas

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El Príncipe Valiente se enfrenta a su primera campaña militar

Después del episodio sobrenatural de la gruta del tiempo, el príncipe Valiente pone rumbo a la Europa continental atraído por las terribles noticias que van de taberna en taberna: Roma ha caído frente a las hordas de Atila y los hunos siembran el terror. No obstante, su empuje no puede con Andelkrag, la mítica fortaleza protegida por el gallardo Camoran.

Este es el punto de arranque de uno de los episodios más memorables de la saga. La balada de Andelkrag —no se puede llamar de otro modo a este relato épico que desborda romanticismo— es un réquiem para las historias de caballería. Sus brillantes héroes parecen verse desbordados por el empuje de un mundo vulgar y mundano que viene a imponer el realismo encarnado por los hunos, los cuales no responden tanto a la realidad histórica como al mito que dejaron de legado. No obstante, como si ejecutara un canto de cisne, Harold Foster rehuye todo pragmatismo, lo que dota de una épica conmovedora al episodio: estos héroes no se verán protegidos por ninguna magia, pero, aun así, morirán como auténticos caballeros, como auténticas damas. La ilustración del bufón ciñéndose la espada para la última batalla es estremecedora.

El Príncipe Valiente - Andelkrag
 

A partir de aquí, el autor cambia en algo el registro, buscando quizás alejarse definitivamente del lado sobrenatural de las leyendas artúricas. Introduce al bribón Slith, un contrapunto que sin llegar a ser cómico sí reduce la solemnidad de las aventuras del príncipe errante. Con este a su lado, comienza una auténtica epopeya: la de mantener a raya a las hordas de los hunos comandadas por Karnak. Visto con frialdad, parece un absurdo, y ahí reside la magia del guión de Foster: este consigue que lo imposible se convierta en plausible gracias a su ingenio.

Incursiones audaces, carisma para aglutinar a los supervivientes y rebeldes, táctica militar que sabe aprovechar el terreno y las circunstancias, atención al detalle de los escenarios y esa pizca de no-sé-sabe-qué consiguen que el inesperado triunfo de Val frente a los inconmensurables ejércitos de Karnak resulte más que creíble, inevitable.

La campaña da de sí para abordar todo tipo de situaciones. Los aspectos bélicos —que se desarrollan con ayuda de personajes como Vonderman, Gatin o Hulta— son los grandes protagonistas, pero hay una interesante aventura urbana en la que participan Sir Gawain y Sir Tristán —que termina con la liberación de Pandaris y la restitución de Cesario en el trono, a quien había derrocado Piscaro— que sirve de interludio antes de la liberación total de la región. Esta, a su vez, sirve de excusa para plantear una de esas aventuras amorosas que tan bien se le daban a Foster que se mezcla con acierto con las inevitables conspiraciones políticas y bélicas por mediación de Hulta. Con todos estos elementos, el autor va dejando entrever sus reflexiones sobre las guerras y las conquistas con su habitual acierto, ese que le permite abordar el género de caballerías sin caer en maniqueísmos o simplismos aun usando a malos de opereta como Kalla Khan.

Como coda, ya con el telón de fondo de un territorio en el que solo quedan hunos fugitivos, se nos brindan dos breves entremeses: la simpática comedia de Gawain y los jugadores de dados y el relato del gigante triste y el valle secreto, donde Foster continúa con su transformación del fantástico en un nuevo prisma del realismo sin sacrificar por ello el tono de fábula.

El resultado es uno de los arcos argumentales más emblemáticos de la colección, en el que el autor consigue dotar de una dimensión adicional a los escenarios bélicos: desde la épica melancólica de Andelkrag al tono misterioso y algo goyesco del gigante pasando por los enredos de Slith y Gawain, Foster muestra una capacidad narrativa apabullante mientras forja nuevos eslabones del protagonista. Si este ya se había ganado sus espuelas como caballero, después de estas aventuras ha comenzado a cimentar la leyenda de un gran estratega y a esbozar al estadista. Y es apenas el comienzo.

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