Primera experiencia: La creación de un mundo completo

Imagen de El mono de la baraja

De la megalomanía al diseño de juegos

Estaba convencido de que el primer artículo sobre experiencias reales en esto del diseño de juegos nos iba a llevar al año 1990 y el HeroQuest. Entonces, ha aparecido ante mis ojos la carpeta del Festival de cine de Huesca —al que nunca asistí—, en la que conservo nostalgias de un par de años antes y que dejan constancia de que mi (nuestro) primer intento organizado y (más o menos) sistemático de crear un juego fue... la creación de un mundo completo.

Esto estaba relacionado con los juegos de imaginación y, sin duda, buscaba dar un marco estable a las historias de dragons que desarrollábamos con cada vez más frecuencia. Un juego, después de todo, necesita un escenario que le dé sabor: no solo su mecánica hace divertido a un juego, sino también toda la tramoya que lo viste. Por supuesto, en su día no éramos conscientes de esta regla básica en la creación de juegos (¿quién no los elige muchas veces solo por su [aparente] temática?), sino más bien al contrario: subyugados por esta, pillamos el rábano por las hojas.

¿Por qué digo esto? Porque como cientos de escritores podrán atestiguar, y por contraintuitivo que resulte, no hay que crear mundos empezando por un mapa.

Aunque, en realidad, creo que lo hemos hecho casi todos. Hay como una magia particular en la creación de un mapa que se podría considerar un juego en sí mismo, como queda reflejado por ejemplo en la obra de Tolkien, donde Bilbo es un gran aficionado a los mismos. Sin embargo, la lógica debería ser la inversa: una vez tienes historias y sucesos, ir sistematizando un espacio geográfico que corresponda a los mismos. Bueno, o no. Después de todo, si tanta gente lo hemos hecho así, por algo será. Y, lo más importante, es que es divertido en sí mismo, como un puzle muy abierto.

Si se echa un vistazo a nuestro mapa, no es difícil ver las referencias (desde Indiana Jones a los cómics de Conan el bárbaro) ni tampoco lo que nos permitía articularlas con elementos geográficos de base (bosque, isla, península, pantano...). Era como un ejercicio de proyección que no debía distar mucho del realizado por los niños victorianos que se sumían en la lectura de un atlas... solo que este lo íbamos confeccionando con lo que nos gustaba y lo poblaba gradualmente nuestra imaginación: enanos, dragones, demonios, bárbaros, goblins, escorpiones gigantes...

La coherencia tenía, por supuesto, un papel secundario. Recuerdo mi discusión con Claudio (cocreador de esta maravilla) porque yo quería que un territorio de la costa Este comunicase por túneles con la costa Oeste, cosa que él encontraba descabellada por la magnitud de los mismos. Sin embargo, para mí estaba ahí el encanto: que los gulharkungs hubieran colonizado todas las profundidades de aquel mundo isla.

Por supuesto, nos dimos cuenta de que la segunda etapa obligatoria era describir todas aquellas criaturas que iban a poblar nuestro mundo, porque todo el mundo sabe lo que es un elfo (más o menos), pero... ¿un gulharkung? Así, nos lanzamos a escribir en los recreos fichas de personaje que, a su vez, nos pedían otras sobre la magia, los dioses, las armas... Por primera vez, me vi confrontado a la vasta tarea de tener que sistematizar un mundo completo, lo que me serviría más tarde para mis juegos de rol.

Una vez más, tuvimos que tirar de los recursos de la época, pero hay que reconocer que, hasta cierto punto, fuimos ya algo previsores: a partir del original hicimos un mapa en blanco que fotocopiamos (no sé muy bien con qué objetivo; todavía tengo una buena docena de ejemplares) y fui pasando a limpio, con una máquina de escribir, las hojas que escribíamos en papel milimetrado de dieciséis anillas durante los recreos, buscando una sistematización que, si bien ingenua, deja para la posteridad qué considerábamos importante para jugar más adelante. Las descripciones, por supuesto, son propias de niños de ocho – nueve años (p.e., comen como cerdos, no van muy finos de agilidad).

Hay que reconocer que la parte más divertida del proyecto fue realizarlo, sin más: las horas pasadas con Claudio y eventuales colaboradores dando forma a aquel mundo que, a fin de cuentas, no creo que llegásemos a usar para nada en particular. Al menos, no de un modo que me dejase ni el más mínimo recuerdo. Lo que no quita, por si hace falta aclararlo, que fue una magnífica experiencia.

Ps.- Los gulharkungs (vaya nombre rimbombante) salieron de un juego de ordenador (Amstrad, creo) cuyo nombre no recuerdo, tan pixelado que solo mostraba unas cabezas alargadas tras enormes escudos redondos, de perfil, de algún tipo de bicho que empuñaba una suerte de maza martillo descomunal y que, por supuesto, vivían en túneles de plataformas. Si alguien me localiza el título...

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