Bean Sídhe (F)

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Meliot
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Bean Sídhe

Las ancianas y las mujeres casadas preparaban comida y horneaban pasteles con pasas y manzanas; las jóvenes solteras limpiaban los cacharros que sus madres, abuelas, hermanas y primas ensuciaban; los niños jugaban, enredando entre las piernas de sus familiares y recibiendo alguna que otra regañina por su irreverencia, inconscientes de qué se avecinaba. Múltiples aromas llenaban la estancia, que era a la vez comedor, cocina y sala de estar de la achaparrada casa. La abuela Mckenna tejía con sus largas agujas de costura, sentada al lado de la chimenea, realizando con énfasis su labor sin prestar atención a nada más. Como si sus hebras de lana virgen fueran los tejidos que sostenían las distintas realidades del mundo y la anciana se dedicara a entrelazarlos y a desenredarlos de forma continua. Como si tejiera a su antojo los filamentos del destino, como si conociera de antemano lo que estaba por suceder.

Levantó la cabeza de su faena y le preguntó a una de sus nietas:

—¿Ha venido ya la señora Ó Scollaghie, Maeve?

—No, abuela, todavía no ha llegado.

La matriarca de los Reid se movió inquieta, rezongó para sus adentros, carraspeó y siguió tejiendo, liando la madeja que había a sus pies, cual narrador que enmarañaba sus personajes y sus tramas, de forma casual pero intencionada. Consciente de que su labor de lana, mil veces confeccionada, desehecha y vuelta a ser remendada, serviría para desencadenar la situación que aguardaban con ansia. Y para ello era necesario que la plañidera se presentara. No tardaría mucho, la alta señora solía hacerse desear, pero, en cuanto trazara unas cuantas puntadas con sus agujas, les realizaría una visita.

No se encontraba lejos, no muy lejos. Había escuchado sus lamentos y gemidos a la oscura noche, como un lobo le aúlla a la luna llena de la que se ha enamorado. Cada quejido anunciaba que restaba un día menos. La noche anterior fue un único y largo gañido, lleno de pena y amargura. Estaba cerca. No quedaba mucho tiempo.

¿Cuántas plegarias había rezado en su juventud a los viejos dioses? Y ni una sola vez se habían molestado en hacer caso a sus súplicas, olvidados en su mundo bajo la tierra de los mortales. En cambio, la buena señora, pertenecía al pueblo, venía del Sídhe, con lo que implicaba aquel antiguo nombre. Retocó un par de puntos de su bordado que habían quedado flojos; pasaba los nudosos y deformados dedos con cariño por las lanas, recordando épocas de antaño, más felices, por ser ella una tejedora más joven y activa. Designada a hilvanar los hechos y las vidas de otros, sin poder decidir ni enhebrar su propia existencia, así había sido siempre y así seguiría siendo cuando le legara sus largas agujas de tejer a una bisnieta o tataranieta que mostrara los signos. Todo el mundo lo sabía. ¿Por qué se retrasaba la llorona?

Una mano firme llamó con los nudillos a la puerta. Los golpes resonaron en la recia madera, reverberando por toda la casa. Las mujeres se miraron asustadas.

—¡Abrid de una vez! —exhortó la matriarca del clan, desde su confortable asiento junto al fuego.

Alguien, entre el creciente nerviosismo, se decidió a abrirle la puerta al desconocido. Resultó ser una visitante. Alta, esbelta, de piel lechosa como la luna llena, largo cabello negro y ondulado que se enmarañaba a su espalda. Iba vestida con un atuendo de tejido basto verde y se cubría con una capa grisácea con capucha. Los ojos enrojecidos y llorosos, enmarcados por las oscuras ojeras, acentuaban el halo misterioso de la bella dama recién llegada. Enseguida buscó con la mirada a la abuela y se dirigió hacia allí, con determinación. Por debajo de su vestido sobresalieron un par de pies igual de pálidos que el resto de su ser, se deslizaban con gracia sobre la madera antigua, que se quejó bajo su menudo peso. El cuerpo parecía flotar o levitar más que seguir a los pies. La anciana le lanzó una prudente mirada de reconocimiento, de quien es sabedor que se encuentra ante la presencia de una personalidad importante.

—Señora Ó Scollaghie, sed bienvenida a mi casa. Sentaos, mi señora —le sugirió, indicándole con las agujas un puesto a su lado, en una desvencijada silla, mientras que de un ademán mandaba a sus familiares que salieran de la casa. Maeve les dejó encima de la mesa una bandeja con galletas de avena recién hechas y unos pedazos de tarta de manzana.

—Gracias por tu hospitalidad, Enda Mckenna del clan de los Reid de Tyrone, hace muchos años que nadie me llama de esa forma. Tanto que no recuerdo si es mi nombre o mi apellido. Te recuerdo... te recuerdo de cuando tu hermana Erin y también de cuando tu otra hermana Enna. Eres la última de tu clase, aún guardas los antiguos ritos, todavía conservas las viejas costumbres —expresó en un tono susurrante, casi un gimoteo.

—Sí, mi señora, decís bien. Así ha sido, y así será hasta la eternidad, por lo menos hasta que encuentre a mi digna sucesora —tomó un trozo de tarta y lo engulló.

—Sin embargo, falta demasiado para eso, anciana. Tu misión debe continuar. Debes seguir tejiendo los hilos de tu infinita madeja, debes llevar tu designio para bien de los tuyos y de aquellos que jamás conocerás por muy longeva que llegues a ser.

—Aguardo con impaciencia el bendito día que venga a visitarme a mí y no a uno de los míos. Lo anhelo, mi señora —expresó con una mueca de desagrado que torcía sus arrugados labios hacia abajo.

—Comprendo tu cansancio, Enda Mckenna. Tendrás alivio en su justo momento y no antes.

—Gracias, mi señora. A veces reniego de este don, concedido en el instante de mi alumbramiento y el de mis hermanas, y desearía ser una simple mortal.

—Las trillizas.

—Cierto. Pero debemos regresar al asunto que os ha traído de nuevo a mi casa —con un movimiento ágil y ligero, se levantó del asiento sin soltar ni las agujas ni su labor, e indicó a su invitada que la siguiera. El séquito inició un trayecto por los oscuros e intrincados pasillos de la casa, hasta llegar a una puerta de la que manaba un malsano hedor.

—Aquí es —anunció la anciana con solemnidad.

—Gracias, Enda Mckenna. ¿Te has despedido ya de él? —preguntó, agarrando el pomo de latón envejecido que daba paso al cuarto.

—Sí, mi señora. Lo hice en cuanto escuché vuestros primeros lamentos.

—Muy bien. Adiós entonces —dijo atravesando el umbral.

—Hasta luego, señora. Que adiós sólo se le dice a los muertos. Y yo no puedo morir —afirmó, para sí, ya que la joven de pálido rostro no alcanzaba a oírla.

 

La habitación olía a cerrado. A eso, a orín y a sangre. En definitiva, a viejo. Con ese matiz característico que presagiaba el final.

—Hola, Aengus Reid, nieto de Enda —le dijo al viejo que estaba postrado en la cama. El bulto supurante y sanguinolento que era él se volvió hacia la mujer.

—Señora —balbuceó—... Habéis venido... Por fin...

—No malgastes tus energías, Aengus —trató de apaciguarle mientras se acercaba al cabecero de la cama. Era un anciano de unos noventa años, pero aún conservaba la mayor parte del pelo y estaba mal afeitado. Sus ojos azules habían perdido su claridad, tornándose glaucos. La camisa de dormir mostraba grandes cercos de sudor y sangre resecos.

—Mi abuela... —comenzó el moribundo.

—No te preocupes, tu abuela velará por ti, al igual que ha hecho antes por todos los suyos.

—Gracias, señora banshee —tras lo cual cerró los ojos con calma y expiró.

La mujer se situó junto al cadáver, lo miró de arriba abajo. A la vez que grandes lágrimas recorrían su rostro, su vientre comenzó a hincharse, hasta que alcanzó un punto que se asemejaba a una mujer encinta. El cuerpo del hombre había desaparecido, sólo quedaban sus sucios ropajes. La dama los recogió de la cama con cuidado y los guardó bajo los pliegues de su capa. La misteriosa forastera y su abombado abdomen desaparecieron de la casa de los Reid, llevándose consigo el alma de Aengus.

 

Se dice, que si conduces en una noche de luna llena, desde Cookstown a Omagh por la A-505 y tomas el desvío que se adentra en el condado de Tyrone, puede que veas a una mujer llorando. Suele ir vestida con una capa gris, por encima de un vestido verde y que, arrodillada, lava unas prendas sucias en la intimidad de un estanque. Son los sudarios de los muertos que ha ido a buscar.

Ten cuidado entonces, porque los lamentos de la llorona Bean Sídhe pueden augurar tu muerte.

 

 

 

Un saludo y espero que lo hayais disfrutado ;).

 Meliot.

 

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jane eyre
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