La sonrisa. (T)

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                                                                            LA SONRISA

 

Maestro y discípulo hablaban tranquilamente bajo la sombra de un árbol, sentados. Mientras dialogaban mirando las hojas marrones que caían por el otoño, vieron a un grupo de hombres armados con rifles y vestidos con uniforme militar acercándose a paso firme. Cuando llegaron, escudriñaron sus rostros y vieron cómo casi todos los soldados eran asiáticos, como ellos, excepto unos cuantos que parecían occidentales.

Uno de ellos se adelantó unos pasos, y dijo sin gritar pero con tono fuerte unas palabras en francés. Dio un paso adelante el correspondiente traductor y les dijo a maestro y discípulo que debían seguirles, que necesitaban sus habilidades. El maestro, en silencio, miró a su aprendiz. Sólo con esa mirada lo comprendió todo: había llegado la fase final de su aprendizaje.

Los entresijos de la mente eran muy importantes para las sociedades filosóficas de ese pequeño lugar de Asia. Su doctrina consistía en que la mente lo era todo: el único aliado, el peor enemigo, un único universo o millares dispersos; todo dependía de la situación. La vida era la mente. La muerte era la mente. Todas las existencias o ninguna, el dolor o el placer. La mente lo era todo. A partir del dominio de la mente se podía dominar todo un mundo, ya sea la mente propia o una ajena.

Les trajeron a un improvisado fuerte fronterizo con gran cantidad de empalizadas y de construcciones toscas pero efectivas.  Tomaron un camino que se desviaba al este y que acababa en un gran edificio de piedra, casi al lado de un bosque. Tenía un aspecto imponente alzándose en medio de la naturaleza. Era muy alto y robusto, y  tenía aspecto de mazmorra por tener escasas ventanas y muy pequeñas. Se pararon ante la edificación y empezaron a hablar los soldados que habían postrados en la puerta y los occidentales que llevaban el nuevo grupo. Posteriormente, entraron los tres hombres occidentales (entre ellos se hallaba el traductor), el maestro, y el discípulo en el edificio, quedándose la escolta fuera.

Iba a morir, y esperaba que fuera pronto. Pero algo no iba bien. Es como si hubiese olido el dolor venidero.

Los pasillos eran muy oscuros. La luz prácticamente no podía abrirse paso por las pequeñas ventanas. El polvo y el olor a muerte y herrumbre azotaban el ambiente. Los dos orientales seguían tímidamente a los tres occidentales con la cabeza gacha, pero el joven no podía evitar levantar la vista levemente para ver dónde se adentraban. Sólo podía distinguir grandes puertas de hierro con pequeñas rejillas superiores, cuyo interior guardado era oscuro y acompañado de murmullos y algunos lamentos.

La habitación estaba muy oscura. Intentó levantarse pero se dio cuenta de que se encontraba inmovilizado. Estaba completamente desnudo y atado con correas de pies y manos a una especie de camilla de metal que no estaba horizontal del todo, se elevaba ligeramente inclinando así el cuerpo del yaciente. Las esquinas de la habitación estaban muy oscuras pero se veía a sí mismo y al suelo de piedra gracias a un poco de luz que entraba por una pequeña ventana. En el suelo de piedra uniforme destacaba una gran roca que contrastaba por su poca uniformidad sobre el suelo recto y esculpido.

Escuchó unos pasos. Se acercaba un grupo de gente. Escuchaba las voces pero no podía entender lo que decían. Estuvieron unos minutos hablando. Se abrió la puerta y vio entrar a tres compatriotas suyos. Detrás de ellos, dos pequeñas figuras. Pensaba que iban a liberarlo. Pero no. Los tres franceses se acercaron hacia él, le taparon la boca y los ojos con una tela, y empezaron a hacer ruidos que el pobre prisionero no podía intuir en absoluto de qué se trataba.

Se despertó. No recordó haberse dormido. Volvía a estar inmovilizado, pero esta vez tampoco podía mover la cabeza: la tenía fija mirando a la puerta pero ligeramente echada hacia atrás. Intentó parpadear, pero tampoco pudo: no podía cerrar los ojos. No podía ver qué se lo impedía. Empezó a respirar con fuerza y a ponerse nervioso. Los ojos, le dolían muchísimo. Entonces le pareció ver algo en el fondo de la habitación, en una esquina. Era como una figura agazapada. Cada vez se ponía más nervioso. Observó como la figura se iba alejando de las sombras y avanzaba poco a poco hacia él. Tenía forma humanoide, pero exageradamente esquelética y  frágil. Se le acercaba cada vez más. Él hacía por moverse, pero le era inútil. Su respiración, era cada vez más agitada. La escabrosa figura ya estaba lo suficientemente cerca como para ver su rostro. No tenía nada de pelo; sus ojos, eran muy grandes y no tenían pupilas: estaban en blanco. Otro detalle le llamó la atención y le dio escalofríos: ese ser tenía la boca cosida. Se acercó hasta tener el maltrecho rostro a escasos centímetros del de su víctima. Entonces, sonrió. Era una sonrisa espantosa, horripilante. Dejó de sonreír, y abrió la boca lentamente rompiendo la piel ligada por los hilos y provocando un macabro espectáculo de sangre. Se acercó al cautivo, y metió su afilada lengua en el ojo derecho del prisionero.

Se pararon delante de la puerta. Uno de los occidentales empezó a hablar en francés. Otro, hacía de traductor.  El tercero, se marchó. Mientras aún se oían sus pasos, empezaron a hablar. Los colonizadores les hicieron saber a sus nuevos sirvientes que habían oído ciertos rumores sobre sus habilidades, y querían saber si eran reales. El maestro respondió que sí. Entonces los franceses se quedaron mirando entre ellos unos instantes.

Despertó de nuevo. Intentó moverse, pero volvía a estar inmovilizado. No sabía qué había sido lo de antes. ¿Una pesadilla? Podía ser. Estaba muy asustado. Entonces le pareció percibir un leve movimiento en la misma esquina desde la que había emergido antes (o antes, o ayer, o hace dos meses, o en su sueño). Se volvía a tratar de aquella horripilante figura. Se fue acercando otra vez muy poco a poco, dibujando en su deforme rostro su horripilante sonrisa. La presa estaba obligada a mirar. Tomó en sus manos la roca que había en el suelo, y después de sonreírle a su víctima y mirarla fijamente, empezó a acometer con su arma contra sus costillas. Una y otra vez. Le dolía muchísimo, pero todo empeoró cuando se escuchó un ruido de huesos quebrándose. El ser se sentó encima de las piernas de su presa, cara a ésta, y alargó sus brazos hasta agarrarla del cuello (no dejaba de sonreír). Entonces hizo fuerza hacia sí mismo y atrajo a su presa poniéndola en posición de ángulo recto y lo siguió bajando obligándole a contorsionarse sobre sí mismo (el ruido de huesos quebrados y quebrándose seguía) y lo puso a escasos centímetros de sus propios genitales (¿No estaba atado? ¿Cómo puede ser? Pensó en mitad del dolor).

La cara del verdugo se pegó a la de la víctima. Estaba frío. Se alejó un poco, y volvió a sonreír. Pero esta vez ya no tenía los labios cosidos. Mientras seguía sonriendo, se acercó a los genitales de su presa, y empezó a morder. Sólo podía mirar de cerca. De muy cerca, debido a la postura en la que le había dejado el ser infernal.

Maestro y alumno se negaron a actuar a no ser que se les informara de qué había hecho ese hombre para merecer su castigo. Después de mucho discutir, los franceses acabaron diciéndoles que era un traidor. Entonces el maestro, muy lentamente, asintió.

Volvió a despertar. Estaba temblando. Dirigió la vista todo lo abajo que su inmovilización le permitía y vio en su mermado cuerpo que lo que había pasado era real. Miró al rincón de la habitación, asustado. Aquel ser estaba allí, escondido en la sombra. Sonriendo.

Escuchó unos pasos. Se acercaba un grupo de gente. Escuchaba las voces pero no podía entender lo que decían. Estuvieron unos minutos hablando. Se abrió la puerta y vio entrar a tres compatriotas suyos. Detrás de ellos, dos pequeñas figuras. Pensaba que iban a liberarlo. Pero no. Los tres franceses se acercaron hacia él, le taparon la boca y los ojos con una tela, y empezaron a hacer ruidos que el pobre prisionero no podía intuir en absoluto de qué se trataba.

El maestro se arrodilló en el suelo, cara al traidor, se le acercó y empezó a susurrarle al oído. Su discípulo iba preparándolo todo: un sistema de caída de gotas que fueran a la cabeza de la víctima (con un poco de suerte caerían en un ojo), una gran piedra a la vista de la víctima, y algunas velas y artilugios en los estantes de la pared, fuera de la vista de la víctima. Pensaron que con eso sería suficiente. El maestro no paraba de susurrar. Los franceses se limitaban a mirar. La tela que habían utilizado para tapar la boca y los ojos del traidor, era muy fina, y éste intentaba ver cualquier cosa que pudiera. Pero lo único que  logró escudriñar era lo que parecía una sonrisa en el rostro de un compatriota suyo.

Ya estaba todo preparado. Los dos occidentales esperaban con ansias ver el resultado a través de la pequeña rejilla que había en la puerta. No les defraudaron. Vieron cómo el traidor se ponía histérico al ver que una gota de agua que le había estado dando en la frente unas horas le dio de lleno en un ojo (era sorprendente, sobre todo porque no estaba atado, podía haberse movido y esquivar las gotas). Los dos franceses se regocijaron con el trabajo realizado por el maestro y su discípulo. Lo que siguió fue bastante más duro de digerir. El pobre hombre se levantó, cogió una piedra muy grande que estaba en el suelo y empezó a darse en las costillas. Cuando pareció que se había roto algunas, volvió a tumbarse y con un esfuerzo sobrehumano se contorsionó sobre sí mismo y empezó a morder sus propios genitales. El sonido de la carne desgarrándose y masticándose era insoportable, y uno de los franceses tuvo que ir a vomitar. Pero el otro se quedó. El otro se quedó observando cómo un cuerpo se destruía a sí mismo y el alma que contenía estaba condenada a verlo. Y sonrió.

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jane eyre
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 Bienvenido/a, Ed.N.

Participas en la categoría de Terror

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mawser
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Puntos: 253

Un relato realmente terrorífico, una historia terrible de tortura y locura. El ir mezclando los puntos de vista de los protagonistas refuerza la sensación malsana que necesita. Bastante bueno.

https://www.facebook.com/La-Logia-del-Gato-304717446537583

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