I
El niño yace semiconsciente sobre una silla, en una habitación a oscuras. Una cuerda que envuelve varias veces su torso evita que se desplome sobre el suelo, sucumbiendo ante el efecto de quién sabe qué droga. Sus ojos están vendados. Evidentemente, quien sea que le haya hecho esto no pretende ser visto.
Se percata de que sus manos carecen de sujeción, así es que decide moverlas; pero para su sorpresa no responden a la voluntad, tal y como si estuvieran durmiendo… Como si se hubieran muerto. Esta alarmante situación termina de despertarlo del profundo sueño y anuncia a su corazón que es el momento de huir, de acelerar su ritmo para lograr escapar y sobrevivir. Mas el resto de su cuerpo parece desoír dicha advertencia.
Sumido en estupor nervioso, el niño no comprende que hay alguien más en la habitación, hasta que una voz comienza a pronunciar palabras en un idioma desconocido. Procura vislumbrar alguna imagen a través de un pequeño espacio abierto, que filtra una tenue luz, entre sus ojos y la venda que los cubre…
Todo está lo suficientemente oscuro a su alrededor como para que no vea, siquiera, cómo son las formas que las sombras adquieren.
INCENDIO EN LA HORCAJADA
¿Qué clase de insania había llevado a Víctor de regreso a La Horcajada, condenándolo a una vida más amarga que la que abandonó? Fue sin dudas la necesidad de irse, de alejarse del destino que había caído sobre él como un torrencial de desgracias. Aunque, como todo evasor, entendía que tales desdichas no se quedaron en Ávila y que lo perseguirían hasta el rincón más perdido de la tierra, también era consciente de que si volvía, esta vez no estaría su esposa esperándolo, así como tampoco encontraría resucitado a su hijo. Al perder su vida entera, allí en la ciudad, creyó que también tendría sentido perderse él mismo.
Tales pensamientos escarbaban la mente de Víctor, mientras su patrulla lo conducía a las afueras del municipio, cerca de los Sauces, hacia la casa en donde había ocurrido el incendio la noche anterior. Podía ver a lo lejos un humo blanquecino difuminarse en las alturas, pareciendo así fundirse con un plomizo cielo autumnal. Al costado de la carretera, las sierras nacían y morían constantemente, al paso del automóvil. Imágenes de rocas y arbustos secos ambientaban el camino aquella mañana.
— Son los Méndez— inició el comisario Andrade, señalando hacia el nacimiento del humo —, se trata de un matrimonio y dos hijos, Nataniel, de trece años y Victoria, de seis. Presumimos que no hay sobrevivientes.
— ¿Tienen familia? — preguntó Víctor.
— La señora vino sola desde Irlanda, hace unos veinte años. Y en cuanto al hombre, parece que era hijo único. Pero sus padres están muertos — respondió Andrade, inclinándose hacia adelante en su asiento y entrecerrando los ojos, como si eso le permitiera observar mejor la humeante casa, todavía a la distancia — De todos modos enviarán un equipo de identificación de la Benemérita… Y los de incendios de la local no se demorarán mucho más que nosotros en llegar — hizo una breve pausa — Laguna, no necesito pedirle que tenga preparado el perímetro para cuando lleguen. Ni que se cerciore de que su equipo preserve intangible la zona.
— No, señor, no necesita — dijo Víctor, lacónico, como de costumbre.
— Ya tengo suficientes sumarios como para pasar el invierno sin frío.
Cuando arribaron al predio notaron que la edificación ya no ardía en llamas, aunque de seguro lo había hecho durante toda la madrugada. Algunos bomberos, frente a la fachada, daban informe al primer oficial en llegar, mientras que otros todavía apuntalaban la vivienda. Los cadáveres del matrimonio Méndez, estaban siendo enfundados y esperaban allí, bajo la fina garúa que comenzaba a descender, que alguien autorizara su traslado a la morgue. El fuego podía haberse muerto, pero supo cómo llevarse consigo a aquellas personas. Víctor se acercó a su colega y le preguntó por los hijos de la familia.
— Sus habitaciones se desmoronaron —le respondió el oficial — No pudieron encontrarlos todavía… entre tantos escombros.
La mañana avanzaba, junto con la intensidad de la llovizna. Víctor Laguna coordinaba el aseguramiento de la zona, que incluyó la vivienda de los Méndez, una construcción auxiliar y un extenso terreno con patio y jardín. Luego de dar informe a los de investigación de incendios y a la Guardia Civil, procedió a indagar los alrededores de la casa, en busca de elementos e indicios. Pronto su inspección lo llevó al trastero de la familia, una edificación pequeña y de madera. Como el cerrojo carecía de candado pudo abrir la puerta sin esfuerzo.
Adentro, sobre las cosas rotas que la familia había acumulado durante años, colgando de la pared, un cuadro fotográfico adornaba la habitación, que no había sido tocada por el fuego. La imagen retrataba a la esposa del señor Méndez, con un bebé en brazos; una pareja de ancianos, quienes probablemente fueran sus suegros, a su izquierda; y un niño, seguramente su hijo Nataniel, a su diestra. Víctor observó el cuadro con detenimiento. Detrás de las personas se erguía una cabaña, a suficiente distancia como para que se pudiera contemplar la construcción entera. La madera en las paredes y el techo dejaban a obviedad que no se trataba de la casa de los Méndez. El paisaje montañoso en el horizonte hizo pensar al oficial que la fotografía pudo haber sido tomada no muy lejos del municipio.
De pronto, robó su atención un libro que aparentaba haberse caído al suelo. A diferencia de los demás objetos y del aire poluto, la encuadernación casi no tenía polvo en su superficie; por tanto, no llevaba mucho tiempo en el trastero. Tampoco había inscripciones en su portada. Lo recogió. Cuando lo abrió y hojeó su interior, contempló con asombro un desfile de imágenes con representaciones de criaturas aberrantes, desconocidas a sus ojos. Todas poseían diversas formas en su deformidad, pero guardaban un aspecto común: un halo demoníaco, plasmado en cada una de las infinitas manchas de tinta, daba vida a los grabados.
NOTITIA CRIMINIS
«Liber Fomori es un antiguo grimorio irlandés que data del siglo XVIII, consistente en un bestiario demoníaco y un conjunto de ritos de invocación…» El texto continuaba con más párrafos explicativos acerca del libro que Víctor Laguna había hallado en la residencia de los Méndez el mes anterior. Recordó que la señora Méndez había llegado desde Irlanda hacía ya veinte años, por lo que le pareció razonable que el grimorio le hubiera pertenecido. Recordó, además, un dato peculiar: dos páginas contiguas habían sido arrancadas del libro. Bajo la posibilidad de que pudieran albergar la descripción de un rito, que de algún modo estuviera relacionado con el incendio, se propuso descargar un ejemplar del Liber Fomori en formato digital; pero infortunadamente se encontró con la frustrante realidad de que no existían copias en ninguna biblioteca electrónica.
Si un tercero hubiera tenido acceso a dicha información y hubiera llevado a cabo actividades de índole religiosa especificadas en dichas hojas, entones era muy probable que las causas del incendio descansaran en la consciencia de algún asesino ahora mismo. Sin embargo, no había evidencia que sustentara esta última hipótesis. El informe del equipo de investigación fue claro al respecto, se trataba de un accidente. Sin indicios de terceros. Sin rastros de utilización de material acelerante. En definitiva, sin factores que aportaran a la consideración de la comisión de un crimen.
Un accidente. Pero cuando pensaba en ese niño, Nataniel, no podía comprender que hubieran cerrado la causa de forma tan conveniente. Gracias a la remoción de los escombros, habían logrado encontrar el cuerpecillo de Victoria Méndez, muerta por asfixia. Pero el destino de su hermano mayor, no había sido el mismo: «Desaparición con ocasión de incendio», rezaba el expediente, lo que traducido al español significaba que no tenían ni puta idea de lo acontecido con él durante aquella madrugada.
Recordó la fotografía familiar que encontró en el trastero del predio, fotografía en que Nataniel, tal como el resto de su familia, había quedado inmortalizado. Pudo ver el rostro del pequeño en su mente. No se parecía en facciones al de su fallecido hijo, pero se le parecía mucho en la candidez de su expresión, en la infantilidad que brotaba de su sonrisa, en ese par de ojos que fulguraban de esperanzas futuras. Y ahora… simplemente se le parecía en la clase de muerte que ambos compartían, tan temprana, tan injusta, tan amarga.
II
El hombre observa al niño yacer inconsciente sobre la silla; las luces están apagadas, no desea ver su inocente rostro, quizá ello pueda hacerle cambiar de opinión y dar marcha atrás. ¡Pero el pequeño es apropiado, lleva ropas andrajosas, tal vez ni siquiera haya quién se pregunte por él!
Es temeraria la forma en que un insignificante pedazo de metal puede provocar la destrucción masiva de tejidos y hacer que una vida salga a chorros por el mismo lugar en que acaba de entrar. Él conoce ese mecanismo perfectamente, incluso lo sabe por experiencia propia. De hecho, todo pensamiento en su mente parece reducirse a ese acontecimiento pasado. Debe disparar. Disparar y librarse así de esta penuria eterna.
El niño parece agitarse allí, sobre la silla que lo contiene. No le queda mucho tiempo más en estado de sedación.
Una voz penetrante comienza a pronunciar palabras en un idioma que el hombre desconoce. Sabe quién las recita. No sabe lo que significan. Pero conoce lo que señalan. Sólo tiene que cerrar los ojos y permitir que una maldita fibra de voluntad haga el costoso trabajo de gatillar…
Un sonido ensordecedor anuncia la conclusión del tétrico conjuro… que finalmente acaba.
Sonó el teléfono de su habitación. Era de la comisaría, le estaban informando acerca de la ocurrencia de otro incendio en las afueras, acaecido durante la madrugada. Para mayor asombro, la descripción de la familia era similar a la de los Méndez: un matrimonio con una hija de cuatro años de edad. Víctor quedó estupefacto. Con este caso, comenzaba a cobrar viabilidad la hipótesis del crimen. Si bien ambos escenarios tenían algunas diferencias, era improbable que dos incendios, con sólo un mes de distancia y ocurridos en el mismo municipio, fueran hechos aislados. Alguien se escondía con astucia detrás de los incidentes.
Fue el primero en llegar a la escena, era una casa inmensa. Esta vez los bomberos luchaban ferozmente contra el fuego. Mientras aseguraba la zona y alejaba a los curiosos de las cercanías, Víctor imaginaba el posible perfil de perpetrador. Un fanático o misionario. Tal vez estuviera realizando ritos o reproduciendo situaciones traumáticas de su infancia. Por eso buscaba núcleos familiares similares y…
¡Pero el grimorio no terminaba de encajar! ¿Había pertenecido a la difunta señora Méndez o al asesino? ¿Estaba en realidad relacionado con los incendios? Tampoco el paradero desconocido de Nataniel encajaba. ¿Por qué en esta nueva familia, si se trataba de una réplica del homicidio anterior, no se hallaba representado su rol?
Cerca del incendio había un sitio boscoso, que se elevaba junto con la sierra y bañaba con hojas otoñales a la tierra que lo sustentaba. Por un camino entre la vegetación amarronada se adentró Víctor, poco antes de que la Guardia Civil llegara para relevarlo. Pensaba acerca de las incongruencias de la investigación y buscaba rastros que delataran a un tercero. Sentía, incluso a esa distancia, el calor que emanaba del fuego. De a ratos, el viento le arrojaba olas sofocantes desde la casa. Poca importancia le daba a ello, mientras meditando inspeccionaba el terreno cercano al predio. Entonces, cuando casualmente se encontraba cuestionándose la relación del extraño grimorio con ambos casos, fue que las vio, corrugadas por mano de hombre, llevadas al ocre por el paso del tiempo, arrojadas al suelo, como si fueran un mensaje. Dos páginas hechas bollos se movían de un lado a otro, siguiendo el caprichoso recorrido del viento. Cuando las recogió del suelo, pudo reconocer la hechura del papel, la tipografía de la escritura y una ilustración siniestra similar a las que adornaban el Liber Fomori.
LA VERDAD REAL
Su trabajo había terminado. Sentía la satisfacción de saber que sus deducciones fueron acertadas, que en poco tiempo los equipos de investigación resolverían el caso y apresarían al responsable. La brisa vespertina se colaba por las ventanas de su automóvil, mientras conducía hacia su hogar. La tarde era dorada por el Sol, que se ocultaba a la distancia. El otoño había secado mucha de la vegetación allí afuera. Víctor podía percibir esa misma sequedad en su propia alma. Después del homicidio de su hijo, cuando decidió escapar a La Horcajada, se enfrascó en su trabajo durante meses, perdiendo contacto con allegados y familiares. La muerte del niño también había logrado matarlo a él en cierto sentido.
Reconoció una casa a lo lejos, al costado del camino. Era una cabaña. La había visto una vez, pero no recordaba cómo, ni cuándo. Los últimos haces solares parecían encender la mitad superior de la construcción lignaria. En el patio, el pastizal sugería la ausencia de personas en la casa desde hacía tiempo. Víctor tuvo que cruzar justo por en frente del lugar para que su memoria reviviera la imagen de la fotografía familiar de los Méndez. En efecto, en el retrato de la mujer, sus dos hijos y quienes fueran sus suegros, había podido entrever detrás la misma cabaña que ahora se erguía ante sus ojos. Era la casa de los padres del señor Méndez, sin duda alguna.
No se le había ocurrido antes la idea de indagar en ese lugar. Pero en caso de que Nataniel hubiera logrado sobrevivir al incendio por mérito propio, existía la posibilidad de que se hubiera refugiado en la casa de sus abuelos; así que decidió detenerse allí mismo y acercarse, con la esperanza de encontrarlo vivo adentro.
El silencio al otro lado de la puerta era intrigante. Víctor rotó el picaporte e ingresó. Dio su primer paso y se encontró en el comedor. La decoración y el mueblaje eran algo rústicos para lo que el frontispicio aparentaba. Pero sus ojos no se fijaron en el aspecto interno de la casa, sino en los ojos de otra persona, que se sentaba frente a la mesa y lo miraba. Era un niño con aspecto descuidado. Reconoció al asombrado semblante de Nataniel Méndez, detrás de las capas de mugre que cubrían su piel.
— ¿Estás solo?— le preguntó el oficial al pequeño— ¿Dónde está? —insistió, presumiendo la presencia de un captor.
— En el living —contestó Nataniel, dejando que sus facies manifestaran gestos de temor— Están en el living.
¿Acaso eran más de uno? Le indicó al niño que se escondiera. ¿Qué clase de criminales encontraría al atravesar la siguiente puerta? Se asomó con cautela, procurando no producir sonido alguno. Cogió el picaporte. Esperó unos segundos. Y luego abrió violentamente la puerta. Alzó su arma y apuntó a las siluetas humanas que al instante percibió. Segundos después, sus brazos comenzaron a descender, por efecto del asombro. Estaba justo en frente de tres personas a quienes había visto ser enfundadas y trasladadas a la morgue, muertas, hacía un mes. Los padres de Nataniel, el señor y la señora Méndez, junto a su pequeña hija se encontraban sentados en un sillón de la sala de estar… demasiado calmos.
— Por favor, oficial, no dispare a mi familia —suplicó Nataniel, mientras se le acercaba por detrás. Víctor dio media vuelta y aún conmovido por la reveladora escena, siguió con sus ojos el recorrido del joven, hasta donde el resto de su familia se encontraba.
— ¿De qué se trata esto? —interpeló Víctor, sin poder elaborar una pregunta menos estúpida. — Vosotros estabais muertos —concluyó.
¿« Estabais muertos»?. Qué ilógico confirmar tal hecho frente a aquellas mismas personas.
— ¿Cree en Dios, oficial? —dijo Nataniel, como si tuviera la intención de explicarle de qué se trataba eso.
— Por supuesto.
— Entonces también creerá en el Diablo… —el silencio de Víctor permitió al joven proseguir— Dios, para nuestra salvación nos pide siempre el sacrificio de nosotros mismos. En cambio el Diablo… Él nos exige el sacrificio de otros.
»Fue un accidente, lo sé. Pero no hubiera podido seguir viviendo con la culpa de haber provocado la muerte de mis padres y mi hermanita. No me importa si voy al Infierno por haberlos traído de vuelta a la vida con invocaciones del Fomori. ¿Usted no haría lo mismo si pudiera, oficial? ¿No traería a la vida a algún ser querido muerto?
Entonces, Víctor Laguna comprendió la razón oculta detrás de ambos eventos. El primer incendio había resultado ser un trágico accidente, al parecer provocado por Nataniel Méndez. Por eso la investigación no había sido concluyente para incendio intencionado. Mientras que el segundo, lo perpetró el mismo joven, empleando un conjuro del Liber Fomori a fin de resucitar a su familia, lo cual por más descabellado que pareciera, había resultado exitoso.
III
El niño yace muerto sobre la silla. La sangre, que desde su tórax brota, luce como una mancha negra que inunda de oscuridad el resto de su cuerpo. Nataniel sabe que es momento de cesar la plegaria de resurrección y dejar que la oscuridad actúe bajo el influjo del hechizo. El hombre que se encuentra a su lado se muestra profundamente compungido, arroja su arma al suelo y se arrodilla, implorando perdón divino.
Nataniel fija sus ojos en el rincón más oscuro, desde el cual una pequeña y grotesca criatura surge, arrastrándose unos instantes, hasta que cobra aspecto antropomorfo y su rostro, falto de toda humanidad, se torna en el de un niño. Este demonio, disfrazado de infante, se acerca a Víctor, quien al verlo, cree recuperar a su propio hijo, por lo que lo acoge entre sus brazos. Al presenciar tan macabro engaño de los espíritus, Nataniel empieza a cuestionarse la posibilidad de que lo esperen las mismas monstruosidades infernales cuando retorne a su hogar. Sin embargo, un pensamiento altamente inquietante termina sosegándolo. Y es que tanto él, como Víctor Laguna, también se han transformado en monstruos que habitan ahora los cuerpos en que alguna vez vivieron personas.
Relato admitido a concurso.