1
El sacerdote Valentín Jeremías se encontraba cabizbajo y con las manos entrelazadas. Tenía una sombra de barba en el rostro, resultado de un día sin afeitarse; algo que para él era demasiado tiempo. Una mosca se posó en su prolongada frente, pero no hizo ningún movimiento para asustarla. No había razón para sentirse más importante que aquel insecto, pues todos sus intentos de conseguir el perdón, todas sus súplicas y sus lamentaciones habían caído en saco roto.
—Padre Jeremías —dijo el obispo, un hombre cercano a la tercera edad. Estaba sentado al otro lado de la mesa, acompañado del cura Alejandro—, no conservo dudas de la sinceridad de su arrepentimiento. Y estoy convencido de que Dios sabrá perdonarlo. Pero no puedo volver a consentir que ponga en peligro los valores de la Iglesia. Logré protegerlo una vez. Paré la denuncia, expié sus pecados y usted prometió, bajo la atenta mirada de Jesucristo, no volverlos a cometer jamás.
Daba la sensación de que Jeremías lo escuchaba atentamente, aunque en realidad llevaba un rato concentrado en intentar llorar, demostrar con actos y no solo con palabras que su arrepentimiento era verdadero. Para ello trataba de empatizar con esos niños a los que había traumatizado de por vida.
—Lamento su situación —continuó el obispo—, pero he consultado con el cardenal Evaristo Pirri y me ha dado su bendición para llevar a cabo lo que considere oportuno. Es usted reincidente, y en los tiempos que corren debemos dar ejemplo. Deberá abandonar la iglesia mañana por la mañana, antes de la primera misa —sentenció el obispo, poniéndose en pie—. Después el padre Alejandro tomará posesión de la casa que le otorgamos en su día.
Tomará posesión…
Sin darse cuenta, el obispo le acababa de dar la idea para jugárselo todo a una última carta. Aquella que le había valido para meter miedo a muchos de quienes se había aprovechado. La carta del Diablo. “Necesito comprobar que eres fiel a Dios y que no has sucumbido al Diablo. ¿Has pecado? Porque cuando uno peca el maligno lo marca. Quítate la ropa y permite que te inspeccione. No temas, hijo mío. Él intenta dejar su huella en lugares difíciles de encontrar. Pero yo conozco todos sus trucos. Confía en mí. Si encuentro su marca, yo sabré como salvarte de sus garras”.
El sacerdote echó hacia atrás la silla y se arrodilló.
—¡Estoy poseído! —Gritó—. ¡Fue el Diablo! ¡Él me obligó a cometer esos actos! Una bruja pronunció un conjuro en el confesionario y el mal entró en mí. ¡Tenéis que ayudarme!
El cura Alejandro se giró y le observó, con una mueca entre pena y asco, caminar de rodillas.
—¿Y por qué ha esperado hasta ahora para mencionarlo?
—¡Porque muerde y me clava las garras cada vez que he intentado confesarlo! Pero se acabó, aguantaré su ira. ¡Necesito un exorcismo!
El obispo suspiró, aquella situación le cansaba.
—He sido benévolo con usted, Jeremías. Si el padre Alejandro me comunica que no ha abandonado la iglesia al finalizar la misa de mañana, avisaré a la policía, aunque eso me lleve a sacar a la luz asuntos que preferiría solucionar entre estos muros. Que Dios se apiade de su alma.
Valentín Jeremías se lanzó al suelo y comenzó a estirarse y convulsionarse entre gritos, suplicando ayuda y piedad. Pero su interpretación no fue lo suficientemente impactante para impedir que se marcharan. Tras unos minutos se rindió y quedó tendido de espaldas al suelo.
Observaba en silencio a los ángeles pintados en el techo.
Decidió hacerse sacerdote porque se sentía incapaz de controlar aquellos actos de depravación que le habían llevado a cometer locuras con su propia hermana. Creía que la fe le salvaría de convertiste en un ser repugnante. Pero en lugar de aplacar su más oscuro instinto, el trato con sus feligreses había despertado un voraz apetito que solo conseguía controlar en contadas ocasiones.
No quería ni imaginar en la clase de monstruo que podía convertirse si abandonaba el hogar de Dios.
Llevaría su última argucia hasta el final. Y prometió entregarse por completo a la ardua búsqueda del perdón divino si conseguía salirse con la suya.
2
Lo primero que hizo al entrar en la pequeña casa situada junto a la iglesia fue dirigirse a su habitación, descolgar el crucifijo del cabecero de la cama, colgarlo del revés y escupir a la cruz.
Debía invocar al Diablo, y cualquier muestra de negación y desprecio hacia su antiguo dios sería bienvenida por el maligno.
El plan, de hecho, el único plan con el que podría anular su excomulgación era demostrar que sus lamentables actos habían sido provocados por una posesión. ¿Pero cómo podía conseguirlo?
Trató de recordar sus escasos conocimientos sobre demonología. Aunque algo había estudiado era insignificante en comparación con la carrera de los exorcistas. Sabía que debía crear un escenario acogedor para su llegada. Que se sintiera honrado y orgulloso de haber sido invocado. Se preguntó si prestaría atención a la llamada de un sacerdote. ¿Por qué no? Supuso que nada le haría más satisfacción que llevarse al infierno el alma de un soldado de Dios.
Conocía la existencia de dos formas distintas de invocarlo. Una lenta, abriendo las puertas del más allá con mecanismos como el tablero oüija. Aunque estas puertas no le aseguraban que tuvieran conexión directa con el infierno. Por ellas podía entrar cualquier espíritu. Y él no buscaba almas, buscaba demonios.
Así pues, debía escoger la rápida. La que utilizaban las brujas de antaño en sus aquelarres. Usaban o dibujaban un pentagrama invertido que se convertía en una puerta para dejar entrar a Baphomet o a las criaturas del averno.
Bien, estaba decidido a escoger el camino rápido. Ahora necesitaba el cebo. Aquello que llamara la atención del demonio. Y para atraerlo, los herejes satánicos utilizaban…
El sacerdote tragó saliva. Las brujas sacrificaban vidas humanas para invocar a su señor. Pero no podía llegar a ese extremo. Ni hablar. Debería conformarme con un animal. Sabía que también los mataban para los contactos con espíritus del otro mundo. Lo que desconocía era si los animales estaban destinados para seres más débiles que los demonios. De hecho, era probable que el Diablo ni siquiera moviese un dedo por la sangre derramada de un gallo o un becerro.
—Maldita sea —se lamentó el sacerdote mientras recorría sudoroso la habitación de lado a lado.
No podía andarse con medias tintas. Solo tenía una noche para lograrlo. Una última oportunidad de salirse con la suya. Pero no sacrificaría la vida de un niño inocente. Su corazón podrido aún conservaba una vena palpitante que lo salvaba de ser un monstruo.
Debía encontrar a alguien que tuviera el alma condenada al infierno. Sí. ¡Eso es! Lo único que provocaría con el asesinato sería entregarla antes de tiempo al fuego eterno. Sin embargo él tendría después toda una vida para intentar salvar la suya.
Y lo cierto era que no le hizo falta pensarlo demasiado.
Se puso una chaqueta sobre la sotana y salió a la calle.
3
El sacerdote cerró la puerta después de que la prostituta entrara en la habitación. Tenía el cabello ondulado y rubio; su abrigo de piel terminaba sobre las rodillas de unas interminables piernas enfundadas en medias blancas de rejilla.
—¿Seguro que no vas a intentar calentarme nuovamente la cabeza? —preguntó la chica, quien aún colaba palabras de su Italia natal. Hubo una vez en la que el sacerdote caminó hasta ella, junto a la rotonda, e intentó aconsejarle de que diera fin a su mala vida y comenzara una nueva en el camino del señor.
—No. Ya te he dicho que hoy quiero ser tu cliente.
— È incredibile —dijo ella, dejando el abrigo y el bolso sobre la cama. Llevaba una camisa de escote generoso—. Eres el cliente más raro que he tenido mai, padre. ¿O prefieres papito?
—Como quieras. ¿Cómo te llamas tú?
—Samanta. ¿Qué ti piace, padre papito? —La puta se echó reír.
—Sexo —contestó Jeremías. Al Diablo le gustaba el sexo—. Sexo sucio.
—¿Cómo de sucio? —su sonrisa se apagó—. Yo hay cosas che no me dejo fare.
—Tan sucio que el Diablo quiera unirse a la fiesta.
La puta lo miró fijamente durante un instante, luego volvió a reír.
—Santa madona, vita di merda. ¿Quieres jugar a que tú eres el Diablo y me follas? ¿Me follas con tu rabo di demonio?
Jeremías sonrío. Le tranquilizaba verla reír.
—Necesito tu pintalabios —dijo el sacerdote.
Ella abrió la cremallera del bolso, extrañada.
—¿Te gusta… come si dice… maquillarte?
—Es para pintar una cosa en el suelo. Haremos el amor dentro.
Samanta rebuscó en el interior del bolso mientras susurraba palabras de sorpresa en su idioma. Cuando encontró el pintalabios se lo alargó al cura, pero cerró la mano antes de que él lo cogiera.
—Sono cinquanta euro. Y si me jodes el pintalabios me lo pagas.
El sacerdote, aún con el abrigo puesto, abrió un cajón del escritorio y le entregó a la puta un fajo de billetes que superaba el precio indicado. Ella los cogió, los contó con rapidez y observó al sacerdote con cierta curiosidad. Después guardó el dinero y le dedicó su sonrisa más exclusiva.
—Tutto bene. Pinta esa merda, padre. Andiamo a follar como bestias.
4
La prostituta se encontraba tumbada sobre el pentágono invertido dibujado en el suelo; se había hecho dos coletas, estaba desnuda y rodeaba al sacerdote con las piernas. Con una mano trataba de introducirse el flácido pene del cura, protegido por un preservativo de color azul.
—Oh, padre, questo se ha vuelto a bajar. ¿Quieres que te fare cosas? —sin esperar contestación se metió el pulgar en la boca y comenzó a chuparlo como si fuera un chupete. Al fin consiguió endurecerla lo suficiente para que entrase el cura en ella, aunque continuó sujetándosela con la mano para impedir que se saliera.
—Satanás, yo te invoco. Yo te ofrezco a Samanta para recibir tu llegada —Comenzó a decir Jeremías, entre torpes embestidas de cadera. Seguía vestido, pero sus pantalones estaban a la altura de los tobillos.
—Sí, sí. ¡Vieni Satanás! ¡Vieni qui y fóllame tú también!
—Mi casa es tu hogar. Mi carne es tu cuerpo. ¡Seas bienvenido, rey de las tinieblas! —Continuó el sacerdote, sin estar seguro de si estaba haciendo lo correcto o debía pronunciar otras palabras—. ¡Yo te entrego a Samanta a cambio de que me poseas! ¡Llévatela a ella y entra en mí!
El sacerdote cerró las manos en torno al cuello de la prostituta y apretó con fuerza. Ella le clavó la vista, asustada, y comenzó a pegarle para que aflojara la presión.
—Te la entrego Satán, te la entrego, te la entrego, te la entrego… —salivaba Jeremías, apretándole el cuello con todas sus fuerzas, sin hacer caso de los golpes que le propinaba la puta mientras él observaba cada rincón de su habitación a la búsqueda de alguna diabólica señal.
No dejó de estrangularla ni cuando los brazos de la chica cayeron inmóviles al suelo.
—¡Tómala, Satán! Es mi regalo. Es para ti. Haz con ella lo que quieras. Pero a cambio cumple mi petición. Y te traeré nuevas chicas —mintió, arrepintiéndose al instante.
Se sorprendió al encontrarse aún con las manos en el cuello de la prostituta. Sin dejar de observarla, la soltó. Los ojos de ella, aunque abiertos, delataban estar faltos de vida. Pero él seguía sin percibir ninguna presencia extraña ni en su cuerpo, ni en la habitación.
¡Seguro que la puta asquerosa le había dado otro nombre! Seguro que por eso no había dado resultado.
Se dirigió al cuarto de baño, situado en aquella misma habitación, lanzó el condón al retrete e inspeccionó el interior del bolso en busca de algún documento donde desvelara su verdadera identidad. Lo vació todo sobre la cama pero no encontró nada. En su lugar se fijó en dos diminutas bolsas transparentes. Una de ellas contenía unos polvos blancos, y la otra un par de pastillas de colores.
¿Podía ser aquello las drogas de las que había oído hablar tantas veces por televisión?
Al cabo de un rato dejó de buscar y observó el cuerpo desnudo de la prostituta, tumbada dentro del pentagrama. Aquella ofrenda debía haber sido el anzuelo para que el Diablo picara. Tenía que haber dado resultado. Y sin embargo, lo único que había conseguido era convertirse en un asesino.
Se preguntó si se arrepentía de lo que acababa de hacer.
La contestación le provocó un ataque de risa. No sentía lástima por ella. Solo por su fracaso. Solo y únicamente por él.
Ahora sí era un monstruo.
El sacerdote cogió las bolsas.
Ya que ahora no le cabía la menor duda de haber condenado su alma al infierno, al menos estaba en su mano dejar de hacer el mal.
Acabaría con su sufrimiento, con sus impulsos y obsesiones; acabaría con el monstruo.
Llenó un vaso con agua, vació en él la pequeña bolsa de polvos blancos y después masticó las pastillas de distintos colores e imágenes. Lo bebió todo de un trago, mojándose la barbilla y el cuello de la sotana.
Después se tumbó en la cama para esperar la muerte. Le molestó ver que el crucifijo seguía del revés, pero no iba a perder energías en colocarlo bien. El llanto le sobrevino por sorpresa. Se dejó llevar, era una sensación agradable. De hecho, ni siquiera recordaba cuándo lloró por última vez.
Al cabo de un rato se limpió los ojos y observó el techo. ¿Siempre había estado tan alto?
Sus pensamientos fueron silenciados por el latido de su corazón. Lo sentía bombear en la punta de los pies, en los dedos, en el vello de sus brazos, hasta su ano se dilataba y contraía al ritmo de sus latidos. Era como si sus órganos estuvieran haciendo una fiesta a golpe de tambor.
Las sombras de la habitación comenzaron a deslizarse. Lo hacían por el techo y las paredes, y cuando tocaban los muebles éstos se alejaban y se hacían pequeños.
—Ha dado resultado, padre papito. Él está aquí.
Jeremías se incorporó de golpe y gateó hasta los pies de la cama. La prostituta yacía en la misma posición, pero con los ojos en blanco y una siniestra sonrisa.
—Sal de su interior, entra en mí —susurró el sacerdote. Se tiró al suelo y sacudió el cuerpo de la muchacha—. ¡Entra en mí!
Al observar de nuevo a la puta, su rostro había recuperado la mirada ausente. Aquello debía significar que la había abandonado para entrar en su cuerpo. Se concentró en su propia respiración, se llevó la mano al pecho… y lo sintió. Estaba dentro. Y llenaba con su fétido aliento cada rincón de su ser.
Ahora era el momento de salir fuera a conseguir el perdón.
El sacerdote se levantó con torpeza y corrió tambaleándose hacia la puerta, pero en lugar de salir al exterior entró en el cuarto de baño.
Se topó cara a cara con su imagen en el espejo. Sus pupilas estaban tan dilatadas que ocupaban casi todo el globo ocular.
—No estás poseído. No te creerán —aunque la imagen del espejo movía la boca, Jeremías lo escuchaba ajeno a él. Como si una presencia extraña lo susurrase a su lado—. Los demonios tienen lengua de serpiente. Tú no. Producen heridas en la carne del hombre. Tú eres bello. No te creerán. ¡No lo harán! ¡No lo harán!
El sacerdote abrió un cajón y cogió unas pequeñas y afiladas tijeras de cortar las uñas.
—Conviértete en un demonio. Haz que te crean. ¡Tienen que creerte!
Se aceró las tijeras al rostro. La voz tenía razón. Debía parecerse a un demonio. Era la única forma de que lo creyeran.
5
El padre Alejando se encontraba dando su primera misa cuando Jeremías entró por la puerta principal. Su rostro estaba desfigurado por los cortes que él mismo se había producido con las tijeras que empuñaba. La sangre brotaba de sus heridas, empapándole el cuello y la sotana. A los primeros cristianos que se fijaron en él les sacó la lengua, con la punta cortada en dos como las serpientes.
El cura Alejandro calló de golpe al verlo avanzar por el pasillo de la iglesia. No lo oyó muy bien debido a los gritos de los allí presentes. Pero estaba convencido de que había nombrado al Diablo justo antes de que comenzara a atacar a los feligreses con las tijeras.
Y por su aspecto, supo que Valentín Jeremías había sido poseído por el maligno.
No se quedó a detenerlo.
Epílogo.
“Un sacerdote que supuestamente estaba poseído por el demonio mata a dos personas y hiere a otras siete. Dos de ellas se encuentran en estado grave” La razón.
“La policía necesitó hasta cinco disparos para acabar con la vida del sacerdote poseído. Aseguran que escupía espuma por la boca, y tenía el rostro y la fuerza del mismísimo Diablo” La vanguardia.
“El cardenal Evaristo Pirri impide que se le haga la autopsia a Valentín Jeremías, el sacerdote poseído, por temor a que el demonio escape de su cuerpo. El Papa muestra su deseo de realizarle un exorcismo antes de su entierro” El país.
“Se sabe que, en la noche anterior a los hechos, el sacerdote Valentín Jeremías estuvo realizando un exorcismo a una joven de quien se desconoce la identidad. El Papa confiesa que el sacerdote fallecido era uno de los nuevos exorcistas impuestos por el vaticano. Aunque no era oficial, Valentín ya gozaba del beneplácito del Vaticano para efectuar los exorcismos” La razón.
“Acusan al sacerdote poseído de pedófilo” El periódico.
“El juez Francisco Sánchez cierra el caso del sacerdote Valentín Jeremías, debido a que la persona denunciante no se ha presentado en el juicio” La razón.
“Valentín Jeremías, el sacerdote poseído, será nombrado Santo debido a su dedicación en la lucha contra las fuerzas demoniacas y por su sacrificio al salvar el alma de la joven” El País.
Fin.
Impresionante. Me rindo a tus pies. Un relato casi perfecto, salvo por un detalle: el epílogo. No lo creo necesario. Por eso, en lugar de cinco, le doy cuatro estrellas y media. Enhorabuena. Para mí, el mejor que he leído.
Bastante inútil