Nos dijeron que el tiempo lleva el rostro de una mosca, que somos hijos de un minero en cuyas canteras de carne se han moldeado a las criaturas que pueblan la tierra, que cada vida es el insignificante trozo de una estrella colosal que reina sumergido en el centro de un planeta oceánico.
Esto y más nos dijeron, y a pesar de las disensiones subrayadas por nuestra cosmogonía, el enemigo común amalgamó nuestros propósitos. Prometieron que la daga haría regresar al viejo curaca; su venida: augurio de libertad al albor de una nueva era. Así nos convencieron. Después de todo, ellos también fueron perseguidos, y aunque sobreviven parapetados en la cruz de los invasores, los desprecian tanto o más que nosotros.
Pero ellos no tienen nombre. La cofradía no existe. Los saberes que albergan jamás han sido escritos. Esto no ha impedido narrar la crónica de su promesa al resplandor danzarín de las fogatas, en la conjugación secreta de las décadas, a veces con un fervor capaz de mermar la veracidad de los hechos, no por ello menos reveladores.
La esencia misma de dicha promesa se materializó una tarde sepultada en las cenizas de nuestra propia historia; pues allí donde convergen el hambre y las hecatombes, bajo un firmamento en ruinas y un legado de laderas arrasadas, allí donde el parpadeo lacrimógeno de las madres riega la selva que enverdece el pie de la cordillera, en el último refugio del cóndor, el puma y la serpiente, allí debía llegar la daga del Garjelm.
En efecto, bajo la prohibición de relevar la reliquia, con órdenes precisas de entregarla en persona, el chasqui cruzó los pasos de montaña y los puentes colgantes de los riscos. Derrotó los embates del surazo y las rabietas de la lluvia. Apenas descansó las noches, pendiente sobre todo en racionar sus reservas de maíz tostado. Nada detuvo su marcha, hasta que al tercer mediodía se dio de bruces con aquel puñado de soldados guarecido junto al tambo al borde del camino.
—¿Hacia dónde os dirigís? —preguntó la mole barbuda calando la moharra de su lanza por mero instinto defensivo.
—Vilcabamba —contestó justo al extender el brazo con la credencial herida por el roce con las costuras de la chuspa.
El soldado secó la grasa caliginosa de su frente con el paño de la manga y se acercó cauteloso, aun cuando el cañón de un mosquete, apoyado en una horquilla, le brindaba cobertura desde el flanco izquierdo. Demasiadas veces una situación semejante había preludiado sangrientas emboscadas.
El indio sacó una hoja de coca. Masticó lento con el sol escociéndole desde una altura cenital, acentuando las sombras por debajo del ceño prominente y la nariz combada, mientras observaba el vaivén exagerado de aquellos ojos que fingían leer y que al instante, con el alivio de quien sobrevive a morir ahogado en un mar agitado de signos, se petrificaron sobre el sello lacrado del virrey.
—Allí solo encontraréis un montón de piedras tristes —afirmó el infante atragantado por el deseo de atravesarle el pecho.
—Sí, hace meses las hemos pasado a todas por la pica —añadió otro tocándose la entrepierna.
El chasqui no reaccionó. Antes de reanudar la senda, se abstrajo al vuelo ermitaño de una guayata, conturbado por el mal presagio del avistamiento, la misma ave que, minutos después, el pequeño Achiq contempló a lo lejos con la espalda apoyada sobre la pared de adobe, resguardado a la sombra bajo la cornija de totora de su casa.
—Abuela, ¿por qué viaja sola? —Señaló la guayata—. ¿No era que siempre andaban en pareja?
—Que viaje sola no significa que lo esté.
—Si me elige, ¿me acompañarás?
—Tranquilo, no elegirá niños. —Lució una sonrisa que acentuó las arrugas de sus mejillas y que pretendía ocultar esa misma inquietud.
—Pero yo quiero ir a Hanan Pacha —insistió Achiq.
—Eso es porque eres muy valiente.
El niño empezó a dar golpecitos alegres en el muro. Colocó la cabeza en la panza de su abuela que, a su vez, la rodeó con los brazos.
—¿Cuándo llegará Atahualpa? —preguntó alzando la vista con el mentón anclado a la boca del estómago de la anciana.
—Tu hermano, que todos los apus le protejan, debería llegar antes del atardecer.
El nieto siguió frotándose el rostro en el abdomen de la abuela, mientras esta le ignoraba para intentar predecir las circunstancias de su nieto mayor. Observó la cima pelada del cerro y deslizó los ojos por la pendiente pronunciada que acababa en el templo, la única construcción de piedra de una aldea erigida por cuatro casas en torno a una plaza central.
—Ahora ve, Achiq, es tu turno —dijo la anciana al ver que una de las servidoras del curaca hacía señas bajo el dintel de la puerta del templo—. ¡Y no te distraigas, las moscas son traicioneras!
Corrió descalzo. Imaginó que superaba la velocidad de su hermano, que incluso de un salto podía atravesar los lagos y llegar desde la cima de una montaña a la otra.
El sol escoraba hacia el oeste cuando el chasqui desvió por un sendero de tierra que acababa en un matorral salpicado con árboles de cascarilla. Avanzó como un rayo bajo la sombra constante del amasijo de copas que rayaban las nubes y le hacían perder la noción del tiempo. La densidad de los arbustos desapareció de golpe en un yermo arañado por un riachuelo. Descendió por la linde con el sol de frente y la brisa fresca dándole en las mejillas. Paró solo a beber una vez. El dolor en las piernas no fue aliciente para detener el ritmo. Cruzó por el embalse, con el agua a la altura de las caderas, y se adentró por el soto cuesta arriba. Al poco emergió el claro inmenso rodeado por una flora robusta, muralla natural en cuyo centro resplandecían, diminutos, los techos de totora y las paredes de piedra del templo alineado con el cerro al fondo. Un círculo de tejedoras que trabajaba el único fardo de alpaca tensado en los telares, penoso contraste de las capacidades del viejo imperio, le dio la bienvenida. El microclima seco asestó el golpe final que le hizo sentir en casa.
—¡Atahualpa! —El prioste de la cofradía extendió los brazos a lo lejos, la potencia de su voz acalló el bufido de las llamas que pastaban en libertad—. ¡Al fin!
Su abuela salió provista de un cuenco con harina de maíz batida en agua y dos papas asadas, esperando que su otro nieto no descuidara las labores al servicio del curaca, tentado a salir en busca del abrazo de su hermano.
—Hoy mismo volverá de entre los muertos —afirmó el prioste al recibir la daga, sintiendo el calor del mango traspasando la tela que la envolvía.
Achiq había oído el murmullo, sin embargo, también comprendía la importancia de su tarea, impidiendo a los insectos tomar siquiera un miserable milímetro de la piel de su ancestro. Acercó la nariz para olfatear el aroma de las resinas y el tanino que desprendía el cuerpo acuclillado sobre la superficie plana de la roca. Intentó encontrarle más allá de sus ojos, por detrás de esa mirada de pan áureo que perforaba los días y las noches. Le pudo más el hambre que la curiosidad. Achiq dio un bocado a una de las yucas puestas en abanico frente al cadáver, probó también el mote con una pizca de remordimiento.
El murmullo del exterior se hizo más fuerte. Pudo tragar antes de que el mayordomo de la cofradía pusiera pie en el interior del recinto, acompañado por dos aldeanos con la piel sembrada de costurones de viruela. El niño lamentó que su hermano no estuviera entre ellos, ni tampoco fuera.
—¿Por qué no ha venido a saludarme? —cuestionó a su abuela.
—Lo siento, Achiq. Ha comido rápido y descansado un momento, nada más. Tenía que subir al cerro antes del atardecer. —El niño dejó caer los hombros—. Pero lo verás en cuanto subamos.
Los aldeanos salieron del templo con el curaca en andas, guiados por el mayordomo. Una fila de supervivientes, vértebras de un ofidio esquelético, le siguieron en una procesión solemne por la ruta escarpada que llevaba a la cumbre.
—¿Y cuándo subiremos, abuela?
—Ni bien me ayudes a cargar los troncos para a encender la hoguera de la plaza.
—Pero nos lo perderemos todo.
—No si me ayudas bien.
Achiq no paró de correr. Nunca había demorado tan poco en apagar y retirar las ascuas del interior del círculo de piedras donde la anciana vio el documento a medio quemar con el sello del virrey. Apreció la perfecta falsificación en la consistencia del lacre, en cada una de sus curvas, y de pronto, un regocijo arremolinado en el pecho le hizo sentir más joven. Nada podía producirle mayor satisfacción que engañar a los invasores, su única forma de venganza luego de tantas tribulaciones y pesadillas.
Al acabar, abuela y nieto lidiaron con los obstáculos de la pendiente; cantos filosos, desprendimientos y ramas oblongas obstaculizando el atajo por el que Achiq insistía transitar. Las dificultades ponían en evidencia el lastre asido a su mano.
Tras una franja de queñuales dispersos, a pocos metros de la cumbre, la brisa transportó fragancias de resinas y tanino junto a una voz apolillada. Dio unos pasos más, entusiasmado y desecho ya del alcance de su abuela, hasta que el ángulo le permitió vislumbrar la magia prometida por los cófrades. La silueta del curaca moviendo los brazos, de pie, alzado a contraluz sobre las pinceladas rosas y anaranjadas de las nubes. La daga clavada en su frente. Una vehemencia arrolladora que cerraba el paréntesis de un siglo de silencio y perfecta conservación.
—No lo recuerdo así —musitó la anciana en cuanto anudó los recuerdos que le daban cuenta de ser la única que le había conocido en vida—, era más pequeña que tú... —Dudó con un suspiro estremecedor.
La cuesta se aplanó bajo una piña de mujeres y hombres, en su mayoría renegados de las diferentes panacas del Tahuantinsuyo, postrados junto a unos pocos españoles ante la gloria de su efigie. Anciana y niño se hincaron a la retaguardia de los neófitos encapuchados. Achiq buscó la mirada de su hermano, quien hinchaba el pecho de ansiedad y orgullo para ganar el pase y engullir los caminos innaturales que harían recobrar el equilibrio del mundo.
—¡llevadme a mí! —exclamó Atahualpa—. Yo he portado la daga, yo soy a quien la dignidad de Inti depara el destino.
—¿Inti? —El Garjelm giró la cabeza en una contorción desnucada que silenció el alboroto nasal de todas las respiraciones—. Habéis amañado la credulidad de estos pobres inquilinos.
—Mi señor, han diezmado nuestras capacidades —excusó el hermano mayor de la cofradía—, hemos sido obligados a escondernos en estas tierras lejanas.
—No puedo cargar con una lumbre que ignora los propósitos que se le exigen.
—Todos están dispuestos a pagar el precio, mi señor.
El Garjelm volvió la cara por encima de su pecho y midió el temple en el brillo multiforme que habitaba en cada carne arrodillada, a la manera de los campesinos que saben determinar el momento exacto de una buena cosecha. La miga de luz intensa al fondo llamó su atención.
—Tú.
La anciana volvió a tomar la mano de Achiq. Fue incapaz de distinguir cuál era la palma que había empezado a sudar.
—Ven, Thiri-nor.
El niño se puso de pie, su corazón aceleró y, con él, un aluvión de emociones le embriagó de valor. Atahualpa ladeó el rostro, en un gesto que delataba temeridad, para encontrarse con la imagen de su hermano despuntando sobre un lago de capuchas.
—No. Llévame a mí, he dicho. —El temblor de su voz no le restó fuerza al tono amenazante.
El cadáver ignoró el reclamo. La anciana titubeó en cuanto Achiq dio el primer paso adelante.
—Por favor, es solo un niño —suplicó la abuela.
—Por eso es la mejor opción, inquilina, ninguno de vosotros ha sido preparado —afirmó el Garjelm—. Las certezas que arrastraríais de este estercolero al que llamáis mundo os haría estallar al otro lado, no sabríais reteneros sobre vuestra propia conciencia. —Orientó una expresión paternal hacía el chasqui—. Lo echaríais todo a perder.
Atahualpa se mantuvo en el frío glaciar de aquella mirada muerta, una fuerza avasallante entonando el aire como las cumbres nevadas que sobresalían en el horizonte.
La luz ya se sumergía por el borde de la tierra cuando el Garjelm tomó la mano del niño. La anciana, con todo el peso de la impotencia aplastando su insignificancia, comprendió esa verdad que a veces brota solo por irrigación de la mentira. Y he aquí nuestra confianza hecha añicos. Nuestra gente necesitaba creer, por otro lado, ellos necesitaban un muerto donde alojar a su señor. Nada hubo de los dioses que hemos fraguado en los yunques de nuestra imaginación. Nada hubo ni del crucificado de los invasores. Nada hay salvo los demiurgos que habitan en palacios inaccesibles, aun por atrás de los bordes de la locura. Y apenas una ínfima gota de esa verdad tuvimos que verla con nuestros propios ojos. La abrazamos, no tuvimos mejor alternativa.
Achiq dirigió a su hermano un gesto con alusión a despedida. Recostó la espalda encima de un uncu que el prioste había desplegado en el suelo, mientras el hermano mayor de la cofradía entonaba la oración del Thiri-nor en aquella lengua que solo el Garjelm y los miembros de la hermandad podían comprender.
—No permitáis que su cuerpo muera, o todo su esfuerzo habrá sido en vano —advirtió el Garjelm.
—¿Volverá? —preguntó Atahualpa.
Otra vez el cadáver le ignoró. Luego se dejó vencer por las corvas de sus piernas escuálidas y mustias. El pomo esférico de la daga, rodeado de espinas, ocupó el centro del campo visual del niño. Aquello no le amilanó. La sombra sobre la cabeza, por el lado de su cabello, realzó el celeste de un cielo picado de nubes al que la noche fue ganando terreno por oriente. Pronto emergió un mango blanco que prologaba el brillo dorado del recazo. Las pupilas de pan áureo del Garjelm se posaron en las suyas, con el corazón acompasado al mantra que acariciaba los segundos, la percusión tribal en el pecho, en la pausa que le abstrajo del miedo visceral a lo desconocido. Fue ahí cuando el Garjelm extirpó la daga de su frente y, con el oro de la hoja impoluta, de un movimiento vertiginoso, la ensartó directo entre las cejas del Thiri-nor. El cuerpo del curaca se desplomó en el acto.
La hoguera de la plaza no atemperó las angustias de la noche. Atahualpa vomitó sus lágrimas en solitario, a orillas del embalse. Su inicio apresurado en la hermandad tampoco calmó la sed de conocimiento acerca del numen hecho piel y huesos, el emisario de las imposibles entrañas del cosmos. Ni siquiera los cuidados que dedicó a su hermano pudieron sustituir ese abrazo que jamás tuvo lugar.
El cuerpo del niño permaneció en idéntico estado. Nadie supo explicar la naturaleza de su condición, acaso en el intersticio de la vida y la muerte. Lo cierto es que nunca fue pasto de las moscas. Sin pulso, sin respiración, y aun así, un niño fuerte y saludable durmiendo la siesta al margen del puñal clavado en su cráneo.
Recién a la segunda década, se descubrió que los espasmos, en alguna extremidad, sucedían al azar una vez por año cuando menos. Para entonces la aldea ya había sido consumida por el fuego de los invasores. Vaya a saberse los derroteros que albergaron la diáspora definitiva de nuestra estirpe. El famélico impulso de ampliar la zona de influencia del corregidor nos empujó a optar por los peligros feroces de la selva o la abyección de las reducciones gobernadas por la cruz y el plomo. Aunque ninguna alternativa restó importancia a la posibilidad de ser devorado por los túneles del Potosí.
Sí sabemos de Atahualpa que vagó la aridez de los años con su hermano a cuestas. Conocedor de todos los caminos y encrucijadas, huyó de los tentáculos extendidos desde la ciudad de Lima. Hizo de la cordillera su casa, de la hospitalidad de los alfareros su familia. Fue nombrado consiliario en las fauces de un volcán, y aprendió cosas que hubiera deseado borrar de la memoria. Aun así, el caudal de su conocimiento apenas abarcaba una vaga noción de las tensiones y vilezas que dieron lugar a las primeras nebulosas.
Qué hay de admirable y majestuoso en los instintos celestiales de las tres bestias que dominan la existencia. Quién en su sano juicio renunciaría a luchar en la guerra clandestina de las lumbres que añoran su libertad. Quisieron las turbulencias de los acontecimientos que acabara convirtiéndose en el hermano mayor de la cofradía.
Envejeció.
El mito de un niño eterno, embalsamado en vida por el oro de una daga milenaria, se divulgó en capillas y posadas. Solo el preciado metal motivó la expedición de aventureros afiebrados de avaricia. De estos no sabemos nada.
En cambio, sí sabemos que justo cuando Atahualpa había perdido la esperanza, decrépito y rendido al umbral de su último aliento, observó los párpados de su hermano abriéndose de par en par, al alba de un día cualquiera de primavera, tras una convulsión de espanto que sobresaltó cada uno de sus huesos. No obstante, el fogonazo de vida no dio paso a ninguna emoción feliz, porque desde el fondo de sus pupilas, como lóbulos ocelados de una mosca deforme, regurgitaron las dentelladas rutilantes y frías de un orbe que embraveció las mareas desproporcionadas que ahogaron al niño hasta la muerte.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.