Majnun e mumia
Por oriente empezaba a despuntar la primera luz de la mañana pero allí, al cobijo de las grandes rocas, todavía persistía la oscuridad de la noche, que la creciente claridad iba diluyendo. Ahmed se estaba impacientando.
En cuclillas ante su botín, volvió a echarle una ojeada, en fila sobre la tira de lienzo que en sus buenos tiempos había sido un turbante: tres estatuillas de loza azul… sin duda perdidas o pasadas por alto por otros ladrones de tumbas… porque era lo único que quedaba en el cuarto al que lo condujo un largo y angosto pasillo cuya entrada topó abierta en la roca, obvia y accesible. No había encontrado nada mejor. Tal vez la zona, al contrario de lo que habían pensado, ya estuviera agotada.
Las pequeñas estatuas eran iguales en aspecto y tamaño. Un hombre fajado de arriba a abajo, con un paño en la cabeza cayendo sobre los hombros y parte superior de la espalda y tallados sobre el pecho, los puños cerrados sujetando una especie de azada. Había una línea vertical desde ellos a los pies con esos extraños signos que había visto pintados en algunas tumbas.
Mientras esperaban en la trastienda a ultimar el negocio, le había oído decir al anticuario copto, que hablaba con un cliente en la parte delantera, que se trataba de una antigua escritura. Por primera vez, admitió para sus adentros que le gustaría entenderla. Saber sobre aquellos reyes y príncipes infieles tan ricos y remotos. Pasó otra vez la mano por la superficie vidriada de sus hallazgos, lisa y fría. ¿Por qué tardaba tanto su primo Yusuf?
La idea de buscar por separado y luego reunirse ya no le parecía tan buena ¿Habrían cometido un error propio de novatos? Podía haberse perdido en alguna tumba grande, haber caído en un pozo, o derrumbarse una pared ruinosa sobre él. Se levantó con un brinco, asustado de sus pensamientos. Había parecido tan fácil… bajar al valle y buscar… todo el mundo sabía que la montaña estaba horadada de tumbas y desde niños no escuchaban más que rumores y cuentos sobre sus tesoros fabulosos.
Ahora los infieles, llegados en cantidades crecientes desde la partida del general francés invasor, antes de su nacimiento, pagaban grandes cantidades por las antigüedades que tanto codiciaban. Ahmed sonrió al recordar que algunos incluso les colaban falsificaciones a los más ingenuos. No debía ser tan difícil, estas cosas seguían un patrón. Ellos habían quedado en llevar el botín al anticuario copto que vivía en su barrio y él abastecía así a sus clientes kafires.
El sol estaba alzándose, esparciendo luz dorada y rojiza en la que se perfiló una silueta delgada bajando por el roquedal. Levantó y agitó el brazo, al tiempo que gritaba su nombre: ¡Yusuf!
Cuando llegó a su lado le preguntó y la respuesta fue mostrarle el gurruño de tela que apretaba contra el pecho, el cual una vez desenvuelto reveló un precioso collar de oro y piedras rojas. Sus estatuillas le parecieron pobres bagatelas en comparación.
—¿Dónde lo encontraste? ¿Hay más?
Yusuf parecía ausente, abstraído, con la mirada perdida en un punto lejano e indefinido.
—Ella me lo dio.
—¿Quién?
—La princesa.
—Qué princesa? ¿Dónde está su tumba?
—No lo recuerdo — murmuró.
—¿Te perdiste?
Al rato, asintió con la cabeza.
—Bueno, llegué a temer que te pudieras haber encontrado con la banda de Hasan, no le gusta la competencia — contempló el árido entorno— pero esta zona solo la visitamos tú y yo, está muy apartada pero hay tumbas también. Lo peor es la caminata, pero ese collar lo compensa todo.
Yusuf no parecía ni la mitad de contento que él, más bien nada, una neutralidad soñolienta.
—¿Qué te ocurre? Pareces tan triste ¿No te gusta lo que hacemos? No te entiendo, fuiste tú el que lo propuso, harto de cómo se pavonea Hasan con su fortuna ¡Mira lo que has encontrado! Pronto tu casa estará tan bien reformada como la de tu vecino y nuestras madres y hermanas lucirán también bonitas telas y caras joyas. No tendremos que ser aguadores ni vender melones como nuestros padres, no nos partiremos el espinazo de sol a sol, ¡Montaremos nuestros negocios y seremos mercaderes!
El chico permaneció impertérrito ante el listado de expectativas creadas. Ahmed le arrebató el collar y lo colocó sobre sus figuritas. Entonces, su ceño se frunció y su diestra hizo presa sobre la túnica raída de su amigo.
—¿Qué te pasa?— Ahmed se giró hacia él— ¿No te fías de mí? Puedes llevarlo todo tú, si quieres. Recuerda, vamos a partes iguales.
Yusuf le soltó, dejando caer el brazo con languidez, como si de repente le pesara mucho.
—Vamos al anticuario. Si tardamos demasiado, nos echarán en falta— concluyó su primo.
Llevaban un mes saliendo a escondidas en la noche y era la primera vez que encontraban algo de valor. No tenían miedo y procedían con sigilo. No querían que Hasan, vecino de Yusuf, se enterara. Todo el barrio sabía que su repentina riqueza se debía a que había empezado a dedicarse al expolio, liderando una banda que se había especializado en ello. Seguro que no le agradaría saber que dos mocosos habían decidido entrometerse en sus dominios. El plan de estos era mantener su actividad en secreto hasta haber reunido una cantidad de la que sentirse orgullosos, y entonces comenzar a emplearla.
Después de tantas jornadas infructuosas, Ahmed y Yusuf acababan de tomar como objetivo el Valle Seco, detrás de las montañas occidentales al pie de las que se extendía el pueblo hasta la orilla del río, donde los pescadores se afanaban en sus falúas. El Valle Seco que no tenía senderos, porque desde tiempos pretéritos se evitaba pasar por semejante pedregal a desmano.
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Nunca habían visto tanto dinero junto y Ahmed lo ocultó en un tarro viejo en la azotea, en un hueco de la esquina mellada, tras la esteras en desuso que su madre había dejado allí medio olvidadas. Su padre le informó que debería empezar a acompañarlo. El regresar agotado reforzó su idea de no ser aguador. Le dijo a Yusuf que no saldrían por unas noches, hasta que se acostumbrara al nuevo oficio. Aceptó.
Al cumplirse la semana, despertó una noche con brusquedad. Como golpeado por una intuición. Ya era verano y dormían en la azotea. Se asomó al borde del pretil. Un chacal aullaba a lo lejos. Su casa era la última en el camino hacia la montaña. Una lucecita se deslizaba en la negrura hacia allí. Reconoció la manga azul holgada que cubría el brazo cuya mano sostenía la lámpara, así como el caftán a rayas que iluminaba. Así que Yusuf había continuado con las salidas nocturnas… el sentirse traicionado por su primo y amigo le dolió más que los pies hinchados.
La tarde siguiente, mientras padre recitaba sus oraciones vespertinas, se escabulló hasta el zoco y el puesto de melones del padre de Yusuf. Pero no estaba con él. Entre manotazo y manotazo para apartar las moscas de la fruta, le contó al sobrino que su hijo estaba enfermo.
Cuando Yusuf salió a recibirle a la puerta de su casa, no tuvo la menor duda de ello. Aunque era más bien flaco de constitución, había adelgazado todavía más, estaba pálido y sus ojos se habían hundido en las cuencas ojerosas. Era la viva imagen de la consunción.
—Pero, Alá nos valga ¿Qué te sucede, hermano?
Yusuf se dispuso a cerrar la puerta en sus narices pero Ahmed se interpuso entre el marco y la hoja.
—Espera— bajó la voz — Sé que sales tú solo, Por qué no me has avisado?
—Aparta.
—¿Has encontrado algo más?
Yusuf le dio un empellón y cerró. Tenía tan poca fuerza que Ahmed podría haberse resistido e impedir que cerrara, pero no quería llamar la atención.
Por la mañana, el chico oyó a su madre hablando en el zaguán con la anciana Fatma, la viuda limosneaba y cotilleaba a partes iguales. Le decía que su sobrino político parecía un fantasma. En cuanto pudo, arriesgándose al castigo, Ahmed dio esquinazo a su padre para correr de nuevo hasta casa de su primo. Le llegaban las voces desde el interior mientras esperaba, esta vez tuvieron que porfiar para que saliera a verle.
—Yusuf, hermano, dime que te ocurre. La gente está empezando a preocuparse.
—No me pasa nada— suspiró.
—Coge algo de tu dinero y buscad un médico. Lo necesitas.
—Si así te quedas tranquilo, lo haré.
—Y no salgas de noche, es peligroso.
La risita gangosa que Yusuf soltó le dio escalofríos.
—¿Eres ahora mi madre?— le contestó a continuación.
—¿A dónde vas? ¿Sigues buscando tesoros?
—Ya tengo uno.
—¿Has encontrado más joyas?— Ahmed se le acercó confidencial pero reculó al percibir que hedía como una carroña, más su ropa que el cuerpo.
—Claro, ella tiene muchas.
—¿Ella?
—La princesa.
—¿Dónde está enterrada?
—No lo sé… está sola y es tan hermosa… yo le hago compañía…
—¿Qué dices?
—Me quiere, y yo a ella. Casi no puedo esperar a que caiga la oscuridad para regresar a su lado… lejos de todos, en la paz de su morada…
—Pero, ¿Qué dices? Estás loco, seguro que tienes fiebre. De verdad, ¿No te ves, no te escuchas? Necesitas un médico, y no salgas de noche solo, si te pasa algo, no tendrás a nadie que te ayude…
No supo encontrar palabras más adecuadas para expresar su preocupación mientras salía disparado a donde su padre, que temía le andaría buscando enfadado.
El hombre tuvo paciencia y fue comprensivo, considerando que su hijo todavía era apenas un niño, aunque como castigo, le hizo acarrear el cántaro más grande. Ahmed se sentó en el borde del pilón después de llenarlo.
—Recuerdo la fuente anterior, estaba un poco más lejos… por allí…
Su padre miró en la dirección que señalaba.
—Sí, hijo, buena memoria, eras muy pequeño cuando se secó, nacía en el Valle Seco.
—¿Hay tumbas intactas en él, verdad?
—Hasan ha encendido un fuego en los chicuelos del pueblo difícil de ignorar. Estáis todos igual. Te prohíbo que subas a la montaña a buscar tesoros, es peligroso.
—¿Y en el Valle Seco?
—Menos todavía.
—¿Por qué, padre?
—Es un lugar maldito. ¿Por qué crees que nadie es tan osado como para hollarlo? Siempre se ha contado que lo habita un yinn.
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Ahmed bajó a la calle con cuidado de no despertar a su durmiente familia. Había luna llena barnizando de plata oscura todas las superficies, proyectando sombras. Acechó con los ojos bien abiertos, sin que el sueño intentara siquiera rozarle porque estaba muy alerta.
Pero Yusuf no se presentó. ¿Habría hecho caso a su consejo? ¿O su condición habría progresado y estaría tan enfermo que no pudiera ya ni caminar? ¿Y sí había salido esta noche por otra calle, dando un rodeo? No sabía que pensar, todo era posible.
Vara en mano, con la lámpara en la bolsa, Ahmed emprendió la búsqueda. Hasta que se apartó del camino principal no tuvo miedo. Pero mientras se dirigía a él, la aprensión aumentaba porque ahora veía el Valle Seco con otros ojos. Se apresuró.
No por esperado fue menos sorpresivo, pero divisó a su primo alejándose de la peña afilada donde la última vez se habían separado, para tomar diferente ruta en el valle. El caftán blanco a rayas azules destacaba en la penumbra lunar. Aparte de que solo ellos dos habrían tenido la ocurrencia de venir hasta allí. Y a esas horas.
Trató de que no le viera, aunque Yusuf avanzaba sin mirar atrás, con paso decidido. Ahmed le seguía, medio agachado y aprovechando cada saliente, cada irregularidad, para ocultarse mejor por un momento y, una vez seguro de no haber sido descubierto, continuar tras él.
Así alcanzaron una ladera empinada. De repente, Yusuf dio media vuelta y Ahmed supo que le había visto porque nada lo escondía de su visión. Corrió a abalanzarse sobre su primo, que cayó ante su impulso y rodaron intentando sujetarse los brazos mutuamente.
—Yusuf, regresa conmigo. Tenemos que salir de aquí.
—¡Suéltame! ¡Ella me espera! ¡Tengo que ir!
Ahmed se preguntó de dónde sacaba fuerzas aquel despojo, porque en un intento de incorporarse, aprovechó para clavarle el pie en el estómago y le lanzó hacia atrás dejándole sin aliento por un instante, mientras caía sentado. Cuando se recuperó un poco y se desdobló dejando de abrazar su torso dolorido, Yusuf trepaba ladera arriba medio a cuatro patas.
El chico buscó a tientas la vara y su sandalia que había salido volando durante la lucha. Las piedrecillas removidas por el paso del intruso habían dejado visible la tierra más clara de debajo, creando un sendero que destacaba bajo la luz de la luna.
Ahmed siguió tal huella hasta la cima, en forma de parapeto natural. Las paredes rocosas formaban como un embudo más adentro. Allí había una grieta vertical, a la izquierda. La noche clara también ayudaba a distinguirla. Al aproximarse vio que era más ancha de lo que aparentaba. No había otra salida, así que ese debía ser el destino de su primo y amigo.
Al asomarse vio un escalón tallado. Encendió la pequeña lámpara y engarfió el índice en su asa, así la enarboló delante de él para alumbrar el camino alejando la negrura absoluta de un pasillo descendente. El piso estaba lleno de sedimentos de antiguas riadas que hasta allí se habían filtrado, colmatando el pozo en que terminaba, casi hasta el borde. Así pudo pasar al otro lado sin gran dificultad y cruzar la entrada en cuyo marco estaban inscritos los signos misteriosos y en el dintel un disco rojo alado. La pequeña cámara de paredes desnudas y pulidas en la que se introdujo estaba vacía, pero al fondo había una puerta de madera de doble hoja, entreabierta.
Cuando movió un poco el panel, creyó que la reliquia se desmoronaría pero la madera descolorida resistió el contacto. Tras ella más escalones descendentes, casi verticales. El polvo era más fino en el centro, donde los pies de Yusuf también lo habían apartado. El silencio era tan denso, que Ahmed podía oír su respiración agitada resonando contra las paredes.
Tras unos instantes de duda, bajó con cuidado. Su lamparita de adobe apenas iluminó las tinieblas de la nueva habitación donde una gran caja dorada reposaba, con la misma forma de persona fajada que las figuritas vendidas al anticuario. Había objetos preciosos, cofres y cajitas pintadas esparcidos alrededor. La tapa apoyada a un costado tenía un fino rostro tallado cuyas negras pupilas brillaron a su llegada reflejando la fuente de luz que traía.
Lo peor se alzaba contra la pared; emergiendo de un montón de harapos se encontraba la momia medio desvendada de una mujer esquelética que se intuía joven, con una larga cabellera de color castaño oscuro, aunque las puntas se habían vuelto cobrizas, cayendo a la espalda hasta las caderas. Las clavículas y las costillas se marcaban con macabro esplendor bajo la piel reseca y amarronada. En el vientre hundido se perfilaban los contornos óseos de vértebras y pelvis, los pechos reducidos a dos colgajos semicirculares pegados sobre el torso. Las manos largas y huesudas reposaban una sobre otra cubriendo la entrepierna y las uñas ovaladas tenían un ligero toque amarillo. Yusuf estaba tendido a sus pies. Los ojos cerrados, muerto y sonriente.
Aterrado, Ahmed sintió que bajo sus párpados entrecerrados, la mujer lo estaba mirando. Sus piernas deseaban huir, pero sus ojos querían observar aquel portento. A la luz temblorosa, porque su mano se agitaba como su cuerpo, percibía que ella estaba cambiando de manera sutil, como la arena cuando es desplazada por el viento. Su cabello se volvía más ductil, la piel suave y sonrosada, el cuerpo ganaba volumen, los pechos se llenaban, al igual que los pómulos famélicos eran cubiertos por mejillas tersas, los labios recuperaron el rubor… la joven más atractiva que nunca había visto, le decía con palabras mudas llenas de miel que no quería pasar las noches sola…
Mú bien