Donde viven los monstruos

Imagen de Jack Culebra

Max y los maximonstruos me gustaba más como título, pero no creo que este detalle afecte en absoluto a una película que me emocionó y me llenó (a pesar de lo vacía que estaba la sala).

Sí, casi daban ganas de ponerse a saltar y morder las butacas como una macaco (o un maximonstruo) al constatar que al lado del llenazo de Avatar esta fabulosa Max et les maximonstres (Donde viven los monstruos en castellano, un título mucho más fiel al original) estaba pasando desapercibida. Parafraseando a Indiana Jones, se habían perdido todos menos yo.

 

Francamente, no he visto Avatar, pero entristecía pensar que una película como ésta no estuviera captando espectadores. Supongo que es normal: el título y el cartel parecían llamar al público juvenil, y al mismo tiempo la película, obra del siempre sorprendente Spike Jonze (quien además coescribe el guión con Dave Eggers a partir del libro de Maurice Sendak), parecía dirigirse a los adultos. Y al final ni una cosa ni otra: es un filme para niños grandes o adultos pequeños, o como quiera que se denomine esa franja en tierra de nadie (por donde deambulan, supongo, los maximonstruos).

 

En ciertos aspectos, la película nos lleva de vuelta a los ochenta. El arranque parece sacado de E.T. el extraterreste o de la infancia de los creadores (a los que presupongo de mi quinta, qué demonios). La estética, el ritmo, la imagen... te sumergen irremediablemente en ese otro modo de contar las cosas, quizás más ingenuo y menos avalado por las grandes tecnologías, pero que entra directo al corazón. Y luego te encuentras navegando a la deriva y, finalmente, te das cuenta de que has entrado en territorio mítico. Descubrir que los maximonstruos -vale, las marionetas- llevan el sello de Jim Henson -ese mismo que vimos en El cristal oscuro- arranca un asentimiento aquiescente: claro, de esto va este tema, del viejo modo de montar los sueños y presentarlos a través de la gran pantalla. No podía ser de otra manera.

 

La historia de Donde viven los monstruos tiene mucho de fábula contemporánea. Es un modo inteligente de confrontar al protagonista, y a nosotros como espectadores, a la complejidad de la convivencia humana cuando el reino de la niñez se funde (o derrumba) como ese iglú del principio de la película. Es metáfora y es vivencia directa, anclada, como digo, en tierra de nadie, donde los sueños siguen proliferando contra viento y marea, encrespándose en ocasiones hasta erigirse pesadillas en las que nos liamos nosotros mismos. Es una película lírica y profunda, y al mismo tiempo inocente y gamberra. Tiene momento emotivos, y otros aterradores, y otros cómicos... Sin duda Spike Jonze se muestra muy hábil a la hora de transportarnos a su modo de contar las cosas.

 

Ayuda mucho, qué duda cabe, el propio Max. Max Records. Este chico rezuma talento. Es expresivo, sólido, creíble... emociona y transporta. Y es impagable verlo con su traje de peluche gigante aullando por la casa. Una elección tan afortunada como el resto del metraje, donde todos cumplen, incluso los maximonstruos. Hay escenas absurdamente trepidantes cuando hablamos de monstruos tipo peluche y batallas de bolas de barro.

 

Sobresaliente, vaya. Como digo, entristece pensar que, por falta de promoción, pueda pasar desapercibida. No sé si es una obra para todos los públicos, pero los que conecten con ella no la olvidarán. Para mí, una película para tener en casa y ver de nuevo. Y que me incita a pillarme también el libro.

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Kaplan
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Me alegra leer tu estupenda crítica, Culebra, porque creo que es un película de la que hay que escribir -o hablar-, te haya gustado o no. Yo, aún, no estoy muy seguro de qué me pareció, y eso que la vi hace casi diez días. Pero como las de Mel Gibson, ésta es, para empezar, una película valiente. Y eso ya es mucho.

Es valiente porque es una película sin moraleja -es la rabia y la imaginación de un niño hechas celuloide, ni más ni menos-, porque su arquitectura es muy, muy arriesgada (guión, diseño de producción...) y porque, definitivamente es una película para una generación muy concreta (finales de los setenta y principios de los ochenta) y con la que logra una identificación pasmosa. Y encima tiene unos detalles (el niño pellizcando a escondidas las medias de su madre) que son de gran director.

Pero al mismo tiempo es ligera e inocente, tanto como el sueño de un niño, y puede dar la impresión de que es una boutade del gafapastas de turno.

Yo, ya te digo, todavía ando indeciso. Pero con ganas de gritar y hacer una batalla de piedras, eso sí .

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