La historia interminable

Imagen de Jack Culebra

Sí, como los delirios nostálgicos de este articulista, que también son de nunca acabar

Como dice mi hermana, soy un topo, y el mejor modo de ganárseme es con una película topera. Esa escena inicial de Bastian escondiéndose en la librería misteriosa, con ese librero que es capaz de incitar al robo para conseguir que los niños lean, es el tipo de cosa que me convierte en un fan acérrimo de una película. Bueno, eso, y que me toque unos cuantos recuerdos de cuando los expertos de efectos especiales eran escultores y fogoneros y no informáticos.

Aunque parezca mentira, yo no estaría todo el día viendo pseudoclásicos como “La historia interminable” (adaptación del brillante libro de Michael Ende), pero es que a veces el destino conspira. Y para una vez que te paras delante de un televisor, y cae una película de éstas, no la vas a dejar pasar.

 

Así, me trague entera “La historia interminable” –que no es tan larga ni tan fiera como la pintan-, y el conocido placer de reencontrarse con esta película (que no había vuelto a ver desde que la alquilaban en el videoclub del barrio, vez que fue única), se unió el indescriptible de ver a mi bebé exclamando fascinado cuando el caballo de Atreyu (Artax) se lanzaba a cabalgar por las praderas de Fantasía o cuando el dragón blanco lanzaba una de sus carcajadas –imitadas de un modo inigualable, en tiempos, por mi prima Natalia-.

 

Y esto me hizo pensar. Muchas veces decimos que los críos de ahora ya no se sorprenden con nada, y que han perdido esa capacidad inagotable de sorpresa de los que nos criamos con los Goonies porque ahora los efectos especiales son una pasada y los niños ya lo han visto todo. Y creo que nos equivocamos.

Nos equivocamos porque, en realidad, en una película fantasiosa no nos creemos realmente mucho de lo que está pasando, sino que damos a la obra el espacio que requiere para que sea tragable. Es decir, no es que el tipo que hace los decorados sea la caña, porque por muy bien hecha que esté Minas Tirith, todos sabemos que no existe, sino que el narrador tiene nuestra complicidad. Y de eso va este tema.

 

Con “La historia interminable” se me pusieron los pelos de punta con ese lobo siniestro que todavía me persigue en alguna pesadilla, y me dieron ganas de llorar con el comepiedras y su desgraciada pérdida. Y bien es cierto que la escena de las esfinges ahora sería de serie B, pero conserva algo de ese escalofrío maligno que te recorre la columna vertebral. A alguno, a estas alturas, le costará centrarse con los recursos artesanales para fingir que algunos personajes son mucho más pequeños que otros (montando la película en dos distancias), o los ochenteros diseños de atrezzo para montar la corte de la Emperatriz Infantil (que nunca entendí por qué se sorprendía nadie de que fuera una niña). Sin embargo, en líneas generales, y aunque resulte imposible no preguntarse por qué demonios hay semejante desván en el colegio de Bastian, o por qué su padre hace desayunos tan raros –de Kramer contra Kramer-, los espectadores entran a trapo, y la película sigue funcionando (especialmente con los bebés).

 

Francamente, más esfuerzo me costó tragarme los saltos de Spiderman ayer, que volví a ver la primera película, que los estornudos de la tortuga más grande de la historia del cine. Y creo que en eso tiene algo que ver una cuestión muy simple: la habilidad narrativa. Aunque suene algo lapidario, creo que en los ochenta vivimos un periodo fascinante en cuanto a creación cinematográfica. Era algo que estaba ahí, entre los vaqueros demasiado estrechos y los incipientes efectos especiales. Sí, justo detrás de una librería topera.

 

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