Starman 1

Imagen de Kaplan

Reseña del primer volumen de la serie de James Robinson y Tony Harris publicado por Planeta DeAgostini

 

El género superheroico no es muy dado a novedades ni a flamantes personajes que vayan por libre. Lo normal, en todo caso, es que los nuevos personajes surjan a partir de una serie madre y se mantengan hermanados a ella desde el punto de vista argumental. Pocas veces se sale de esta norma. Garth Ennis, por ejemplo, aprovechó un evento en el que se crearon unos cuantos héroes nuevos para agenciarse uno de ellos -Hitman- y rehacerlo a su gusto en lo que sería una de sus mejores series, si no la mejor. A pesar de haber realizado una revisión de los inicios de la Marvel con, valga la redundancia, Marvels, Kurt Busiek se quedó con ganas de más sabor añejo e ideó Astro City, una serie coral en la que podría campar a sus anchas.

Starman se sitúa entre medias de estos dos ejemplos. A pesar de que la encarnación original del protagonista data de los años 40, lo cierto es que había pasado sin pena ni gloria por la historia de DC hasta que James Robinson y Tony Harris se encargaron de relanzarlo en 1994 (el mismo año en el que se publicó la ya mentada Marvels, con la que comparte no pocos lazos). Para ello, optaron por la más que lógica decisión de que el Starman original colgara el uniforme y que su díscolo hijo, sin interés alguno por el tema, se viera obligado a retomar la labor paterna. De esta forma tan clásica da comienzo uno de los trabajos revisionistas más importantes de cuantos aparecieron en la década de los noventa en contraposición a los postulados vacuos y sólo en apariencia rompedores de la entonces naciente Image Comics. Como Busiek con su Astro City, Robinson tiene Opal City, una ciudad bien alejada del bullicio de héroes y villanos tan típico en otras ciudades del Universo DC como Metropolis o Gotham. En Opal City y con un personaje clásico y nuevo al mismo tiempo, el guionista puede crear a su antojo todo un universo de secundarios y villanos sin que nadie le moleste. Tony Harris aporta un estilo menos afectado por el fotorrealismo que el que tiene en la actualidad, con un indiscutible acento en lo pop y lo vistoso. La ciudad es luminosa, imponente, y los personajes parecen sacados de algún relato pulp de los años cincuenta.

Leer hoy Starman es echar un vistazo a una etapa en la que el género buscaba su identidad por medio de la vuelta a las raíces (más en la superficie que en el fondo) tras unas corrientes artísticas que estuvieron bien cerca de mandar a paseo a editoriales enteras. Hoy, con guionistas como Millar, Morrison o Hickman, el medio ha dado un paso más y se fija más en las intenciones finales (bien locas, por cierto) de gente como Jack Kirby que en el regusto clásico, pero esto no ha de suponer el rechazo a propuestas como la de Robinson (un escritor que, por lo demás, demuestra una inquietud artística más aguda que la de coetáneos como el propio Busiek). Starman fue de los pocos momentos de lucidez que tuvo el género en una década bien aciaga. Su longevidad, además, demostró que no se trataba de una mera ocurrencia feliz. Aún hoy, Starman resulta, paradójicamente, un tebeo valiente en su propuesta academicista, que se empeñó en mantener una senda a contracorriente en tiempos de una industria entregada a los caprichos memos de dibujantes hot. En vez de sangre, explosiones, dientes apretados y falta de ideas, Robinson y Harris nos trajeron colorido, historias bien desarrolladas, cariño por los personajes y sense of wonder. Su lectura se recomienda sobre todo a aquel aficionado que, además de querer conocer un buen historia, quiera saber cómo se ha llegado a los cómics de la actualidad. La edición, voluminosa, con tapas duras y textos adicionales de Robinson, no hacen más que confirmar que éste es, sin duda, su público objetivo.

 

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