El plan falla

Imagen de Gandalf

Octava entrega de la novela Elvián y el dragón

 

Docan Adwond, Rand y Rufus esperaban en el exterior de la caverna. Por alguna razón algo incomodaba al viejo chamán. Daba furiosos paseos de un lado al otro, con gesto inquieto y algo irritado. Sus acompañantes no estaban precisamente tranquilos, pero la actitud del anciano rozaba la obsesión. De vez en cuando se detenía para echar un rápido vistazo al interior de la gruta, pero enseguida maldecía por lo bajo y volvía a sus paseos. Docan y Rand se sentaban en sendas rocas, mirando preocupados al chamán. Fue finalmente Rand quien se enderezó y se acercó a él para tratar de calmarle.

—Tranquilícese, señor —dijo—. Debe confiar en Elvián. Parece un buen guerrero y tiene la espada que usted predijo que llegaría a Mallowley, aquella que acabaría con la vida del dragón.

—¿Qué me tranquilice? —espetó Rufus—. ¿Sabes el tiempo que ha pasado desde que entró ahí? ¿Qué pasa si ha muerto? ¡Y nosotros esperando como idiotas!

Su tono de voz había sonado muy agresivo, y Rand dio un paso atrás. El chamán clavó la mirada en el suelo con gesto afligido y se dirigió de nuevo a su compañero.

—Tienes que perdonarme —dijo—, no debería haberte hablado así. Solo que me siento responsable por el destino del muchacho. Después de todo, fui yo quien le pidió que acabase con el dragón. Si algo le ocurriera, yo…

—¡Callad un momento! —exclamó de pronto Docan mientras se llevaba una mano a la oreja para oír mejor—. ¿No lo oís? Parecen como pasos, pasos de algo enorme.

Rufus se acercó a la entrada de la cueva y se concentró. Sí, algo gigantesco se acercaba a buen ritmo, casi corriendo. Pero había algo más. Creía distinguir el sonido de algo cortando el aire. Y entonces cayó en la cuenta. Realmente aquel chico de rubios cabellos y porte refinado, tal vez demasiado, se estaba enfrentando a Golganth. Aprovechó que nadie le podía ver la cara para esbozar una sonrisa maliciosa.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Rand.

El chamán se volvió a su compañero, con la esperanza reflejada en el rostro, y dijo lleno de júbilo:

—Es aquel muchacho, es Elvián. Está luchando contra el dragón. Y se está acercando. Apartémonos de la entrada, puede ser peligroso.

A una distancia prudencial y ocultos tras una roca, los tres hombres observaban la boca de la gruta. Los pasos habían ganado en intensidad, y pronto también resonaron los rugidos de la bestia. De pronto, una terrible llamarada surgió del interior de la caverna. Luego se hizo el silencio, y Rufus bajó la cabeza, abatido. Parecía que el joven había caído bajo las garras de la bestia. No es que lamentara la muerte de Elvián, pero eso suponía un duro golpe para sus planes.

De pronto, Golganth volvió a rugir colérico, y sus pasos retumbaron en la montaña. Eso significaba que después de todo continuaba la batalla.

—¿Cómo has logrado evitar mi aliento flamígero? —oyeron desde su escondite—. ¡Te aplastaré como a una mosca!

Lo siguiente que captaron mejoró el ánimo de Rufus. Después de unos cuantos gritos y golpes estruendosos, el dragón rugió de nuevo, parecía que de dolor. Luego, algo inmenso se desplomó en el interior de la cueva. El chamán y sus compañeros aguantaron el aliento, sin tener aún las agallas suficientes para salir de su escondrijo. Alguien caminaba hacia la entrada. Podían oír sus pasos, pero no se atrevían a hacer una suposición sobre el vencedor del combate.

De repente, una silueta surgió de la caverna. El anciano hizo acopio de valor y se asomó tímidamente. Elvián caminaba lentamente, con el pelo enmarañado y el rostro sudoroso. Todavía blandía su ensangrentada espada, y un brillo en sus ojos indicaba que todo había salido bien. Poco a poco, los otros dejaron el escondite y se acercaron a él.

—Elvián, ¿has…? —murmuró Docan Adwond.

—¿Si he matado al dragón? —preguntó Elvián, anticipándose al posadero—. Sí, lo he conseguido. Ya no os volverá a molestar.

—Sí, puedo ver la sangre de tu espada —dijo Rufus—. Efectivamente, es sangre de dragón. ¿Sabes? Estaba empezando a preocuparme, pero finalmente ha salido todo a pedir de boca. Me gustaría ver su cuerpo.

—No te recomiendo entrar —dijo Elvián—. Antes me he encontrado con un golem de las cavernas. Puede haber más, es peligroso.

—Bueno, si no me equivoco, esa sangre procede de su abdomen —replicó Rufus—. Es suficiente prueba para mí, aunque por otro lado…

Algo semejaba perturbar al anciano. Se alejó unos pasos con la mano en el mentón, como si divagase. Durante un rato no dijo nada, mientras sus compañeros hablaban con Elvián. Súbitamente, alzó la mirada y se dirigió con paso firme al príncipe.

—Elvián, ¿me permites ver la espada? —preguntó.

—Sí, claro, Rufus —contestó el infante, intrigado—. ¿Quieres comprobar algo?

Tendió hacia el anciano la espada, y Rufus estudió con atención el filo. Ante el estupor de los presentes empezó a olisquear la sangre. Cuando volvió a mirar al príncipe, toda amabilidad había desaparecido de su rostro. Sin previo aviso, le cruzó la cara con el canto de la mano, y Elvián salió despedido hacia un lado. El infante gimió y se acarició la mandíbula. Le dolía como si un oso le hubiera dado un zarpazo. Golganth tenía razón. Aquel afable chamán no era un hombre. El golpe que le había propinado tenía una fuerza sobrehumana.

—¡Señor Rufus! ¿Por qué ha hecho eso? —exclamó Rand.

—¿No es evidente? —replicó el anciano—. Este muchacho nos ha traicionado, ¡se ha aliado con el dragón!

—¿Está seguro de eso? —repuso Docan—. Hemos oído cómo luchaban, y usted mismo ha reconocido que la sangre de su espada proviene del abdomen de un dragón.

—Sí, pero esa sangre tiene por lo menos media hora —dijo Rufus—. Una herida en el estómago de un dragón es mortal de necesidad, pero ahí estaban Elvián y Golganth, luchando como si nada. Apuesto a que en esa cueva hay Cristales del Dragón.

Elvián se incorporó con dificultad y miró al suelo. Varios metros más allá estaba su espada, que había dejado caer mientras se precipitaba contra el suelo. Se llevó una mano a la dolorida mandíbula y aguardó.

—¿Qué propone hacer? —dijo Rand.

—Es un traidor —dijo Rufus—, y la traición es un crimen que se paga con la vida —miró al príncipe—. Elvián de Parmecia, te declaro culpable por los cargos de traición, y tu ejecución será inminente. Rand, Docan, cogedle. Voy a encargarme de esto personalmente.

Al principio, tanto Docan como Rand se quedaron inmóviles, sin estar muy seguros de lo que hacer. Pero una severa mirada del chamán les obligó a reaccionar, mientras él extraía una daga de su túnica. El príncipe se resistió como una bestia acorralada cuando los hombres le agarraron por brazos y piernas.

—¿No os dais cuenta? —gritaba—. Este pusilánime farsante os ha embaucado a todos. Las doncellas están vivas y a salvo, bajo la protección del dragón. Es Rufus quien es el verdadero monstruo aquí.

—La gente dice cualquier cosa con tal de salvar la vida —dijo Rufus—. No os dejéis engañar por el veneno de este individuo.

Pero a pesar de que tanto Docan como Rand trataban de inmovilizarle, la fuerza de Elvián era demasiado para ellos. Luchaba con tanto ímpetu que Rufus finalmente perdió la paciencia y estiró un brazo hacia él. Inmediatamente, Elvián sintió una especie de corriente eléctrica y su cuerpo quedó inmovilizado. Rufus blandió de nuevo la daga y se acercó lentamente al infante. Antes de izar la daga sobre su cabeza, el anciano acercó sus labios arrugados a la oreja de Elvián y dijo entre susurros:

—La verdad es que era un buen plan. Es una lástima par ti que sepa tanto sobre la sangre de los dragones —luego levantó el cuchillo y gritó—. ¡Prepárate para irte al Infierno, traidor!

Justo cuando empezaba a bajar la daga para infligir el golpe fatal, un terrible rugido detuvo su mano. Alarmado, desvió la mirada hacia la entrada de la gruta para descubrir que Golganth salía corriendo de su interior. Se enderezó sobre sus patas traseras y observó con furia al chamán.

—¡Aléjate de Elvián o sufrirás mi cólera, monstruo! —gritó.

Docan Adwond y Rand sintieron que el terror inundaba sus corazones, e instintivamente huyeron juntos hacia el escondite. Rufus parecía más sorprendido que asustado, y retrocedió dos pasos. Elvián, a su vez, se vio liberado del control mágico del anciano y se alejó lo más posible de él.

—Esto sí que no me lo esperaba —dijo Rufus—. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos cara a cara, Golganth. Se suponía que tenías miedo de mí.

—Y todavía lo tengo —respondió el dragón—, pero no puedo permitir que hagas daño a Elvián. No puedo abandonar a mis amigos. Si es necesario me enfrentaré a ti, tú eres el verdadero peligro y el auténtico destructor de Aldmarsh.

Rand se asomó a la roca y observó la escena, confundido. Rufus le devolvió la mirada.

—No dejes que este monstruo nuble tu razón —dijo—. Solo quiere engañarte, amigo mío. Recuerda a todas esas muchachas que abrasó con su aliento de fuego. Si lo que dice fuera la verdad, no lo habría hecho.

—Y no lo hice —replicó Golganth—. Elvián dijo la verdad. Todas están a salvo.

—¿Seguro? —dijo Rufus—. ¿Qué hay de tu primera víctima? Sé que ella ha muerto. ¡Yo vi cómo acabaste con ella! ¡Cómo la abrasaste viva!

—Eso no es verdad —replicó Golganth—, y eso tú lo sabes bien.

—Lo único que sé es lo que vieron mis ojos. Tú la mataste, igual que a las otras. ¡Admítelo de una vez!

—¡El único que intentó matarme fuiste tú! —gritó de repente una voz femenina.

Todos giraron repentinamente la cabeza hacia la boca de la caverna. Allí, mirando con ojos coléricos y desafiantes al chamán, Steff contemplaba la escena con los brazos en jarras. Los presentes estaban sorprendidos, pero el asombro era mayúsculo en el anciano, Docan Adwond y Rand. Rufus retrocedió un par de pasos, con los ojos abiertos de par en par y sin ser capaz de articular palabra. Mientras balbuceaba miraba a la muchacha, que todavía mostraba un aire desafiante.

—Es… esto no… no puede ser —consiguió decir—. Yo… yo te maté. ¡Deberías estar muerta!

—Y lo estaría, de no ser por Golganth —dijo Steff.

—¿Pero cómo? —replicó Rufus—. Mi fuego debería haberte consumido. Cuando volví a la columna del sacrificio te habías liberado de tus ataduras y justo después de que entraras en la cueva te lancé mi fuego. Es imposible que pudieras sobrevivir a eso.

—Afortunadamente para mí, Golganth esperaba en la entrada de la cueva —dijo Steff—. Él me protegió de tu fuego bloqueando las llamas con su cuerpo. Golganth no es ningún monstruo. El único monstruo que veo aquí eres tú.

Ocultos detrás de la roca, Docan y Rand seguían mirando. Este último estaba especialmente afectado. Había culpado de la destrucción de su pueblo al dragón, pero ahora comprendía que el verdadero asesino de sus seres queridos era Rufus, el afable chamán al que había servido durante tantos años. Sintió ganas de llorar, pero a este sentimiento se sobreponía el odio que sentía hacia el anciano. De pronto, Rufus se echó a reír.

—De acuerdo, me habéis descubierto —dijo—, pero eso poco importa. Aún estoy a tiempo de matar a los testigos, y toda la culpa recaerá sobre ti, Golganth. Eso hará que la gente de Mallowley se deje influir todavía más por mí. Es una pena por Rand, creo que llegué a sentir por él algo parecido al aprecio. Pero no nos adelantemos, primero me encargaré de esa perra.

El chamán aspiró una bocanada de aire. Sus ojos se tornaron rojos y de golpe expulsó por la boca un torrente de fuego rojo. Rápido como un rayo, Golganth se interpuso entre Steff y las llamas, y estas golpearon su cuerpo con furiosa crueldad, como había ocurrido en el pasado. De pronto, una certeza cruzó el cerebro del dragón. Giró la cabeza hacia el chamán, que sonreía perversamente mientras se preparaba para un nuevo ataque.

—Tendría que haberlo supuesto hace mucho tiempo —dijo—. Ya sé lo que eres.

—Por fin lo entiendes —dijo Rufus—. Te ha llevado más de lo esperado, y eso siempre ha jugado en mi favor.

—¡Elvián! —dijo Golganth—. Te he dicho que Rufus no es un dragón, pero eso no es cierto al cien por cien.

—¿A qué te refieres? —preguntó el príncipe—. No logro extraer el significado detrás de tus enigmáticas palabras.

—Tu amigo se refiere a esto —respondió Rufus—. Observa bien, porque será lo último que veas en tu vida.

El anciano arrojó el cayado al suelo y apretó los puños mientras cerraba los ojos con fuerza. Empezó a escucharse un sonido parecido al crujido de los huesos de los nudillos, y el cuerpo del chamán pareció ganar en tamaño. Su túnica se rasgaba a la vez que sus músculos se hinchaban. Las uñas, antes cortas y blancas, se alargaron y ennegrecieron. Mientras su barba y cabellos canosos se retraían hasta desaparecer, su piel se tornó verdosa y escamosa. Cuando por fin abrió unos ojos de pupilas amarillas, se había convertido en una criatura de rostro como rostro de reptil.

—¿Qué es eso? —exclamó Elvián—. ¿De qué tipo de engendro se trata?

—Eso, amigo mío, es un draconiano —dijo Golganth.

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