Las extraordinarias aventuras de Adèle Blanc-Sec

Imagen de Anne Bonny

Un humilde homenaje a este particular cómic del maestro francés Tardi

Como nos suele pasar a la gente de cultura limitada y mucha curiosidad, caí sobre Les Aventures Extraordinaires d'Adele Blanc-Sec sin tener ni idea de dónde me metía. No había oído hablar de Tardi ni del personaje, y únicamente lo cogí en la biblioteca -aquí en Francia las secciones de cómics en las bibliotecas, incluso en las ciudades pequeñas, son considerables- porque me llamó la atención la portada: una señorita con cierto aire decimonónico irguiéndose desafiante en los techos de París al tiempo que encañona a un peterodáctilo con aire estoico. Qué demonios, para eso sirven las portadas de los cómics, ¿no?, para captar lectores.

 

La primera de las historias me hizo pensar -funestamente- a mis “adorados” Mortimer y Blake y sus espadones de marras: una trama bastante engorrosa con unos cuantos conejos saliendo de sus respectivas chisteras. “Adèle y la bestia”, este primer álbum, no me dejó una sensación tan buena como me había prometido su portada, pero, al mismo tiempo, había algo en la atmósfera, en el carácter de los personajes y en los propios embrollos de la trama que me incitaba a continuar. Y, así, continué.

 

De este modo me sumí en una espiral de monstruos, sabios locos, misteriosos hombres deformes, criaturas de las profundidades y un largo etcétera que hubiera hecho las delicias de Lovecraft con el privilegiado telón de fondo del París de antes de la Primera Guerra Mundial -y, bueno, también de después de la misma por una extraña digresión en la narración que no viene a cuento comentar aquí-.

 

Es normal que me interesara el argumento y la realización -como dice mi hermana, soy un topo-, pero hay otro elemento más que me ha fascinado particularmente: desde que empezamos con la Biblioteca Fosca estamos haciendo un recorrido similar a través de momias, diablos y otros engendros aterradores, y prácticamente para cada número habría un cómic de Adèle que serviría como referencia. Una casualidad muy afortunada.

Desde luego, no se trata de comparar unos proyectos con otros (Tardi, maestro de la línea clara francobelga, tiene un currículum tan extenso que sólo con sus premios es más largo que este artículo), pero no deja de resultar curioso, y esperanzador, ver que esas fuentes originales del terror siguen estando presentes y, lo que es más importante, se les pueden ir sacando nuevas interpretaciones e introduciendo como elementos clave de nuevas historias originales.

 

Se trata, simplemente, de no dar la espalda a nuestro acerbo cultural al tiempo que no se sobreexplota, o al menos no de la misma manera, de modo que mantenga su frescura. Adèle Blanc-Sec es un buen ejemplo. Como la bebida que lleva por apellido -ese vino blanco y áspero que los trabajadores franceses, según me contó una parisina de pura cepa, se bebían para afrontar el frío mañanero en sustitución del carajillo cazallero más propio de nuestras latitudes-, Adèle es un personaje lleno de matices: delicado, duro, con cuerpo y carácter a pesar de su aspecto, muy propio del escenario pero con su toque misterioso -quién sabe de qué botellas salían esos “blancos”-...

 

Como ocurre con otros personajes -hace poco nombrábamos a Constantine o a Corto Maltés-, una creación que destila mucho carisma, el suficiente para conseguir llevar al lector medio a través de una “Cueva del terror” de parque de atracciones donde se mezcla un toque sarcástico, una mirada inteligente, una estética muy particular y, cómo no, un reparto de monstruos de opereta que dan pie a interesantes historias policiales.

 

En mi caso, una fuente de inspiración que me ha venido muy bien descubrir en estos momentos. Para el resto, supongo, una lectura muy curiosa, un clásico francés a descubrir.

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