Narrativa abierta vs narrativa cerrada

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Algunas diferencias entre novelas, campañas roleras y librojuegos

En el pasado cónclave de Penumbra reflexionábamos sobre las diferencias entre la narrativa abierta que va ligada a la ficción interactiva y la narrativa cerrada, aquella en la que la historia converge hacia un final predeterminado.

En primer lugar, aclaremos que hay grados: si bien una novela, película, historia en torno a la hoguera o cómic, a priori, pertenecerá a la narrativa cerrada, existen recursos para que, sin grandes cambios, sus finales sean ambivalentes, ambiguos, interpretables o condicionales. Por el otro lado, obras como los librojuegos o los videojuegos narrativos parecen a priori más abiertos, pero en ocasiones no pasan de tener varios finales cerrados, como las ramas de un árbol. Por su parte, en el extremo opuesto a la narrativa tradicional estarían los juegos de rol... siempre y cuando exista, realmente, esa apertura narrativa.

Esta no depende únicamente, como se pudiera pensar, de la buena voluntad del director de juego o de su ascendencia sobre los jugadores, de si estos son dóciles o rebeldes. Si el escenario es suficientemente coherente y los elementos de la campaña y la partida están lo bastante delimitados, es muy posible que la campaña o partida termine necesariamente de una manera o, como mucho, que haya un abanico de finales tan probables que no se diferencie gran cosa de un librojuego al uso. Esto no es necesariamente malo, e incluso puede dar comodidad a los participantes y resultar gratificante por su cercanía a otras formas de narrativa (películas, novelas). Pero precisamente por ello creo que es interesante dedicarle algo de reflexión.

En muchas notas de introducción de los juegos de rol se compara a estos con una obra de teatro. De alguna manera, se da a entender que su narrativa ha de encajar con estas y que la libertad de ejecución pasa por los detalles, por las decisiones de los personajes dentro de una historia que ya está escrita. Se respira un cierto fatalismo muy propio de la tragedia griega que, con el tiempo, casi todos los jugadores superamos (aunque haya juegos, en mi caso fue Vampiro: La mascarada, que ayuden a hacerlo frente a otros más deterministas).

En realidad, el quid de los juegos de rol es que nada (o más bien poco) está escrito. De ahí que la interactividad en la mesa sea mayor que con los videojuegos o los libros juegos, donde, por cuestiones de formato, hay una espina vertebral insoslayable. En los juegos de rol no hay una senda. O, de haberla, tiene que haber algo a sus lados por si a los jugadores les da por salirse de ella. Esto, por supuesto, es responsabilidad del director de juego, y este no siempre está preparado para asumir la carga por muy buena voluntad que ponga. Cabe preguntarse por qué.

Una primera causa es la ya señalada: en muchos manuales se da a entender que él será una suerte de director de película (o, peor, de orquesta) y que, por lo tanto, dará el marco. En realidad, el marco lo da la ambientación del juego, en la que los propios jugadores participan y que depende de otro material de base que es ajeno a los presentes (mitología clásica, novelas, franquicias cinematográficas, periodos históricos). Si seguimos con la metáfora hollywoodiense, el director de juego será, en realidad, el cámara. Al menos en buena medida. También será la script girl, el responsable de los decorados, el tipo del casting y el asesor histórico, pero nunca el director de la historia a pesar de lo que se le llame o considere tal (lo que puede dar lugar a frustraciones por ambos flancos). Precisamente la gracia de un juego de rol es que los jugadores llevan la narrativa por donde quieren o buenamente pueden. Si perciben al director de juego como una barrera, mal vamos.

Un segundo motivo deriva del modo en el que se presentan en muchas ocasiones los módulos y las aventuras, tanto comerciales como escritos por aficionados. Es algo muy arraigado y que, de vez en cuando, vale críticas para quien se sale de tiesto y no los plantea así. Módulos y aventuras se confeccionan como hojas de ruta. En la amplia mayoría de los casos, incluyen hasta una cronología de eventos, capítulos o episodios que, al parecer, van a ocurrir sí o sí. La mano del destino pesa y los jugadores se conforman con adoptar una posición defensiva: reaccionan frente a los eventos en lugar de crearlos ellos mismos. Sin pretender pasarme por efecto pendular (pues los eventos son necesarios como acicates para que la trama avance y para dar una coherencia a la historia), creo que en muchas ocasiones sería necesario abrir la mano y dejar fluir la historia en la otra dirección. Dejemos que los Pjs se labren su destino, de verdad. No hay que pensar que “escena no jugada” equivale a “escena perdida”. Tenemos que ser más elásticos.

La causa final y definitiva de todo esto es cultural: hemos crecido (como civilización) con un tipo de narrativa y, al abordar otras formas, tendemos a extrapolar y adaptar. No es cosa solo de los juegos de rol: en el mundo del cine pasa igual. En la obra Cine y literatura Pere Gimferrer señalaba con mucho acierto cómo a pesar de sus posibilidades este seguía anclado a la narrativa propia de la novela (en muchos casos decimonónica). Insisto: esto no es necesariamente malo. De hecho, es francamente útil. Del mismo modo que para aprender a ir en moto es útil saber conducir un coche o una bici. Lo que pasa es que coches, bicis y motos no son lo mismo y no tienen los mismos potenciales. Podemos usarlos del mismo modo y no pasará nada. También podemos sacarles posibilidades únicas.

Con este artículo no pretendo decirle a nadie cómo jugar sus partidas. Solo reflexionar sobre las posibilidades de la narrativa abierta, en concreto de la de los juegos de rol. Si el factor terror, del que hablamos largo y tendido en Penumbra, aumenta gracias a que el lector/jugador/espectador tiene que apechugar con sus decisiones en cada encrucijada, cuán mayor será entonces cuando de repente todo el mundo que tenga por delante vaya construyéndose con sus pasos. Y, por supuesto, esto podemos extrapolarlo a el resto del abanico de sensaciones que puede generar una partida.

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