Los inicios de Conan el bárbaro

Imagen de Anne Bonny

Me encuentro releyendo mi colección de Conan el bárbaro y he pensado que sería interesante realizar una serie de artículos sobre las distintas partes de esta saga épica. Aquí va el primero, sobre sus primeros 24 números 

  

Allá por 1969 el mercado de cómics norteamericano estaba copado, sobre todo en Marvel, por los superhéroes. Era una receta que funcionaba bien y que había sobrevivido a lo largo del tiempo, y el inmovilismo en una industria como la del cómic no es de extrañar, porque ir a tiro seguro a veces es vital. Por fortuna, había quien pensaba que, además de los tiros seguros, era interesante explorar nuevas vías, y fue por mediación de uno de éstos que Conan vio su primera adaptación al cómic. Hablamos, por supuesto, de Roy Thomas.

 

Curiosamente, cuando consiguió vender el concepto “espada y brujería” -básicamente diciendo que el héroe sería muy poderoso aunque no tuviera superpoderes y que saldrían monstruos y demás como antagonistas-, no fue para adaptar Conan, sino Thongor de Lemuria, que era un homenaje – refrito literario sobre el cimerio y John Carter de Marte nacido de la pluma de Lin Carter. Por suerte para todos (he leído alguno de los cómics de Thongor y no es que sean para tirar cohetes, aunque me ahorraré chistes sobre lémures) la propuesta fue rechazada y Thomas hubo de volver sus atenciones a una alternativa que, curiosamente, resultó ser el original: Conan, de Robert E. Howard.

 

La fortuna volvió a ser tan caprichosa como favorable y Glenn Lord autorizó, al menos parcialmente, la adaptación al cómic del personaje. Todavía con cuestiones legales sobre qué relatos, qué personajes y de qué modos podía irse realizando la susodicha adaptación, Roy Thomas se puso manos a la obra con la nueva serie. De nuevo el destino, caprichoso, hizo que el dibujante originalmente previsto para la misma (Buscema) quedara fuera de juego por motivos económicos, y que el “honor” recayera en un por entonces desconocido dibujante británico, Barry Windsor Smith.

 

No soy muy devoto de este ilustrador, aunque lo era mucho menos antes de esta relectura. Sus personajes, con esas extrañas melenas que parecían estar exclusivamente para tapar orejas a modo de casco, no me encajaban muy bien con “mi” Conan (empecé la serie en el número 155 de la primera edición). Poniéndolo en contexto y dándole una segunda oportunidad me he sorprendido valorando muchísimo su trabajo, sobre todo en los últimos números, en los que alcanza cotas de maestría tales que no es de extrañar que muchos le consideren aún el dibujante de Conan “de verdad”.

 

Lo cierto es que a parte de la imagen gráfica -la primera, recordemos, que tuvo el cimerio en cómic-, a este autor hay que reconocerle mucho, pues no sólo experimentó sobre cómo narrar las historias que le presentaba Roy Thomas, favoreciendo transgresiones como dejar viñetas sin texto, sino que puso en tela de juicio el criterio del intocable Comic Code, muchas veces exponiéndose a tener que retocar o rehacer su trabajo. Por suerte, creo que se puede considerar que sus esfuerzos no cayeron en saco roto, y así el cómic actual norteamericano tiene que pasar por menos aros.

 

Volviendo a la serie en sí, esta primera etapa de Conan el bárbaro se caracteriza por dos cosas principalmente (a mi parecer): la primera, que se mantiene una intención cronológica clara, lo que obliga a la misma a empezar en las tierras cimerias y a llevar un ritmo constante; la segunda, que se recurre largamente a material “oficial”.

 

El primer punto no deja de ser importante no sólo porque posteriormente (aunque no inmediatamente) se abandonó en gran medida esta idea, sino porque el propio Robert E. Howard no fue sistemático en la narración de la vida de su personaje y se dejaron muchos huecos entre aventuras que cubrirían, más o menos, sus seguidores. Además, la elección hace que las aventuras del cimerio empiecen con su juventud y sus primeros viajes a la civilización (el famoso asalto a Venarium incluído), que es un periodo muy sugerente y que ayuda a entender la fascinación del personaje cuando, por fin, llega al esplendor de la civilización.

 

El segundo punto es más interesante y controvertido todavía. Primero porque obras sobre Conan hay muchas menos de las que parece, por lo que Roy Thomas recurrió a textos “oficiales” que no eran del bárbaro, sino de personajes parecidos, o que incluso no habían sido escritos por Robert E. Howard. De hecho, llegaron a adaptarse sinopsis y poemas del autor para tener más material disponible.

 

Los tres primeros números de la serie narran cómo Conan participa en distintas partidas de guerra por el mítico norte de la Era Hyboria, viéndose envuelto, cómo no, en extraños sucesos sobrenaturales (era una de las premisas del concepto “espada y brujería”, y se mantuvo a rajatabla durante mucho tiempo). Esta primera minietapa, que terminó bien rápido porque Roy Thomas quería mostrar ciudades brillantes y no contar historias de vikingos varados en tierra (para lamentación de algunos, entre los que me incluyo), se cierra con la primera adaptación de un auténtico relato de Howard: ¡Pasa el Dios Gris!, una de las historias de Conan que más poesía rezuma.

 

Tras ella, y empezando por el emblemático relato “La Torre del Elefante”, vivimos las primeras aventuras en la civilización del cimerio. Es el momento de conocer a Zukala (nacido a partir de un poema del creador de Conan), de ir descubriendo las grandes ciudades del sur y los peligros que encierran y de establecer, en definitiva, el modelo de lo que serían los cómics de Conan. Como curiosidad cabe comentar que el famoso asalto a Venarium se narra brevemente en esta etapa, concretamente como introducción al número ocho, que adapta una sinopsis de Howard que daría como resultado la sugerente historia de Los Guardianes de la Cripta. Esta historieta daría pie a una breve saga que tendría como personaje vertebral a la vividora Jenna, quien, a pesar de tener un papel nada protagónico, se las arreglaría para sobrevivir hasta el número once, el famoso Villanos en la Casa. Este último es uno de los cómics más apreciados del cimerio, seguramente por la complejidad de la trama, aunque nunca ha sido de mis preferidos (apareció en el momento más insospechado de la primera edición de Forum, y tampoco lo aprecié mucho en su día).

 

Zanjado el asunto de Jenna y un breve interludio de la mano de Gil Kane con un relato de la Edad Hyboria que en nada implicaba a Conan, y que más hace pensar a las historias de 2000 AD que a las del bárbaro, continuamos en la misma tónica hasta toparnos con otra minietapa de lo más curioso: el crossover con Elric de Melniboné, números 14 y 15 de la serie en los que se retoma, para más INRI, al brujo Zukala. Ésta es una de las aventuras más improbables del cimerio, pero hay que reconocer que a pesar de la brevedad de la misma, y de lo peregrino del argumento, Roy Thomas consigue resolver el guión y la trama con considerable solvencia -a pesar del gorro de zopenco de Elric y de las faltas de respeto del bárbaro hacia el emperador melnibonés-. No obstante, como seguidor del albino no pude evitar sentirme algo decepcionado, aunque la aparición de Gaynor y la sugerente idea de la Emperatriz Verde terminan de inclinar la balanza a favor del experimento.

 

Y siguiendo los avatares de la colección, nos encontramos con un número muy interesante en el 16, donde se combinan una magnífica historia (La hija del gigante de hielo) con una especie de gamberrada (La espada y los brujos). Por lo visto, este inciso se debió a la marcha de Barry Windsor Smith, que seguía siendo considerado un dibujante “menor” dentro de Marvel, para emprender nuevas aventuras por su cuenta y riesgo. Es por ello que a continuación nos encontramos de nuevo, en plena etapa inicial, los lápices de Gil Kane.

 

A su cargo estuvieron dos números, el 17 y el 18, en los que se desarrolla una miniaventura (Los dioses de Bal-Sagoth) que desembocaría, indirectamente, en la primera “saga” dentro de la colección: La guerra del Tarim. El dibujo de Gil Kane no me gusta -la verdad por delante-, y aunque le reconozco habilidad para plasmar dinamismo, me cuesta verlo como un dibujante adecuado para Conan. Es por ello que encuentro en estos dos números una descompensación entre el guión -que me pareció muy bueno- y la ejecución del cómic.

 

Toda esta primera etapa hasta la Guerra del Tarim resulta muy curiosa por los malabarismos que consiguió hacer Roy Thomas para tener una cronología más o menos homogénea, intercalando historias que a veces ni siquiera había escrito Howard para mantener un ritmo sostenido al tiempo que cimentaba el propio concepto de Conan el bárbaro como cómic. El resultado es más que bueno, y hay algunas pequeñas joyas en este primer periodo. Quizás por ello, el guionista se atrevió a rizar el rizo, y siguió haciendo encaje de bolillos con la vida del cimerio forzando, además, un segundo hilo conductor: la historia de la Guerra Hyrkania y la enemistad del bárbaro con Yezdigerd, heredero del trono de Turán.

 

En esta nueva etapa que se abre, interrumpida por el especial número 22, Clavos Rojos (que reseñé hace unos días), nos encontramos con el que, sin duda, ha sido el personaje más carismático después de Conan -o a su altura- dentro de la saga: nada más ni nada menos que Red Sonja. La diablesa hyrkania que llegara a tener colecciones propias aparece por primera vez como tal en el número 23 de la serie regular. Y digo como tal porque Red Sonja nunca apareció en las aventuras de Conan narradas por Howard, sino en un relato ambientado en la Constantinopla asediada por los turcos. Vueltas que da la vida...

 

El personaje todavía protagonizaría el número 24 junto a Conan, el canto del cisne de Barry Windsor Smith con el que abandonó la serie y, a mi parecer, la historieta en la que su lápiz muestra fuera de toda duda su gran calidad artística -incluso entre los que no le somos devotos-. A partir de aquí vendría Buscema a terminar con la saga de la Guerra del Tarim y, a fin de cuentas, a llevar las riendas, junto a Roy Thomas, de la serie.

 

Terminada esta primera parte de la trayectoria del bárbaro me quedaron dos sentimientos de fondo más bien sorprendentes: el primero, que la calidad del dibujo -a pesar de todo- bajaba al irse Barry Windsor Smith; y el segundo, que había leído las aventuras más originales del bárbaro. Por supuesto, todavía quedaban muchas por impactarme, y lo tenían más complicado por no llegar a territorio virgen, pero qué duda cabe que esta primera etapa del cimerio ha sido una de sus mejores, y en gran medida por su dibujante.

 

 OcioZero · Condiciones de uso