Un océano de barro

Imagen de Destripacuentos

Después del naufragio narrado en “El planeta sin sol”, las Hidras de Hierro se atrincheran alrededor de los restos de su nave nodriza, preparando una base provisional desde la que partir en busca del misterioso capítulo de los Hermanos de la Máscara

 

La Hidrae Mater era una colosal ruina humeante a sus espaldas, pero no era tiempo de lamentaciones. Frente a ellos se extendía la hostil superficie de Tántalos, el planeta que servía de base de operaciones a los Hermanos de la Máscara, un siniestro capítulo cuyo destino quedaba entrelazado, bajo los designios del Inquisidor Alectio Damnarus, al de las Hidras de Hierro. Era el momento de avanzar, de consolidar terreno. La tarea, no obstante, no sería fácil.

 

La nave nodriza había quedado parcialmente sumergida en la fangosa superficie del planeta, sobre el que se había precipitado tras una inesperada explosión interna. Ahora, millas y millas de fango rodeaban a los marines, un terreno por el que se verían obligados a avanzar más despacio de lo conveniente. Complicando aún más las cosas, los sistemas de vuelo de sus naves más ligeras se veían afectados por una extraña perturbación.

 

-Hermanos –se dirigió a los capitanes del capítulo su señor-, Tántalos debe ser considerado como un planeta hostil. Los Hermanos de la Máscara no han contestado a ninguno de los mensajes enviados por nuestros psíquicos y hay indicios de que la explosión en el seno de la Hidrae Mater fue detonada por una emisión procedente de la superficie del planeta. Los Adeptus Mechanicus trabajan en los sistemas de navegación del apoyo aéreo, pero no podemos esperar a que obtengan resultados para afianzar el terreno. Es necesario enviar un destacamento para asegurar la posición en torno a la Hidrae Mater. Ésa será la misión de la II Compañía. El resto del capítulo debe encargarse de consolidar la posición y de habilitar cuanta artillería operacional quede en el pecio.

 

Siguiendo las órdenes del señor del capítulo, el capitán Zannekus congregó a sus hombres y les hizo formar. Los cien veteranos se dispusieron en perfecto estado de revista. Los sargentos al cargo de cada escuadra se adelantaron para recibir instrucciones.

 

-Vamos a salir en misión de reconocimiento para asegurar el perímetro. La superficie de Tántalos tiene una consistencia lodosa. A pesar de que su atmósfera es respirable, el entorno es considerablemente nocivo. Para minimizar el efecto del terreno en nuestro avance, quiero que los marines se equipen únicamente con armamento ligero: bólters o lanzallamas. Que no lleven ninguna impedimenta adicional. Eso nos dará una cierta movilidad.

 

En silencio, los sargentos asintieron y se volvieron a sus respectivas escuadras. En pocos minutos, en grupos de diez, los marines formaron un anillo en torno a la Hidrae Mater y se fueron alejando del cuartel general. El objetivo: establecer una serie de puestos de avanzadilla equidistantes para asegurar el terreno en torno al resto del capítulo. Ninguna amenaza debería atravesar el cerco sin ser detectada.

 

 

El avance resultaba penoso. Hundidos hasta las rodillas en el espeso cieno que cubría el planeta, las escuadras de reconocimiento de la segunda compañía iban ampliando el perímetro de seguridad. Los auspex no detectaban ninguna presencia, ni aliada ni hostil.

 

A la cabeza de la tercera patrulla, destinada al vector nord-noroeste, el sargento Saskius miraba con aprehensión el horizonte: fango, fango hasta donde alcanzaba la vista. Únicamente en el umbral de la oscuridad, allí donde la débil luz de aquel planeta sin sol se extinguía, parecía adivinarse la silueta de algún accidente geográfico que rompiera la monotonía. Una cadena montañosa quizá. Saskius sabía que no podrían averiguarlo hasta que los vehículos aéreos estuvieran operativos, y de momento no había habido ninguna contraorden por parte del cuartel general.

 

Una vez más, comprobó el localizador y estableció que se encontraban a la distancia adecuada para instalar el puesto de observación avanzado. Alzó la mano para llamar la atención de su segundo al mando. La estática seguía siendo elevada en los radiocomunicadores de corto alcance, y aquello le daba mala espina. Cuando el marine hubo alcanzado su posición, le señaló una loma.

 

-Creo que ése será un buen punto de observación. Es el único cerro en toda el área, así que debería darnos una visión privilegiada del terreno. Quiero que establezcas un retén de cinco hombres en él mientras hago un barrido de la zona con el resto de la escuadra.

 

-Sargento, ¿ha tenido acceso a los informes sobre la orografía del terreno? –al ver que su superior asentía, continuó-. No soy experto en el tema, pero creía que la capa que sostiene esta masa de cieno tenía que ser regular, puesto que, sino, el cieno resbalaría y dejaría al descubierto otro tipo de materiales.

 

-El lodo tiene una gran viscosidad, por lo que tardará un tiempo en escurrirse de los terrenos elevados –terció el Saskius-. No obstante…

 

La frase quedó en suspenso. Toda la escuadra había oído el mismo mensaje en los comunicadores internos de sus cascos: movimiento. Saskius amartilló su bólter y se separó de su subordinado para alcanzar su posición de batalla.

 

-Posiciones –indicó al marine que rastreaba con el auspex.

 

-Disposición en semicírculo con el centro en nord-noreste. Están rodeándonos a cuarenta metros y descendiendo.

 

El sargento Saskius forzó la vista, pero por más que lo intentaba no vislumbraba nada a su alrededor. Sólo lodo y penumbra. Lodo y penumbra. Entonces se dio cuenta. Pequeñas protuberancias se formaban en la superficie embarrada a su alrededor: estaban avanzando bajo tierra. Tras un segundo de duda y una maldición por haber dejado las granadas en la base, gritó una orden.

 

-¡Repliegue! ¡Quiero a todo el mundo formando espalda contra espalda! ¡Vienen por debajo! ¡Vigilad vuestras espaldas!

 

Poco a poco los marines fueron haciendo más compacta la formación defensiva, pero, hundidos en el barro hasta las rodillas, su avance resultaba penosamente lento. Los bultos bajo el lodo, por el contrario, se movían con mucha mayor fluidez y eran cada vez más visibles. Escasos minutos después, comenzaron las primeras ráfagas.

 

Al principio fueron ráfagas cortas, concisas y casi destinadas a tantear el terreno. Pero, después de que una de ellas impactase, se fueron haciendo cada vez más frecuentes y largas hasta convertirse en un zumbido continuo.

 

-¡Tiránidos! –aulló el sargento Saskius al ver explotar bajo el lodo un cuerpo quitinoso. La sucia sangre ponzoñosa del alienígena salpicó, mezclada con lodo, la oscura atmósfera de Tántalos.

 

Entonces, cuando las ráfagas ya batían sin cesar la tierra a su alrededor, decenas de agujeros se abrieron en torno al reducto de marines. Por ellos salieron oleadas de ágiles espinagantes, cuyas extremidades coriáceas disparaban nubes de púas. Los débiles proyectiles llovieron sobre la posición de las Hidras de Hierro, aumentando el caos reinante y oscureciendo todavía más el ambiente. Era sólo un ataque de distracción.

 

Encenegados en combatir el enjambre de avanzadilla, los marines no repararon en los bultos bajo el fango que no se abrían a su alrededor. Ignorados por los defensores, éstos consiguieron posicionarse tras sus propias líneas antes de eclosionar su letal carga: decenas de hormagantes desembocaron por los nuevos túneles al interior de la formación defensiva.

 

Saskius fue el primer en caer. Su cabeza fue seccionada limpiamente mientras disparaba a un grupo de espinagantes que avanzaba suicidamente hacia él. Decapitado, su cuerpo continuó disparando unos instantes antes de desplomarse inerte. Los marines no se dejaron afectar por su muerte. Sabían que tenían que resistir o morir. Así, siguieron disparando a diestro y siniestro, cerrando líneas cada vez que uno de sus compañeros sucumbía.

 

En algunos minutos, apenas seis marines quedaban en pie. Sin embargo, el impulso inicial tiránido parecía estar remitiendo. Las Hidras de Hierro intensificaron el fuego, barriendo con el lanzallamas a los especímenes que intentaban batirse en retirada. Entonces se dieron cuenta de que el suelo burbujeaba bajo sus pies. Antes de que pudieran sacar conclusiones, una bolsa de gas inflamable prendió en mitad del grupo, incinerando al marine del lanzallamas y a uno de sus compañeros. El resto de la escuadra se tambaleó con la explosión. Fue el momento que aprovecharon los gantes para cargar de nuevo contra ellos.

 

La confusión creció. Únicamente se oía el rugir de las armas, el estallido de los cuerpos quitinosos tiránidos al desintegrarse bajo el fuego incesante y los gritos de “¡Por el Emperador!” que los desesperados hermanos gritaban. Sabían que su final se acercaba.

 

Entonces, la silueta de un escuadrón de Land Speeders se recortó en el horizonte. Llegaban refuerzos. Los cuatro marines restantes agotaron sus cargadores y se lanzaron como demonios sobre los gantes que se batían en retirada. Estaban dispuestos a destruirlos con sus propias manos. Enfebrecidos por la aparente victoria en el último momento, avanzaron a trompicones unos metros hacia el enemigo. Fue en ese momento cuando se dieron cuenta de que era demasiado tarde: la cercana loma había empezado a moverse. Cuando abrió sus enormes fauces de pesadilla, los marines entendieron por qué había lodo todavía sobre aquel cerro, y por qué los Land Speeders nunca llegarían a tiempo.

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