El hortidado

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Dicen que para gustos los colores. Lo que no sé es qué hay para las aberraciones. Hortidados, tal vez.

Ahora estas cosas parecen mentira, pero como la sección se llama batallitas, me voy a permitir contar una de abuelo Cebolleta. La cosa se remonta a unos cuantos años atrás, no tantos realmente, aunque parezca una época remota.

 

Cuando empezamos a jugar a rol no había dados –de rol, se sobreentiende-. Aunque parezca una cuestión tonta, no lo es. Ahora existen cosas muy curradas, dados de todos los colores, texturas y formas. Ya no es sólo que haya dados de diez que marquen decenas –que los hay-, ni que haya dados de cien caras que ruedan como pelotas –el dado más incómodo del mundo-, ¡es que hay hasta dados que son pelotas en sí mismos y con contrapeso interior!

 

Y no es sólo que puedas encontrar cualquier tipo de color o forma, sino que, además, hay dados que incluyen sus propios logotipos para hacerlos todavía más chulos. Abrieron la veda los de Vampiro, si no me equivoco, con el tema del Ankh y la rosa, pero ahora incluso hay de Piratas –con su calavera y sus tibias cruzadas- o de Ociojoven (con el demonio Ojito, que encaja a la perfección con mi concepción particular de cómo tiene que ser un dado de artillería para Warhammer 40k).

 

Bueno, pues en aquella época ni soñábamos con esto. Me acuerdo que la primera vez que le pedí a mi madre que me comprara unos dados para jugar al Stormbringer –sí, entre otras cosas no teníamos dinero, sino que pedíamos a los padres que nos compraran todo producto que costase más que una bolsa de pipas-, volvió con una flamante caja de cuatro cubiletes y sus respectivos dados para jugar al Parchís. Sí, era una época en la que el grupo musical homónimo existía y en la que los tenderos se reían –incrédulos- cuando pedías dados de más de seis caras.

 

Por fortuna, e instigados por quién sabe que fuerzas oscuras, algunas tiendas de cómics empezaron a vender bolsitas de dados de rol (que incluían indefectiblemente uno de cuatro, uno de seis, uno de ocho, uno de diez, uno de doce y uno de veinte de los más disparatados colores) y miniaturas de Traveller. Nunca entendí la relación entre estas dos cosas, pero era algo tan infalible como que hubiera siempre un dado feo y tan misterioso como que fueran las tiendas de cómics (que no vendían juegos de rol) las que vendieran los dados.

 

Por supuesto, no os imaginéis cajas llenas de bolsitas de dados, ni mostradores con centenares de éstos. Con suerte había tres bolsas por tienda, con lo que la elección de dados solía dejar bastante que desear.

 

Quizá fuera por eso que, hartos de tener los mismos dados opacos de colores primarios y chirriantes entre sí, cuando aparecieron los primeros dados individuales, no nos pudimos resistir a comprarnos demasiados. De la gran seca a la gran remojada, que dicen en mi casa. Así, pasamos de tener una escasa cuadrilla de dados sosones a las mil combinaciones de transparentes, veteados, perlados y demás monadas que se os puedan imaginar. Y entonces llegó él, el definitivo: el hortidado.

 

Todo tiene un límite, y mostrar el extremo suele ser una buena manera de hacer reflexionar al personal. Eso nos ocurrió con el hortidado. Nada volvió a ser como antes.

 

El hortidado, denominación apocopada del dado hortera, es un dado de diez caras dorado. Pero no de un dorado cualquiera, sino de ese dorado de opereta que tenían las monedas de oro de Playmobil o las espadas del tesoro de los piratas de la misma marca de juguetes. Es un dorado que nada tiene que ver con el oro. Es un dorado falso, que clama al cielo. Y, por incomprensible que resulte, alguien lo compró. Para más señas, un amigo mío.

 

Con los dados siempre pasan cosas raras, como que tardáramos días en darnos cuenta de que la diferencia entre los dados de parchís y los D6 es que estos últimos tienen cifras y no puntos, o que haya dados de seis y de ocho que marquen la base de los seises para no confundirlos con ¿nueves?, pero esto del hortidado se llevaba la palma.

 

Para más INRI, tenía su pareja plateada (plateado Playmobil, de nuevo), pero hacía tanto daño a la vista que, obviamente, se perdió en las primeras sesiones de juego. Por el contrario, su consorte, el dorado, sigue entre los viejos dados que guardo en la canoa -¿en qué otro sitio se pueden guardar unos dados?- y se ha convertido en una especie de pieza de museo.

 

No era mío, y siempre intenté que no estuviera en mis mesas de juego, pues era un anticlímax en sí –no se pueden matar demonios con hortidados, excepto arrojándoselos a los ojos-. Sin embargo, cuando su dueño me lo legó, no pude evitar guardarlo en un sitio de honor –lejos de las partidas-. Después de todo, como digo, marcó un hito, un antes y un después.

 

Tras su aparición en nuestras vidas nos cuidamos muy mucho de seguir comprando complementos roleros tan cantosos. Todo tiene un límite.

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DarkReaper
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nunca me he cruzado con un hortidado.... y espero no hacerlo...

muy bueno el relato!

Salu2

no hay camino para la paz, la paz es el camino

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