El Regreso (ciencia ficción)

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greenman
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El señor Andrews se inclinó para descorrer un poco la cortina, y escudriñó la calle, desde la esquina de la ventana.
A pesar que durante las noches de octubre  la temperatura descendía con rapidez, los grupos de niños, enfundados en sus disfraces de monstruos y fantasmas, se hacían cada vez más numerosos.
En las entradas de la casas la luz de la velas adquiría un brillo siniestro, al proyectarse a través de los rostros tallados en las calabazas, que les servían como faroles.
Una ligera brisa comenzó a soplar arrastrando las hojas secas que cubrían las aceras. El señor Andrews pensó, que al ponerse en movimiento las hojas de distintas tonalidades de rojo, se asemejaban a un río de sangre.
La imagen en su mente era una señal. Con el tiempo aprendió a darle importancia a todas las señales. Algo malo estaba a punto de suceder.
Se incorporó, pasándose lengua por los labios resecos y revisó la puerta. Suspiró aliviado tras comprobar que los tres cerrojos estaban corridos.
Sus manos estaban frías y las articulaciones comenzaban a dolerle. Intentó calentarlas bajo sus axilas.
-          Maldita noche de brujas.- murmuró acercándose a la chimenea.
Tomó el atizador y revolvió los restos ya calcinados de los leños. A menos que saliera por más al patio trasero, le resultaría imposible reavivar el fuego.
Cerró los ojos y se visualizó abriendo la puerta. El bombillo no alcanzaría a iluminarlo todo. Las sombras en el fondo del patio se arremolinarían hasta adquirir una forma casi humana y avanzarían, con pasos torpes, pero decididos. El estaría inmóvil, sintiendo su garganta cerrarse, hasta que le resultara imposible emitir sonido alguno.
Abrió los ojos sobresaltado. Por unos segundos se sintió desorientado, sin saber en qué lugar se encontraba. Luego de parpadear varias veces logró reconocer su propia sala de estar.
Se sentó en un sillón frente a la chimenea y estiró los pies, intentando recibir las últimas oleadas de calor. Se cubrió el rostro con las manos y se concentró en normalizar su respiración. Necesitaba tranquilizarse. Si los nervios lo traicionaban se convertiría en una presa fácil.
Cuando sintió que los latidos de su corazón se suavizaban se levantó para servirse una taza de café.
Con el segundo trago logró calmarse. Tal vez sus temores eran infundados y esa noche de brujas sería igual a todas las anteriores.
“A todas, menos a ésa.”
El señor Andrews asintió con una triste sonrisa. La voz dentro de su cabeza tenía razón, esa noche había sido diferente.
Se arremangó la camisa de franela hasta la altura del codo. La piel de su antebrazo izquierdo mostraba, como si hubiera sido hecha con un hierro candente, la marca de la mano que lo había sujetado.
Por esa maldita cicatriz jamás tendría el consuelo, de convencerse, que todo se había tratado de un sueño.
Llevó la cabeza hacia atrás y centró la mirada en un punto indeterminado del techo. El temor que lo acompañaba se había transformado en algo casi físico. Podía verlo en el constante temblor de sus manos. Cerró una de ellas y se mordió los nudillos hasta que el dolor le humedeció los ojos.
Se sentía agotado, pero sabía que no era un cansancio del que se recuperaría durmiendo.
Además dormir era un lujo que no podía permitirse esa noche.
Se levantó y descolgó la vieja escopeta de dos cañones. Abrió la recámara y revisó los cartuchos.
Sólo esperaba tener la lucidez suficiente para utilizarla en el caso de que alguien, o algo, entrara a buscarlo.
La aparente solidez de la puerta lo confortó. Resultaría imposible que alguien llegara a derribarla. Y nada en el mundo podría obligarlo a abrirla. En todos estos años jamás atendió los llamados a la puerta durante la noche de brujas. Los niños sabían que en esa casa no obtendrían un solo caramelo y habían optado por esquivarla durante sus recorridos.
Apoyó la escopeta contra el borde de la chimenea y encendió la radio colocada sobre la repisa. Confiaba en sintonizar algún programa que le ayudara a distraerse por unos momentos.
Movió la perilla despacio, dejando que la aguja navegara entre estática y voces distorsionadas.
Sus dedos se detuvieron al captar el sonido de las sirenas y los incoherentes murmullos de una multitud. El locutor anunció que se encontraba en una granja situada en Grover Mills, Nueva Jersey. Algo en el tono de la voz inquietó al señor Andrews, que se sentó en el borde del sillón con la escopeta sobre las piernas.
El locutor informó, con la ayuda de un tal profesor Pierson, sobre la caída de un extraño cilindro metálico.
Al escuchar el relato del dueño de la granja, el señor Andrews comenzó a sudar copiosamente. La similitud entre esa historia y la suya era asombrosa. Se pasó el dorso de la mano por la frente y mantuvo los ojos bien abiertos, porque temía que apenas un parpadeo, fuera suficiente para que su memoria lo transportara a aquella terrible noche cuarenta años atrás.
Luchaba por concentrarse en la radio y no confundir las imágenes en que se trasformaban las palabras con su propios recuerdos.
Hundió los codos en los brazos del sillón y se incorporó a medias, sin dejar de sostener el arma.
El cilindro se estaba abriendo.
-          Dios mío.- alcanzó a exclamar, antes de empezar a sentir que caía dentro de sí mismo.
Volvía a tener once años y estaba saliendo de la granja de sus padres para adentrarse en el bosque. Creció escuchando las historias de espantos y aparecidos que habitaban en la parte más profunda y estaba decidido a comprobarle a sus compañeros de escuela, que no eran más que mentiras.
-          ¡Bah!- se había mofado, con un movimiento de la mano- son puros inventos para asustarnos y hacernos trabajar.
 La luz de la luna se filtraba entre las ramas desnudas era suficiente para que viera el sendero cubierto de hojas.
Los llamados de los animales nocturnos comenzaron a llenar el ambiente.
Sacó de su bolsillo trasero la navaja de su padre. Extendió la hoja que emitió un débil destello y apretó el mango con fuerza.
Se detuvo al llegar a un claro. Le extrañó no encontrar una tan sola hoja, ni el más pequeño rastro de hierba. La tierra tenía un color oscuro, casi negro. Se acuclilló y tomó un puñado. Hizo un gesto de desagrado al acercarlo a su nariz y lo arrojó, limpiándose luego la mano con la pernera del pantalón. Frunció el entrecejo al recordar que los lugares en que se reunían los adoradores del demonio quedaban impregnados por el azufre. Jamás había olido el azufre, pero escuchó decir que era un olor asqueroso y no creía encontrar uno peor que el que despedía esa tierra.
Un ruido, como el de una rama al romperse, lo hizo ponerse de pie de un salto. Giró intentando determinar su procedencia. A pesar de que la oscuridad que separaba a los árboles era profunda, creyó vislumbrar algo, que corría entre ellos.
De pronto, todos los personajes que poblaban las historias de su abuela, surgieron desde el fondo de su memoria, formaron un círculo y discutieron sobre quién sería el elegido para materializarse en el bosque.
El pequeño Andrews, decidió, que no se quedaría para felicitar al ganador.
Localizó el sendero y tensó los músculos para emprender la carrera. Antes de que diera el primer paso lo cubrió la luz más intensa que había visto en su vida. Levantó un brazo para protegerse los ojos. Quedó paralizado, hasta que el ardor en su otro brazo le hizo reaccionar. Alguien lo asía con firmeza. No quería mirar, pero el miedo y la curiosidad siempre viajan juntos.
Entrecerró los ojos y se volteó lentamente. La luz sólo le permitía distinguir,  a medias,  el contorno de lo que tenía al lado. Parecía un hombre, sin embargo él nunca había visto uno con los miembros tan largos y con una cabeza, Dios santo, pensó, con una cabeza que era por lo menos tres veces más grande de lo normal.
Alguien con ese aspecto no podía tener muy buenas intenciones.
En ese instante un destello de sentido común cruzó por su mente y recordó la navaja. La clavó con todas sus fuerzas en el brazo de la criatura, que retrocedió dejando escapar un agudo quejido. Al sentir que quedaba libre, el pequeño Andrews echó a correr en dirección a la granja. A medio camino se detuvo, imaginando la paliza que le propinaría su padre al descubrir que había extraviado la navaja. Tal vez podría recuperarla. Jadeó colocándose ambas manos en la cintura y pensó en regresar. Afortunadamente, el destello de sentido común, había decidido que esa noche cruzaría dos veces y, el pequeño Andrews siguió corriendo, hasta llegar a la seguridad de su casa.
Ahora, él y su terrible recuerdo, celebraban un nuevo aniversario.
Volvió a concentrarse en el boletín informativo. El ser que surgió del cilindro avanzaba con dificultad, como si luchara contra la fuerza de gravedad. Llegaban más patrullas y por lo que escuchaba estaban decidiendo el plan a seguir.
La voz del locutor cambió de pronto al describir el rayo de luz que había desatado un pequeño infierno. Los hombres caían calcinados, mientras el fuego se propagaba sin control, consumiendo todo a su paso.
El señor Andrews sintió un intenso dolor en el pecho y en la articulación del hombro. Le pareció como si el interior de su cabeza se llenara de espuma.
Las autoridades optaron por decretar el estado de guerra. Minutos después el ejército ya se encontraba en el área, rodeando por todos los flancos al extraño cilindro y a su tripulante.
El portavoz de la milicia estimó que la situación se encontraba bajo control.
El señor Andrews no estuvo de acuerdo. No comprendían la magnitud del peligro al que se exponían.
Los soldados se dirigían hacia el cilindro, que se elevó hasta una altura superior a la de los árboles circundantes.
Se produjo un angustioso silencio.
La voz de un nuevo locutor aclaró de una vez todas sus dudas. Durante años creyó que había tenido un encuentro con un tipo de fantasma. Recopiló todos los libros de ocultismo que logró comprar y acudió a innumerables sesiones espiritistas, en un intento de exorcizar a la entidad con la que se enfrentó durante su infancia y evitar su posible regreso.
Ahora sabía que se trataba de un ser de otro planeta. Sonrió con gratitud. Sin importar que tan terrible sea la verdad y el tiempo que tarde en llegar, siempre logra brindar un poco de alivio.
La sonrisa se le congeló en los labios al oír que sólo ciento veinte de los siete mil soldados sobrevivieron al ataque del monstruo espacial.
La gente huía bloqueando las calles en su desesperación.
A continuación transmitieron un mensaje del Secretario del Interior, quien llamaba a la calma.
Para él era fácil pedir tranquilidad y confianza, pensó el señor Andrews. En ese momento se encontraría bien resguardado en Washington.
Se levantó empuñando el arma y volvió a atisbar por la ventana. En esta ocasión la calle estaba desierta. Alcanzó a distinguir las figuras que se dibujaban por las ventanas de las casas de enfrente. Las familias estaban reunidas alrededor de sus aparatos de radio.
Se descubrieron nuevos cilindros en Virginia y Nueva Jersey. Avanzaban a una gran velocidad destruyendo todas las vías de comunicación a su paso. Escuadras de bombarderos los seguían desde el aire, intentando establecer el rumbo que habrían de tomar.
En tierra la artillería hacía lo posible por contener su avance.
Con seguridad los invasores llegarían a todas la ciudades importantes.
El señor Andrews siempre creyó que si el ser regresaba lo haría solo; jamás imagino una invasión a gran escala. No estaba preparado para eso, nadie lo estaba.
Tal vez lo más conveniente sería que se ocultara en el sótano. Ese era el mejor lugar para sobrevivir a un ataque. Además allí mantenía su alacena. No tendría que preocuparse por alimentos.
Desconectó la radio. En el sótano había una toma y podría mantenerse informado, por lo menos hasta que el servicio de electricidad fuera cortado.
Cerró la puerta doble y corrió el cerrojo. El sótano quedaba suficientemente iluminado. Se congratuló por haber colocado bombillos de alta potencia. Bajó las gradas con toda la rapidez que le fue posible; quería escuchar las últimas noticias.
Los artilleros lograron averiar una de las máquinas. Suspiró con un poco de alivio. Después de todo no eran invulnerables.
Una gruesa cortina de humo se extendió por el campo, impidiendo que los cañones fuesen apuntados con precisión.
Los bombarderos localizaron los trípodes mecánicos y descubrieron que su objetivo inmediato era la ciudad de Nueva York. Los pilotos decidieron atacar. Al iniciar las maniobras una de las máquinas disparó el terrible rayo de calor. En cuestión de minutos los aviones fueron derribados.
Los locutores de Nueva York comunicaron sobre la completa evacuación de la Ciudad.
El señor Andrews se llevó una mano a la frente con preocupación, al escuchar como las máquinas cruzaban el Hudson. El ejército estaba destruido y la gente se alejaba de la ciudad por todos los medios posibles.
Los cilindros seguían cayendo a un ritmo alarmante. Era cuestión de tiempo para que se hicieran con el control absoluto del País.
De haber contado su historia quizás ésta habría llegado a oídos de las personas indicadas. El gobierno estaría mejor preparado. Aunque claro, era muy posible que lo hubieran tomado por un chiflado y tan solo esas revistas de mala calidad, que se encontraban en los puestos de periódicos con nombres como Amazing y Astonishing, se hubieran atrevido a publicar su relato. Si la humanidad sobrevivía todos esos tipos que soñaban con viajes interplanetarios y héroes que rescataban hermosas princesas atrapadas en asteroides desconocidos, tendrían su momento de gloria. Podrían convertirse en los nuevos líderes y jactarse de que ellos siempre se lo esperaron.
En lo personal él jamás se interesó en ese tipo de literatura. Fue un error. Si hubiera sabido interpretar su experiencia no hubiera malgastado su tiempo con libros sobre brujas y demonios.
Al escuchar cómo la gente moría sobre las calles o se lanzaba al agua, en un vano intento de salvarse, las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas.
El mundo nunca volvería a ser el mismo. Sus puños se crisparon. La rabia suplantó al miedo y al dolor. No importaba que sólo contara con una vieja escopeta, lucharía contra esos malditos. Muy pronto se enterarían de lo que era capaz.
Estaba imaginándose de pie frente a una de las máquinas, mientras disparaba con los ojos inyectados en sangre y reía como un poseso, cuando su quijada cayó y giró el cuello en dirección a la radio.
No sabía si había escuchado bien. Sostuvo la escopeta con una mano y se limpió un oído con el dedo.
Todo era una broma. Los bastardos de la CBS estaban dramatizando una novela. Estuvo tentado a pegarle un tiro a la radio. Lo habría hecho de no haberse tratado de un aparato nuevo.
Se pasó una mano por el cabello, sin saber si debía reír o llorar. Miró a su alrededor sintiéndose como un idiota. Por lo menos estaba seguro que no sería el único.
Apagó la radio y abandonó el sótano.
Llegó al baño, con todas esas emociones se había olvidado de orinar. Levantó la tapa y se inclinó un poco para no fallar. Cerró los ojos por un instante y al abrirlos se encontró inmerso en una densa oscuridad. Salió al pasillo, dando unos pasos vacilantes.
Se dijo que no debía preocuparse, era probable que se tratara de un fallo en el servicio de electricidad. El viento podría haber dañado el cableado. Avanzó a tientas hasta la sala, en la repisa de la chimenea tenía una caja de fósforos.
Un débil resplandor se extendía a lo largo de las cortinas. El señor Andrews frunció el ceño extrañado y las hizo a un lado con la mano. El alumbrado público estaba funcionando y por lo que alcanzaba a ver el resto de las casas se hallaba bien iluminado.
Debía mostrarse razonable antes de permitir que el pánico volviera a apoderarse de él. Alguno de los tapones de seguridad debía haber saltado. Sólo tendría que regresar al sótano y revisarlos.
Le pareció escuchar una vocecilla que le decía que había sido un error subir sin la escopeta.
Encendió un fósforo y caminó ahuecando una mano alrededor de la pequeña llama, en el armario de la cocina guardaba las velas. Se acuclilló para abrir las gavetas más bajas. Encontró una vela cuando el fósforo ya amenazaba con apagarse. Se levantó y giró para dirigirse al sótano.
Por una fracción de segundo su corazón dejó de bombear sangre. Las cosas que lo rodeaban se volvieron irreales, como si junto a él hubieran sido transportadas al interior de un sueño.
Una mano se cerró sobre su cuello y lo levantó varias pulgadas en el aire. La trémula luz de la vela se reflejó en los oscuros y enormes ojos. El señor Andrews bajó la mirada hacia la fina línea que aparentaba ser la boca de la criatura. Antes de que la vela se cayera de sus dedos le pareció ver que se curvaba en una sonrisa.
El también sonrió resignado. Ya no tendría que temer su regreso.
 

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Léolo
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Greenman, junto al título de tu relato debes poner la categoría en la que deseas participar:

terror (T), ciencia-ficción (CF) o fantasía (F).

¡Muchas gracias!

 

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jane eyre
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 Bienvenido/a, Greenman

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