Se buscan Nuevos compañeros (T)

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Ricardo Sarmien...
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                                                       Se buscan nuevos compañeros.

Marie siempre regresaba a las cuatro y cuarto de la escuela, aunque la salida normal era a   las y treinta, ella se las arreglaba para largarse un poco antes, usualmente escapándose o mintiéndole a cualquier profesor. Por el camino se detenía enfrente del pequeño desierto que se dibujaba cerca de su hogar. Ese paisaje la fascinaba, allí podía despejar su mente, llevarla lejos de las bromas de mal gusto que le dedicaban los “amigos” de clase. Casi en medio de la nada, donde se hallaba el pueblucho de mala muerte aquel, se paraba la señorita Rousse. Divisaba, cuando no se avecinaba una pequeña tormenta, el diminuto sobresaliente de los restos de un refugio que se situaban casi en medio del mar de arena. Le habían contado los más viejos del lugar que antes, muchos años antes, cuando la Segunda Guerra Mundial estaba en pleno auge, el pedazo de lo que era infértil y ella amaba, se cubría por el agua alcanzando la profundidad de diez metros aproximadamente. Sentada en el borde del precipicio escuchaba con deleite los gritos que le ofrecían las proximidades a esa hora: las cuatro y veinte de la tarde.

La leyenda local contaba que el refugio guardaba incrustados en las paredes los restos de personas que fueron torturadas en aquellos tiempos, que eran atrapadas y llevadas en el siniestro submarino hacia el interior de la fosa en la que descansarían o perderían la cordura eternamente. Trataban los nazis de sacarle cualquier tipo de información a los condenados, al menos esa era la razón que encubría lo que probablemente fuera diversión. Nunca nadie supo nada con exactitud, nunca nadie salió. Sólo demoraban en llegar los cadáveres a la orilla por el poco oleaje de la represa. No habían animales cerca del pozo inmenso, al parecer sentían la muerte.

La niña de catorce años de vez en cuando descendía y llegaba al suelo cubierto de millones de granitos apenas distinguibles y dando unas cuantas patadas en los bultos desenterraba restos, pedazos de esqueletos. La primera ocasión que hizo esto llevó un fémur casa. Cuando su abuela lo vio, la abofeteó y le dijo que regresara el hueso al lugar donde lo encontró. Desde cierto punto la maldita anciana estaba desquiciada, era una especie de fanática religiosa, y Marie odiaba esa vida, osaba decirle a su abuela que Dios era una caja de cristal embadurnada, lo que le costaba pasar los fines de semana encerrada en el sótano comiendo migajas de pan y recibiendo golpes con la gruesa biblia en francés de la cual la mujer había memorizado más de la mitad de los pasajes.

La búsqueda de osamenta se convirtió en un hobby quizá producto de su rebeldía. Llevaba los hallazgos a su cuarto procurando que la fetiche con la que convivía no los viera. Los dejaba descansar en un baúl color caoba que tenía más de veinte años. Incluso pensó en hacer ritos satánicos en ofensa a “la religiosa”, finalmente, no lo hacía por vagancia. Tenía un pensamiento de alguna forma avanzado para su edad, sí que lo tenía.

El día en que todo pasó, no recogió ningún resto, únicamente se limitó a correr hasta donde nunca había llegado: la puerta metálica del refugio. Era grande con respecto a Miss Rousse, muy grande, con manchas de óxido y repleta de cabezas de tornillos que parecían ser balazos lanzados desde el interior de la cueva creada por humanos. De un lado salían dos conos víctimas de erosión por completo y entre ellos había un cerrojo, una hendidura para introducir la llave que tendría cuatro pulgadas a juicio de la pequeña por lo grande que era el orificio, incluso dos de sus dedos cabían. No le parecía aterradora en absoluto, más bien interesante. Allí, sola, oyendo el poco aire soplar, viendo lejos, casi a un kilómetro de la carretera, a los demás niños pasar, se sentía segura, protegida del mundo. Era casi el instante de marcharse y para despedirse dio tres toques blandos con sus puños que sonaron como bombas. Podía oír, mientras corría a casa, los golpes.

Al igual que otros días entraba en su cuarto, dejaba la mochila que casi nunca quitaba de su espalda y retiraba el uniforme de su cuerpecillo. Se contemplaba frente al espejo, tocaba los rizos rubios como trigo, la suave y tierna piel, hasta que rompía en ira y mordía con desenfado sus muñecas. En algunos momentos bajaba a la cocina e imaginaba una madre preparando la cena, abrazada de un padre. La personificación de la madre sería una figura esbelta, delicada y cariñosa. El padre tendría el pelo amarillo y la misma barbillas que ella. Puede que no aceptara ser huérfana.

Fue a parar con la anciana porque ella era la dueña del  orfanato donde habitaba cuando este se incendió, todos los niños murieron, ella fue la sobreviviente y Madame Pierre la acogió. Desde ese instante el trauma de la señora comenzó a crecer hasta el punto de no percatarse del daño que provocaba en la triste figurita que estaba a su cuidado.  

Por minutos como era la idea de tener padres, de tener familia como los del aula y de reír; venía la amargura a su rostro casi de sopetón, sin que controlase este cambio la dueña del cuerpo donde era probable que residiera un demonio. No había cambios en su boca ni en su pose, sino en sus ojos que se enardecían y según el ritual de la metamorfosis venía la agitación de manos como si espantase algún olor de su nariz: el olor a carne chamuscada. Carne inocente pudriéndose. Así leería la policía en un diario suyo.

Ese  miércoles no comió, se fue a la cama más temprano de lo usual y la Madame se preocupó un poco, mas no le dio importancia y fue a su lecho también. Cayó víctima del sueño la señorita mirando al baúl color caoba que se abría lentamente al mismo tiempo de agitarse su pecho e involuntariamente sus párpados caían. Oyó pasos, una voz diciendo que la venían a buscar, le habían abierto las puertas.

A una nube negra subió sin querer hacerlo, siendo víctima de un movimiento mecánico sin autocontrol. Se deslizó con sigilo por la puerta del cuarto que se abría y luego volvía a su posición anterior. Bajó las escaleras el “automóvil” a domicilio y por la ventana que daba paso al exterior donde reposaban las rosas de la otra inquilina, arrojando al piso  varias macetas, escapó el humo sin fragancia que asfixiaba con su sola presencia y servía de caballo al jinete asustado de las mejillas sonrojadas por el fluido de orina incesante.

Marie Rousse veía cómo se alejaba de la residencia y se adentraba en el desierto donde jugaba, reparaba en las aves espantadas que no había atisbado jamás en el territorio. La nube adquirió más velocidad y se detuvo frente a la puerta que antes no le daba miedo a nuestra protagonista. De repente cayó al suelo quien fue segundos previos jinete y sintió las ráfagas de viento, de gritos, que salían por la rendija de la zona más baja del trozo gigantesco de metal. Se puso de pie con trabajo y ansias de conocer. Estaba asustada y quería seguir viendo, poseía un espíritu masoquista.

Comenzó a ceder paso al pequeño cuerpecito el objeto que bloqueaba la entrada al infierno. Una vez despejado el camino los gritos cesaron, quedaron a la vista de la infante los escalones manchados de una sustancia color marrón en forma de rachas verticales que identificó como sangre. Descendía dando saltos y contando los eslabones, lucía tan inocente. Cuando llegó al fondo daba cincuenta la suma.

Desembocaba la escalera en una sala similar a la de un manicomio abandonado, con luces parpadeantes y paredes forradas de azulejos blancos. No había nada más que un pequeño pasillo por el que cabría una persona baja y un buró de mármol adornado con dedos cortados al que se acercó inmediatamente. Encima había una nota que rezaba: te esperamos, sigue el pasillo.

No hizo ademán de duda y leída la nota se lanzó en una carrera con su sombra hacia el lugar que le pedían. En el principio del corredor angosto notó que los azulejos no tenían el mismo color que en la sala del buró, eran azules,  un azul oscuro igual al de las noches de verano. De la gran iluminación que recibían se veían casi blancos. Intentaba ver el final del corredor. Estaban manchados el piso y las paredes del líquido color carmín. Lo supo por el olor repugnante y penetrante, esta vez era sangre fresca, sin coagular.

Por primera vez dudó, en ir corriendo por el pasillo para alcanzar a ver más belleza o dirigirse caminando pausadamente para también disfrutar a plenitud el olor que hacía salir a los pequeños ojitos azules de sus órbitas. Escogió la segunda opción propuesta por ella misma. A medida que avanzaba podía llegar a sentir los fragmentos de carne desgarrada, los intestinos despojados de los cuerpos que no aparecían en el lugar y reía traviesa cuando creía haber pisado un ojo. Poco a poco el pijama blanco en forma de vestido fue cubriéndose de desgarres y color rojo vivo, además del tinte amarillento que propiciaba el secado de la orina.
Avecinándose al fin del pasillo notó algo colgando: una porción de carne en una cruz nombrada por el cartel subyacente INRI. Era un cuerpo. Podía olerlo, tocarlo, besar sus pies, morder sus dedos, saborear la carne, hincar con la barra de hierro su vientre, arrancar con pinzas las uñas, golpear con un mazo la boca del bulto y reír, eso, reír a carcajadas. Lo hizo, todo ello hizo, no tuvo ápice alguno de pena. Ahora ella era quien gritaba, en la salida del pasillo de baldosas azules estaba cubierta de churre, de peste, de locura y lanzaba quejidos de placer a las paredes sin un pigmento como tal, negruzcas, posibles víctimas de algún fuego. Miss Marie Rousse se encontraba, a su consideración, mejor que nunca. Siempre quiso hacerle todas esas cosas al cadáver de su “abuela”, y tenía la oportunidad.

De golpe se detuvo cuando el dolor la abarcó: sus pies no tenían uñas, su estómago sangraba, sus manos estaban mordisqueadas, la lengua se le salía de la boca y no podía evitarlo, se tragó los dientes, vivió cómo le rasgaban la garganta, perdió la visión. Logró antes de no tener ojos notar que el cadáver colgante mostraba rasgos físicos inmensos parecidos a los que contemplaba días antes, cuando llegaba de la escuela, en un espejo familiar. Sintió los clavos en sus manos y pies hundirse sin compasión y espetó al mundo chillidos del mayor malestar que puede tener un humano (si era un humano lo que fallecía en el fondo del túnel). Quiso salir corriendo y no pudo, era tarde, muy tarde, el pasillo de baldosas azules se cerraba y arrulló entre sus paredes las manos de la señorita que era ya indolora.

No salieron ni los restos de su cuerpo muerto del lugar que amó la niña, del lugar donde su alma estaría encerrada para siempre, esperando su turno de mandar la nube negra a buscar nuevos compañeros.

 

Si me ves... mátame, por favor.

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Patapalo
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Cierro este relato que está repetido.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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