Evolucion (F)

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rlopezji
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El antiguo oasis que había sido su hogar por generaciones se estaba marchitando y moriría con ellos. Todos sabían que no sobrevivirían al verano sin agua y ésta se había acabado hacia ya días. La tierra, otrora generosa, se agrietaba ahora mostrando unas cicatrices permanentes de polvo y sal.
Las familias marcharían varios días hasta el paso sobre la garganta que conducía a las tierras fértiles pero muchos no alcanzarían a ver el viejo tronco caído que conectaba la muerte con la vida. El esfuerzo de algunos saciaría a las bestias y a los buitres pues la sabana que tenían por delante no era misericordiosa y la familia había desperdiciado demasiado tiempo esperando por las lluvias que jamás llegaron.
Madre inicio lo marcha aquella madrugada empujando con su determinación al miedo que la invadía. Sabía que tantos días sin agua eran demasiados, pero se negaba a ver morir a sus niños. Padre la siguió en silencio, como siempre, agradecido de su fortaleza. Una caravana de pies resecos abandonaba el oasis por última vez levantando a cada paso el olor del polvo.
Madre abrió la marcha sin mirar atrás, rezando a los dioses por la fortaleza que carecía. Padre la cerraba, custodiando a los tres pequeños.
Cerca del mediodía encontraron la sombra bajo algunos arbustos calcinados donde acomodaron a los niños en silencio y descansaron sus cuerpos de los embates del sol implacable.  Al cabo de unas horas Madre se incorporó mirando al norte y comenzó nuevamente su marcha oyendo como Padre levantaba a las crías de su letanía.
Finalmente el sol comenzó a extinguirse y las primeras estrellas del ocaso danzaron titilantes ante sus ojos. El grupo buscaba vanamente dónde pasar la noche al resguardo de las fieras que se nutrían de la oscuridad pero un pequeño espino fue todo lo que pudieron hallar.
Inexplicablemente Madre no buscó el cobijo del arbusto y llevó a la familia lejos del grupo principal. Compartieron los pocos frutos que tenían mientras Padre fue a buscar algunas ramas del espino para masticar inútilmente.
Madre untó a los niños con la tierra reseca, como evocando los baños cuando el agua era pródiga. Mas tarde, fue el turno de ella y de Padre. Compartieron una ceremonia preciosa hecha de momentos mínimos, como su fuera la primera vez, o quizá, sabiendo que podía ser la última.
Mientras los pequeños dormitaban Madre creyó escuchar aullidos lejanos pero la mirada de Padre le indicó todo lo que necesitaba saber. El hambre de las hienas era inconfundible. Miraron hacia las estrellas que iluminaban el cielo sin entenderlas, tratando de alejar de sus mentes los sonidos extraños que se acercaban. Llegaron hasta ellos nuevos aullidos, y  esta vez todo el grupo oyó. Los mayores rodearon a las crías aun dormidas y esperaron que la noche fuera corta.
Al amanecer Padre comprobó que el grupo principal había sido atacado por las implacables hienas. Estas solo habían dejado las manchas marrones de la sangre fresca sobre la tierra y las pocas bayas que no les fueron apetecibles. La ley de la vida no había perdonado a ningún alma, salvo las suyas. Padre no lograba entender por qué habían sido perdonados. Se preguntaba si la jauría se habría saciado pronto, o si la decisión de Madre de alejarlos del grupo había sido profética. Tomó las bayas y regresó con su familia. Madre lo vió llegar y comprendió en su mirada la tragedia que acechaba mientras se encaminaba lentamente hacia la salvación que se ocultaba rumbo norte.
Seguros de que cualquier palabra solo consumiría la poca humedad de sus bocas, la familia, silenciosa, caminó por horas. La estoica determinación de Madre fortalecía al grupo, que mantenía el paso lento y cansino, pero no se detenía, como tratando de alejar el peligro que se arrastraba tras ellos.
El abrasador día fue un refugio contra las bestias que los seguían pero una pesada carga para sus cuerpos y las bayas que cargaba Padre fueron un inútil sustituto para el reclamo de sus cuerpos hambrientos. Así como el día, la noche llegó, trayendo el remanso refrescante que acariciaba la tierra calcinada y los recuerdos de la amenaza que los acechaba.
Ella rezó para que hienas se hubieran saciado hasta la mañana. El no sabía a quién rezar.
Estaban solos ahora y no podían dormir. Madre miraba a los pequeños extasiada, sin lágrimas para derramar, nutriéndose de sus caritas indefensas para llenar de valor su mente mientras Padre deambulaba instintivamente en círculos en una inútil parodia de protección.
El amanecer del último día tiñó de rojo el firmamento, como presagiando la sangre por derramar. Pequeñas nubes se formaban hacia el norte donde aquel viejo tronco caído daba paso hacia una promesa de vida.
El grupo consumía el camino arrastrando sus pasos mientras las hienas los seguían a pocos kilómetros esperando la oportunidad de la oscuridad.
Cuando Madre divisó las primeras rocas y aquel tronco caído que coronaba el paso sobre la garganta, los últimos rayos de sol comenzaban a morir por el oeste. Pero las hienas estaban decididas a no seguirlos más.
Madre empujó a los niños por el angosto tronco cruzando la profunda garganta. Qué increíble designio que tan pequeño puente separara un mundo moribundo de una nueva esperanza, solo aferrado por sus raíces, como dedos que se negaban a desprenderse del suelo que lo había alimentado toda su vida. A los lejos, Madre vió los árboles y el verde que creía olvidados.
Se dió vuelta pisando las viejas raíces y Padre la miró por última vez. Comprendió que no tenían salida si las hienas los seguían e hizo lo único que podía hacer. Sus brazos peludos extrajeron las últimas fuerzas de su cuerpo y comenzó a empujar las ramas del viejo tronco hasta que este cayó por el borde rocoso. Allí quedó colgando en la otra ladera, a los pies de Madre.
Padre se quedo mirándola. Y su mirada se fundió en la de ella, agradeciéndole sin decirlo por sus vidas y el futuro que ella cuidaría. Sentía a las hienas en su espalda pero se negó a desperdiciar sus últimos minutos de vida en otra visión.
Murió sabiendo que ella lo amaba, que cuidaría a sus crías y que su sacrificio insignificante le regalaba el milagro de las nuevas vidas que se dirigían sin verlo hacia ese espejismo verde que agonizaba en la noche.

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jane eyre
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