Plenilunio

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Un relato de Manheor

Segundo Invierno. Luna Llena. Media Noche

Un aullido rasgó la noche.

Vassar apoyó su arco sobre la ribera húmeda. Desató las cinchas de las distintas piezas de su armadura dorada y las dejó caer en la hierba. El metal tintineó, dejando tras de sí un eco agudo resonando en la quietud del bosque que observaba, en silencio. Al otro lado del río, sobre la maleza húmeda por el rocío, yacía la bestia. Ya no se movía. Vassar se subió las perneras de las calzas, se acercó a la orilla y saltó sobre la corriente.

Un escalofrío mordió sus tobillos como una mandíbula de fuego helado, extendiéndose por sus venas hasta escarchar el corazón que dejó de latir, por un instante. Vassar exhaló una vaharada gélida, que flotó en una espiral azulada bajo la luz del plenilunio. Avanzaba lentamente. Sus pies resbalaban contra el légamo que cubría el irregular lecho del río y la corriente lo empujaba con fuerza, amenazando con tumbarlo. El agua le cubrió hasta las rodillas, luego a la cintura, luego bajo el pecho y luego bajó a la cintura de nuevo. Ya restaban tan sólo unos pasos.

Se derrumbó sobre la hierba y hojarasca y sus músculos comenzaron a temblar en espasmos violentos. Ni un susurro ascendía por su garganta. No podía gritar. Al fin, logró serenarse, aunque estallidos de dolor aún azotaban su cuerpo. Se levantó, trastabilló, cayendo de espaldas, y volvió a levantarse. La bestia lo miraba sin pestañear. Aún respiraba...

Sus ojos bulbosos asomaban entre el pelaje azulado con un fulgor lechoso. Su largo hocico dejaba entrever afilados colmillos, sables de marfil, emergiendo de sus poderosas quijadas. Pero no había odio en su rostro. Vassar no lo comprendía. Se miraron a los ojos y el viento dejó de agitar las voces arbóreas del bosque. De pronto, se percató de que algo se movía en la bestia. En su vientre. Algo golpeaba la carne peluda, combándola hacia fuera. La mano de Vassar dejó atrás su cintura y sus dedos aferraron el cuero de una empuñadura a su espalda. La hoja del puñal abandonó la vaina sin un sonido.

 

Primer Invierno. Luna nueva. Atardecer.

Aleyra le sonrió a la bélide, mientras asía su fino tallo entre el índice y el pulgar. El satén encarnado de su vestido relucía en el atardecer, compitiendo con los sangrientos jirones del crepúsculo visibles a través del tupido ramaje de los cipreses. Aleyra suspiró, soltó la bella flor y se dejó caer sobre la hierba, derramando su melena escarlata a los pies del hermoso y anciano titán vegetal que amaba desde niña. Palpó la corteza de su tronco desde el suelo. Estaba cálido, como los senos de su yaya cuando la estrujaba no hacía mucho tiempo. Aleyra le sonrió al tronco. Sólo faltaban dos lunas llenas y yacería con él... Sus diecisiete primaveras desfloradas en un instante de fogosa pasión masculina. El olor y el sabor de su pecho sudoroso y velludo... Aleyra estalló en carcajadas y fue como si mil cristales inocentes cantaran, en su tintineo, la alegría. Yacería con él y su nombre sería “reina”. Para siempre.

El día estaba muriendo. Amaba aquella hora, cuando los haces solares se volvían visibles y anchos, derramando sombras espigadas y espesas sobre la hierba. Cerró los ojos, sin dejar de apuntar su mirada al oeste, dejando que el resplandor mortecino iluminara de rojo la oscuridad de sus párpados sellados. El aura bermeja murió súbitamente, como si, de pronto, el sol se hubiera desangrado.

Cuando Aleyra abrió los ojos, la bestia estaba allí.

 

Segundo Invierno. Luna Llena. Atardecer.

Los vitrales crujieron escarchados bajo el cuero de las suelas. Visos y reflejos titilean sobre el arco iris de esquirlas que tupen el parqué caoba de la alcoba real. Vacía... Vassar contempló el cuarto en silencio, mientras, sin atreverse a traspasar el arco dorado que guardaba la intimidad de los reyes, el paje que le ha dado la noticia espera, su túnica de lino blanco reflejando el suave resplandor anaranjado de los trípodes ardientes.

Vassar comenzó a caminar lentamente, en círculos, como un sabueso husmeando el rastro. Abrió cajones y palpó los anaqueles; descorrió las cortinas de muselina que protegían el lecho real de miradas plebeyas; revolvió las sábanas de seda azul y se llevó su suave tejido al rostro. Aún estaba ahí, vestigios de su perfume.

Y entonces, tumbado sobre la cama que tantas noches de placer y caricias le había procurado, Vassar, regente de los siete tronos de amatista, dueño de todo el continente de Aquilla, desde los marjales de chalma roja a los rompientes y arrecifes del mar oscuro y esposo de la mujer más bella que jamás hubiera nacido, Aleyra, la de melena ígnea, rompió a llorar, incontenible. Mas un fuego incendió sus mejillas en dos bermejos óvalos y sus lágrimas se secaron en un instante. Se acercó al vano del vitral destrozado y tomó en su puño un mechón de pelaje azulado que reposaba sobre la madera, la única huella del captor de su amada, de su seguro asesino. Era suficiente para Vassar.

La bestia aguardaba en el bosque y él tejería un collar con sus entrañas.

 

Primavera. Media Luna. Madrugada.

Las horas volaban sobre la alcoba, húmedas y sudorosas. Aleyra arqueó su cuerpo, dejando que sus pezones duros y ardientes apuntaran hacia el dosel de terciopelo que cubría su lecho nupcial. Las manos del rey, su rey, estrujaron con fuerza sus nalgas. El calor se derramó bajo su vientre, extendiéndose como la lava de un volcán por su cuerpo desnudo, electrizando su piel en oleadas puras de placer. Aleyra gritó una sola vez y su grito vibró en los vitrales que festoneaban las frías paredes de piedra, iluminadas por la difusa distorsión arco iris de la luz lunar.

Pero, a pesar de las caricias y los besos, a pesar de los forcejeos, de los tirones y apretones, de los jadeos entrecortados y las lenguas buscando el calor, la mente de Aleyra permanecía fría como los muros del castillo y ni una sola vez las manos del rey palparon su marca: las dos cicatrices ovaladas que mancillaban su nuca, ocultas tras el velo escarlata de su melena.

Aleyra suspiró de terror, mientras el amor duro de su esposo y rey seguía penetrando su cuerpo; suspiró y cerró los ojos, formulando un deseo en silencio: «que la noche acabe pronto».

 

Segundo invierno. Luna llena. Medianoche.

La hoja abandonó la vaina sin un sonido. Aferrando el puñal entre sus dedos, Vassar avanzó hacia la bestia que, entre jadeos entrecortados e intermitentes, aún respiraba. La palpitación que agitaba su vientre había remitido en su violencia, mas todavía combaba el abdomen monstruoso hacia fuera, pugnando por atravesarlo.

Vassar se detuvo y se arrodilló a los pies del engendro. Los ojos bulbosos y brillantes seguían clavados en él, pero el fulgor lechoso se desvanecía. El icor dorado que corría por sus venas empapaba el pelaje azulado de su cuello, allí donde la saeta lo había atravesado limpiamente, sin hincarse entre la carne. Vassar sintió una punzada de lástima por la bestia caída, dejando que su mano libre acariciara débilmente el pelaje del animal. Y entonces recordó la piel tersa de su amor, Aleyra, su melena escarlata reluciendo en el crepúsculo. Apretó las mandíbulas.

La hoja curvada penetró el vientre con facilidad, como si estuviera hundiéndose en melaza. La bestia no exclamó ni un quejido. Un borbotón brillante de sangre áurea se derramó sobre la hierba, resplandeciendo en el claro de luna que iluminaba el margen del río. Vassar dejó caer el cuchillo, se humedeció los labios y hundió ambas manos en las entrañas de la bestia. Algo se movía en su interior. Sus dedos palparon carne tibia, suave, y el vacilante pulso de un corazón débil y menudo. Agarrando con delicadeza el torso del desconocido ser, Vassar encogió sus antebrazos, tirando hacia él, emergiendo de la bestia con una pátina dorada que le cubría hasta los codos. Alzándolo hacia el resplandor lunar, pudo contemplar qué era aquella criatura que anidaba en las entrañas monstruosas. Sus brazos se aflojaron. Su boca se abrió en un chillido mudo.

Iluminado por la luz plateada, el cuerpo húmedo y rechoncho de un bebé, de un niño, lucía sonrosado frente al rostro desencajado de Vassar. Colgando de su ombligo, un grueso cordón umbilical caía sobre la hierba encharcada en oro líquido, perdiéndose en el interior de la herida que desparramaba las entrañas de la bestia. Aún boquiabierto, Vassar acercó el cálido cuerpecillo a su pecho, con la mirada perdida más allá de la luna, que lucía como un ojo ciego en la quietud de la foresta. Se dio la vuelta, percibiendo un olor suave y conocido, un perfume mezcla de jazmín y piel desnuda. Y entonces vio lo imposible.

De los labios de su amada moribunda no salió ni un suspiro. Pero, en silencio, dibujaron tres palabras: “Lo siento. Cuídalo.”

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
Puntos: 208859

Muy bueno. Un relato que retoma la elegancia y la trágica épica de los clásicos, pero con una prosa nueva. Me ha gustado mucho. Me fascina ver el estilo propio que te has labrado, compañero. Bravo.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Manheor
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Puntos: 1919

Alegra mucho escuchar eso.

Aún con todos los experimentos y cambios (poco tiene quer ver "La visión" con "Hamelín" o con "Plenilunio"), creo que sí subyace un yo por debajo.

Y eso, sea mejor o peor tal yo, es mi mayor orgullo.

Podria estar encerrado en una cascara de nuez y sentirme dueño de un espacio infinit

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Maundevar
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Puntos: 2089

Me ha gustado mucho. El estilo, la forma de relatarlo, perfecto. Y el final, tremendo. Me encantan esos finales duros y brutales. Tienes una prosa delicada, que en las ocasiones importantes sabes hacer explotar en una violencia, sadismo y erotismo que altera al lector y deja un sabor interesante tras la lectura.

Solo una duda. En El primer invierno. Luna nueva. Atardecer, dices "Cuando Aleyra abrió los ojos, la bestia estaba allí." Entiendo que se transforma al irse el Sol, pero es Luna Nueva. O sea, no hay luna. ¿No se transforma tan solo en Luna Llena?

 

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Manheor
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Poblador desde: 30/04/2009
Puntos: 1919

Ella sí se transforma en Luna Llena.

Pero lo que se encuentra en el bosque es un lobo que contagia la maldición de la licantropía.

Quise reducir al mínimo esa aparición. La princesa se duerme, abre los ojos y, frente a ella, está la bestia. Pero es cierto que también podría entenderse que abre los ojos ya transformada.

Y quizá la Luna Nueva tal vez lleve a confusiones.

Gracias por este apunte. Ha sido muy valioso.

Cuando toque buscarle casa editorial para publicarlo en antología, me acordaré de revisar esto.

Podria estar encerrado en una cascara de nuez y sentirme dueño de un espacio infinit

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L. G. Morgan
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Poblador desde: 02/08/2010
Puntos: 2674

Me ha gustado mucho, tanto la historia como la manera de contarla.

Gracias a la pregunta de Maundevar he entendido algo que me desconcertaba, no me había parecido evidente lo del contagio, me imaginaba a la bestia más una especie de dragón fantástico o algo así.

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Manheor
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Poblador desde: 30/04/2009
Puntos: 1919

Me alegra mucho, Zabbai.

Le tengo cariño a esta historia.

Es un homenaje a uno de mis directores favoritos, Mr. Christopher Nolan y sus retorcidos puzzles :).

Podria estar encerrado en una cascara de nuez y sentirme dueño de un espacio infinit

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Darkus
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Poblador desde: 01/08/2009
Puntos: 759

Yo no voy a ser muy original con los comentarios, la verdad. Como les ha ocurrido a los compañeros, me ha gustado bastante, tanto la historia en sí, como la manera de contarla.

Los momentos de violencia son violentos; los sensuales, lo son. Lo transmites todo perfectamente, incluso los momentos de mayor calma, y la tensión que se palpa en alguno de los capitulos del relato.

Normalmente, suelo señalar algo a mejorar (para mi gusto siempre, ojo) en cada relato, pero estoy ante uno de esos casos en los que, personalmente, no encuentro nada malo.

Un relato genial.

"Si no sangras, no hay gloria"

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