La caza
El ocaso brinda destellos dorados al ambiente desde un cielo teñido de rojo y rosa por el oeste, donde se oculta tras los oscuros picos de las montañas, la última rayita del disco solar. La noche pronto la cubrirá con su fresco manto.
La muchacha se detiene un momento, a veces le tiemblan demasiado las piernas para continuar caminando. Sus dos trenzas rubias son tan largas que, colgando a la espalda, casi rozan el suelo polvoriento del sendero. Se arrebuja contra el mentón el cuello de la capa. Pero el frío interior que la asalta es de miedo y ni permaneciendo junto a las mismas llamas del Infierno se atenuaría. Aun así, no vacila en seguir el camino tomado. Anica quiera ser valiente.
Piensa en todos los amuletos que lleva bajo la camisa, colgando al cuello, regalados por la madre y la abuela, bendecidos por el párroco. Saca un momento el pequeño crucifijo y lo besa, poniendo en ese contacto toda la confianza en los poderes divinos. Luego empieza a rezar las oraciones que ha aprendido desde que tenía uso de razón, una tras otra, de cabeza, pues hacer ruido, aunque solo sean los bisbiseos de su voz, la asusta.
A medida que se va acercando al destino de su viaje los temores aumentan. El sol ya ha desaparecido por completo del horizonte, aunque todavía permanezca algo de claridad en el cielo. Suspira profundamente y se vuelve. Agazapada tras el lejano recodo, permanece la aldea. Casi puede intuir la masa de los primeros tejados y el deseo de regresar corriendo la asalta. Pero no puede. Anica quiere ser valiente.
El cercado de madera se va perfilando a la derecha del camino. Ya no hay vuelta atrás. Apoya la mano en él. No puede llorar, las lágrimas son para los débiles. La fronda de los árboles que allí se yerguen aumenta la penumbra sobre el cementerio. Empuja la tosca cancela y entra. No debe de tener miedo en realidad, porque ella es una doncella pura y buena. El párroco se lo ha asegurado.
Sus ojos grises de mirada tocada por una leve melancolía se pasean sobre el sembrado de estelas que se extiende sobre la loma, en aparente desorden. El corazón empieza a latir veloz. Las sombras continúan alargándose, se aposentan en los rincones y recovecos, aumentando su inquietud. Él puede esconderse en aquellas esquinas favorables, pero Anica quiere ser valiente.
Adentrándose en el camposanto, da unos pasos, atenta a cualquier posible movimiento sospechoso. Lo único que escucha es su propia respiración. No quiere alejarse demasiado de la entrada pero la tumba en cuestión está más al fondo. Entonces lo ve o le parece verlo. Un bulto alargado saltando entre las lápidas. Se queda inmóvil, con los ojos muy abiertos. Podría ser algún animal, un gato o un perro, incluso una liebre, pues el cercado de varas entretejidas no llega al suelo del todo. No es nada
difícil colarse en el cementerio de la aldea, solo este frágil cierre lo separa del bosque y la hierba del campo. Además, tras esa vereda de chopos se levanta la capilla. Vuelve a rezar. La forma oscura aparece de nuevo, reptando en dirección a ella. Anika se santigua y la sombra salta tras la estela más cercana. No vuelve a salir. La muchacha inspira y contiene el aliento un instante, intentando que el valor no huya de ella. Se agacha y coge una piedrecita. Se incorpora y la lanza hacia allí. La china choca con la piedra más ningún animal sorprendido sale de un salto. Aguarda, pero tal cosa no sucede.
Decide retroceder. Quiere volver a casa. No da la espalda al frente inquietante, sino que camina hacia atrás muy lentamente, temiendo que cuando menos se lo espere, vuelva a atisbar la desconocida criatura. Un sonido de arrastre y la horrible sensación de que ha aparecido alguien a su lado la obligan a girarse. Por un instante, se queda traspuesta, por mucho que sea lo que cabría esperar. Ahí está, delante, con las ropas que vestía el día del entierro.
—Anica, pequeña ¿Vienes a traernos flores, a rezar por nuestra alma?— y su voz tampoco ha cambiado lo más mínimo.
—Tío Ludomir ¿Por qué nos atormentáis?
—Yo no os atormento, solo quiero haceros alguna visita, porque os echo de menos— sus labios se curvaron apenas formando una sonrisa pérfida— ¿Qué tal mi hermana Malenka?
—Madre está bien, pero no quiere que vengáis en la noche a nuestra casa ni a la de nadie más. Ya te has llevado a la tía Davorka y a sus hijos… y a tu amigo Todor… por favor, tío Ludomir, dejad de atormentarnos…
Entonces se ríe, con una risa graznante donde la alegría brilla por su ausencia, haciendo palidecer con un escalofrío a la muchacha ante la contemplación de los agudos estiletes blancos que tiene ahora por colmillos. Son un elemento tan salvaje como la mirada fija y feroz con que la observa.
—La viuda Davorka pronto despertará y sus pequeños, a los que pronto corrió a arrullar en las horas negras de la madrugada, también. Todor quiere ver a su prometida. Tenemos frío, queremos volver a acercarnos a la lumbre, y tenemos sed… pequeña Anica ¿No quieres abrazar a tu tío, que ha vuelto buscando a los suyos?
—Mi tío murió hace tres meses, después de perderse en el bosque. No hallaron en el cuerpo ninguna señal de violencia. El tío Ludomir era un poco bravucón y no creía en las viejas historias, pero allí en el camino del bosque tuvo que toparse con un vampiro que bebió hasta la última gota de su sangre. No lo supimos hasta que la tía Davorka
enfermó y luego Todor. Tú eres el primer vampiro. Y yo he venido para pedirte que te arrepientas de tus pecados y tus malas acciones y vuelvas a la tumba para dormir sin sueños.
El hombre vuelve a reírse con ganas:
—Pero que maravillosa ingenuidad la tuya, dulce doncella. La sed y el aire de la noche nos llaman con el ímpetu más terrible que imaginarte puedas, pequeña rosa. Ven con nosotros y lo conocerás, es más fuerte que la muerte.
Las palabras del vampiro empiezan a extender por su cuerpo una soporífera debilidad, ablandándole el espíritu. No puede dejarse caer en el embrujo diabólico, así que da un rodeo para esquivarle y dirigirse hacia la cancela, mientras él se limita a observarla con rapacidad. Aquel rostro descolorido es solo una imitación torcida del semblante de su tío cuando vivo.
—Ven, Anica, consuélame en mi aflicción.
—No mientas— le dice ella mientras se escurre casi sin fuerzas entre la hoja y el marco del portillo. Mira al camino y al ir a hacer lo mismo con el cementerio, para calcular cuan grandes serán las posibilidades de huida, se lo encuentra justo al lado, recibiendo tal oleada de nauseabundo hedor a putrefacción que le hace recordar un balde con patatas podridas que había tenido que limpiar en una ocasión. Empieza a temblar, no pudiendo dominar más el pánico que siente.
—Sí has venido a verme, me gustaría que te quedarás.
Un grito sale al fin de su boca y la muchacha se lanza a correr camino abajo con toda la fuerza que le trasmite el ansia por vivir una existencia que todavía se inicia. Tiene que llegar con su perseguidor, la están esperando, ella, como sobrina del muerto, ha sido la elegida como cebo. Los arbustos en los flancos del sendero se le aparecen cada vez más cercanos.
—¡Viene Ludomir!— exclama a voz en grito, pero una mano brutal, intentando frenar su avance, tira de ella aferrándose a la capa y las largas trenzas que flotan sobre su espalda.
Entre los matojos, los hombres escondidos se preparan al oírla. Dos sombras bajan desde el cementerio. En la penumbra, destaca el cabello rubio y la camisa blanca de la muchacha con el rostro casi tan pálido como el de la alimaña que la sujeta por las trenzas. Se abalanzan sobre ellos, apartando a la joven a empujones del lado de su captor. Ella cae mientras la rodean las mujeres. Los hombres luchan por dominar al vampiro hasta reducirlo en el suelo, donde se retuerce y ruge como una fiera. El párroco se acerca con un martillo y la estaca afilada y endurecida al fuego. Cuando la hunde sobre su pecho, todos tiemblan ante el chillido agónico que escapa de la
garganta del muerto andante. El joven Miroslav descarga sobre el cuello impío el filo del viejo sable turco de su abuelo, un botín de guerra que se revela muy efectivo para la decapitación.
La sangre espesa y a medio cuajar salpica al círculo de hombres que lo sujetan. Las viejecitas, santiguándose entre oraciones tan antiguas como ellas, amontonan leña con premura. El ahora auténtico cadáver será quemado, parte de las cenizas recogidas, mezcladas con agua y dadas a beber a los parientes, el resto lo arrojarán en el río más cercano. El peligro ha sido conjurado.
Miroslav se acerca a la muchacha, que aún no se ha incorporado. La valiente Anica, la doncella más hermosa de la aldea, a la que desea confesar sus amorosos sentimientos y pedir a los padres su mano. Le habla, agradeciéndole el sacrificio realizado en bien de la comunidad. Ella parece tan frágil y asustada que la ayuda a levantarse. Entonces le mira, en sus ojos melancólicos reluce un extraño brillo que no reconoce y le sonríe con un deje malicioso que nunca había visto tampoco en sus inocentes labios. La camisa tiene el botón del cuello sin abotonar, no ve las cintas con los escapularios ni el crucifijo. Aquellos ojos hechiceros le ablandan el espíritu, haciéndole pensar que si en la negrura de la noche viese en la ventana este rostro y oyese su llamada quejosa, no podría resistirse.
—Me siento débil, Miroslav querido.
—Vamos, Anna, tienes que descansar.
El joven observa un momento al corrillo preparando la hoguera y luego, con una punzada de desasosiego, como si algo indefinido en lo más profundo de sus fibras le estuviera advirtiendo de que, a pesar de todo, seguirá condenada, contempla la aldea.
Gracias, Jane.
Patapalo