Noche de lluvia
La gélida caricia de la lluvia le despertó de malas maneras. Gruñó, se giró dando la espalda a las ventanas rotas y se hizo un ovillo entre las mantas. Permaneció así, quieto, intentando que sus manos entrasen en calor. Finalmente se resignó a levantarse y se colocó en la otra esquina de la habitación, de espaldas a la pared, cuando notó que la cazadora se estaba mojando más de lo debido.
—Puta lluvia — farfulló somnoliento.
Metió las manos dentro de los pantalones, entre las piernas, y se sobresaltó por lo frías que estaban. «Si no tengo cuidado se convertirán en cubitos de hielo», rió con su propia ocurrencia.
Sabía que la noche iba a ser desagradable pero no imaginó que también fuese a llover. Aquel idiota del hombre del tiempo había prometido que despejaría, permitiendo a las parejas contemplar la luna al calor de una chimenea. Carraspeó y se encogió de hombros para proteger su garganta. Los años en la calle le habían pagado con docenas de resfriados y una voz ronca. Eso, un estomago vacío que a duras penas alimentaba y un dolor de espalda de mil demonios por verse obligado a dormir a la intemperie. Esto último le hizo ponerse en pie para estirarse debidamente; la columna sonó como un xilófono a medida que el alivio le invadía.
Consultó su viejo reloj de pulsera: eran las dos de la madrugada. Ya se había despertado y no tenía mucho sueño, por lo que consideró adecuado encender un pequeño fuego y calentar un poco de sopa. Cogió sus cosas y buscó otra habitación. A su llegada apenas había tenido posibilidad de escoger dormitorio, estaba demasiado cansado para ello y sólo deseaba echar una cabezadita. Afortunadamente pudo encontrar aquel hotel abandonado en su viaje por el campo.
No tenía un rumbo fijo. «Allá donde el corazón me lleve», había dicho tiempo atrás a un hombre con el que compartió comida e historias. Y en parte era cierto. Abandonó su antigua vida por amor, o desamor, mejor dicho, así que si volvía a cambiar de rumbo debía ser por ese mismo motivo.
Encontró un viejo salón en el piso inferior, con las ventanas tapiadas, algunos polvorientos sillones y una chimenea; le pareció un buen sitio para prepararse un temprano desayuno. Sacó de la mochila un cazo ennegrecido por el uso y vertió en su interior parte de la sopa que había “adquirido” de una tienda la mañana anterior. Con unas hojas de periódico, unas ramitas y el mechero que siempre llevaba encima acertó a encender un fuego. Arrimó uno de los asientos y se relajó mientras la comida se calentaba.
En el exterior el viento aullaba y parecía azotar con fuerza a la lluvia para que golpease el edificio. A alguien ahí arriba no debía gustarle que estuviese cobijado bajo un techo, protegido de la creciente tormenta. Una corriente de aire penetró en el interior al romper una mohosa tabla, agitando las llamas y causándole un escalofrió. La luz iluminó su rostro, surcado por las arrugas y provisto de una desaliñada barba que clareaba por zonas.
Maldijo entre dientes, pensando que justo cuando las cosas le iban bien el cosmos le abofeteaba de nuevo. Se levantó y bloqueó el recién abierto agujero con el pedazo de madera caído y un mugriento pañuelo que había visto demasiados inviernos. Feliz con su pequeña obra de bricolaje regresó a su asiento.
Sin embargo algo captó su atención. En el umbral de la habitación le pareció percibir movimiento. La noche era cerrada y las llamas de la pequeña hoguera no podían penetrar las tinieblas.
—¿H-Hola? — graznó entrecortadamente.
…pu, pum…
Vaciló por unos segundos, agitó su cabeza y se dirigió hasta la entrada del salón con paso decidido.
—¿Hola? — repitió —. ¿Hay alguien ahí?
La oscuridad le devolvió la mirada, pero no respondió. Entrecerró los ojos para tratar de distinguir alguna forma oculta en el pasillo pero no vio nada. Decidió que el hambre le había jugado una mala pasada; la tormenta y el hotel abandonado era material suficiente para su imaginación. Regresó a la chimenea, donde la sopa emanaba un olor embriagador. No habría estado mal tener un buen pedazo de carne para darle más gusto, pero no le iba a hacer ascos. Ayudándose de las mangas de la cazadora sacó el cazo del fuego sin quemarse. La comida caliente le sentaría de maravilla.
Un sonido sordo en el piso superior le sobresaltó y a punto estuvo de derramar la sopa.
…pu, pum…
Dejó escapar una risita nerviosa mientras miraba al techo de madera. El golpe había hecho caer algo de polvo y casi pudo saborear la humedad contenida en esos viejos tablones.
—Con la que está cayendo fuera no pienso irme — dijo tratando de imprimir confianza en sus palabras hablando en voz alta —. Así que más vale que haya sido ese puto viento el que ha hecho ruido al tirar algo.
Dejó el recipiente a un lado y sacó una pequeña navaja. Tenía el filo romo y estaba cubierto por una fina capa de óxido, pero su tacto le reconfortó. Se levantó evitando hacer ruido y caminó con cuidado hasta las escaleras. Se detuvo ante el primer escalón, permitiendo a su visión adaptarse a la oscuridad del hotel para evitar tropezar. Poco a poco, paso a paso, inició la subida.
Intentó ir con cuidado, pero no logró evitar que un peldaño gimiera bajo su peso.
…pu, pum…
Maldijo su suerte y subió lo que le quedaba a paso ligero. “¡A la mierda el sigilo!”, se dijo a sí mismo.
Adivinó cuál era la habitación en la que se había producido el ruido y entró con la navaja bien sujeta. Pero en su interior no halló nada extraño, solamente un perchero tumbado en el suelo. Echó un vistazo al resto pero fue incapaz de ver nada. Un oportuno relámpago restalló en el cielo, permitiendo que su brillante luz blanca se derramase en el interior a través de una ventana rota del pasillo. Eso le permitió observar brevemente el contenido de la sala: simples cajas con trastos dentro. Respiró aliviado e incluso se permitió unas cuantas carcajadas a su costa.
Segundos más tarde el trueno hizo acto de presencia y como un redoble de tambores le hizo percatarse de una cosa: la habitación estaba cerrada a cal y canto; la puerta aguantaba a pesar de ser vieja y las ventanas habían resistido gracias a los postigos. ¿Cómo demonios había tirado el viento el perchero?
Escuchó detrás de él una risita infantil.
…pu, pum…
Se giró con celeridad dispuesto a usar su navaja, pero no había nadie.
Tenía los ojos abiertos como platos y la respiración alterada; el vahó escapó de su boca como una bruma espectral. Tragó saliva con dificultad, notando la lengua pastosa. De repente supo lo que tenía que hacer: regresaría al salón, cogería sus cosas y se marcharía de allí. No era la primera vez que caminaba bajo una tormenta.
Se puso en marcha, pero al llegar a su destino todas sus pertenencias habían desaparecido. Su mochila no estaba, sus mantas no estaban. Ni tan siquiera el cazo con la sopa.
…pu, pum…
—¡Quién cojones está ahí! — bramó, como si gritar le diese coraje.
De nuevo, una risita infantil proveniente de algún rincón del pasillo.
—¿No te gusta jugar? — dijo al fin la vocecilla de una niña —. Pensaba que querrías jugar conmigo.
…pu, pum…
El corazón bailaba en su pecho gritándole que escapara, que despertara de aquella pesadilla, pero el cerebro le decía que era sólo una niña.
—Pequeña, ¿dónde estás? — se atrevió a decir —. ¿Has cogido tú mis cosas?
—No quería que te marchases — le respondió inocentemente la oscuridad.
Vaciló, no sabía cómo reaccionar.
—Pequeña, ¿podrías devolverme mis cosas? Te prometo que jugaré contigo si vienes aquí y me las das.
Esta vez la risita parecía estar en el propio salón, pero un rápido vistazo le permitió comprobar que se encontraba solo.
...pu, pum…
—¿Pequeña? — preguntó asustado.
«No puede ser que una maldita mocosa me esté dando tanto miedo», trató de razonar. Él era un hombre adulto, fuerte para llevar tantos años viviendo en la calle, pero las piernas le temblaban con la simple voz de una chiquilla.
—¿Pequeña? — intentó de nuevo —. ¿Dónde están tus padres?
—Se han ido — respondió con tristeza —. Papá y mamá ya no están; estoy sola. Un día se fueron a dormir y a la mañana siguiente no despertaron. Yo me quedé con ellos para estar ahí cuando abrieran los ojos, pero tardaban mucho y me puse mala. Una señora vino al hotel y me dio una medicina. Fue como quedarme dormida, tuve miedo, pero después desperté y estaba bien. Sólo tenía mucha hambre. Me dijo que así podría esperar todo lo que quisiera hasta que se curasen — hizo una pausa, e incluso le pareció escuchar un sollozo —. Los trabajadores del hotel encontraron a papá y a mamá y se los llevaron; yo me escondí en el desván. Cerraron todo y se marcharon, pero yo me quedé aquí porque sé que cuando despierten me vendrán a buscar.
—Lo siento — la voz de aquella niña estaba cargada de melancolía y entre todo el miedo que sentía afloró un sentimiento de lastima —. ¿Podrías dejarte ver?
—¿Jugarás conmigo si lo hago?
Se tomó unos segundos antes de responder. Había algo extraño en aquella cría pero por otra parte sentía que debía ayudarla.
—De acuerdo — dijo al fin.
Escuchó unos animados aplausos y aquella risita una vez más. Taladraba su mente como una desagradable cacofonía cuando en otra ocasión le habría podido parecer una bella melodía.
Una figura menuda apareció en el umbral del salón. Avanzó sin hacer ruido con los pies descalzos hasta estar a un metro de él. Debía tener unos ocho o nueve años, estaba muy flaca y el pelo le caía por la cara, dejando únicamente a la vista unos grandes ojos negros en los que brillaba con intensidad la pequeña hoguera. Vestía una vieja camiseta que le llegaba hasta las rodillas, como un camisón.
—Hola — saludó con una dulce sonrisa.
—Hola — respondió él —. ¿Cómo te llamas?
—Sarah, ¿y tú?
«Sarah», recordó. Aquel nombre estaba ligado a su pasado, al amor que había dejado atrás.
—Yo soy Marcus. ¿Sabes que tienes un nombre muy bonito?
—Lo sé — dijo con gran desparpajo —. ¿A ti te gusta mucho, verdad?
…pu, pum…
—¿Q-Qué? — preguntó extrañado.
Ella se encogió de hombros, como si no comprendiera la situación.
—Me ha parecido bien usarlo contigo, ¿no te ha gustado?
—¿Usarlo conmigo? ¿De qué estás hablando?
—Era el nombre más importante que había en tu cabeza. Sarah, Sarah, Sarah — dijo imitando su voz —. Era tu amiga especial, ¿no?
…pu, pum…
Marcus apartó el miedo para dejar paso a un repentino estallido de ira. La cogió de los hombros y comenzó a zarandearla con violencia.
—¿¡De qué coño estás hablando!? ¡Responde! — le exigió —. ¿Cómo sabes quién es Sarah?
Pero ella se limitó a quedarse quieta, muy quieta, y con la mirada seria. De hecho ya no la estaba zarandeando, por más que sus brazos lo intentaban no podían mover a la pequeña. Un hombre adulto no podía con una niña casi famélica.
—Sé todo de ti — respondió con frialdad —. Sé que querías estar con Sarah, pero ella no. Por eso no tienes casa, porque te sentías mal y querías estar solo.
Agarró a Marcus de las muñecas, retirando las manos de sus hombros y le pegó un pequeño empujón, haciendo que cayera hacia atrás.
—Y ahora vamos a jugar tal y como me has prometido.
...pu, pum…
—Jugaremos al escondite — dijo ella recobrando la vocecilla infantil —. Yo contaré hasta veinte y tú deberás esconderte. Cuando acabe iré a por ti.
—¿Y qué ocurrirá cuando me encuentres? — articuló a decir.
Ella le dedico una sonrisa amable, pero sus ojos parecían refulgir con un brillo inquietante.
—Sorpresa — se limitó a decir y con ello el pequeño fuego de la chimenea se apagó —. Veinte… Diecinueve…
...pu, pum…
Marcus reaccionó como activado por un resorte y corrió hacia la puerta de salida lo más rápido que pudo. Forcejeó con ella pero no consiguió abrirla. Debía haberse atrancado con el viento. «Sí, el viento», se dijo a sí mismo sin poder creérselo, sintiendo aún la presión de las manos de la niña en sus muñecas.
—Once…
…pu, pum…
Buscó a su alrededor, pensando dónde podía esconderse de ella. ¿Arriba? Demasiado tarde. Si trataba de subir las escaleras haría mucho ruido, por no mencionar que le resultaría peligroso tratar de escapar por las ventanas. «¡Eso es!», supo al instante. La habitación donde había estado dormitando tenía las ventas rotas. No necesitaría arrancar los tablones o los postigos; podría escapar del hotel sin llamar mucho la atención.
…pu, pum…
Se deslizó por el pasillo, buscando su objetivo. Los nervios y la oscuridad jugaban en su contra, haciendo que no recordase bien dónde debía ir. Tenía la mente embotada, hostigada por el espectral rostro de una niña y recuerdos fugaces de la mujer que le abandonó. Se vio a sí mismo, solo en el altar, cayendo en un abismo que parecía no tener fondo. Un mar azotado por la angustia.
—¡Listo o no haya voy!
…pu, pum…
Contra lo que desaconsejaba cada fibra de su ser, Marcus se quedó quieto. Aquella estatua vestida con harapos intentaba discernir de qué habitación escapaba el viento, penetrando como un invitado no deseado a través de los cristales rotos.
—Este cerdito fue al mercado… — escuchó cantar al monstruo.
No podía pensar, su mente era taladrada por aquella cosa en forma de dulce niña que se hacía llamar Sarah.
—Éste compró la carne…
...pu, pum…
Cada vez estaba más cerca; la sentía. Un escalofrío le atacó por la pierna izquierda, subiendo por la espalda hasta alcanzar el cogote. «¡Por aquí!», y abrió una de las puertas. Unas pocas gotas de agua le dieron la bienvenida.
—Éste la llevó a casa…
…pu, pum…
Allí estaba su escapatoria. No había pensado qué haría una vez estuviese en el campo, expuesto a la tormenta, pero cualquier cosa era mejor que aquel caserón abandonado. Cerró la puerta con cuidado y se abalanzó hacia las ventanas.
—Éste la cocinó…
…pu, pum…
La voz estaba detrás de la puerta; la niña monstruo estaba a punto de cogerle. ¡Tenía que escapar de aquella jaula!
...pu, pum…
Metió primero un pie y luego un brazo. La lluvia le golpeaba en la cara, obligándole a cerrar los ojos. Obligándole a apretar los dientes y a luchar por su vida contra las mismísimas fuerzas de la naturaleza.
...pu, pum…
Con la otra mano se agarró en la ventana, ignorando el cristal que rasgaba la piel de su mano. Buscando impulsarse al exterior.
…pu, pum…
Pero en ese momento una garra le cogió de la cazadora, atrayéndole hacia estar a la altura de un rostro horrendo, con los ojos inyectados en sangre y las facciones deformadas por las sombras.
—¡Y YO ME LOS COMÍ A TODOS! — rugió mientras le lanzaba contra la pared contraria como si fuera un pelele.
…pu, pum…
El impacto le dislocó el hombre, haciendo que Marcus gritará de dolor. Cayó de morros contra el suelo y sintió como se mordía el labio, causándole una herida. Trató de levantarse lo más rápido que pudo, pero la fuerza de la costumbre le hizo querer usar su miembro inútil, agravando el sufrimiento.
—Te pillé — dijo con total inocencia.
El viento agitaba su cabello, formando zarcillos de oscuridad con vida propia. Se agachó ante él, dibujando una siniestra sonrisa provista por dos afilados y largos colmillos.
…pu, pum…
Casi parecía relamerse ante la imagen de su presa herida, sin posibilidad de huida. Le observaba como el niño que arranca las alas a una mosca y juega con ella, la tortura, amputando una pierna tras otra en un sádico pasatiempo.
...pu, pum…
Lo levantó con una mano, como a un muñeco de trapo, y procedió a clavar sus incisivos en el cuello, desgarrando la piel en el proceso. Marcus sintió la vida escapar; sus sueños desvanecerse y con ello todo rastro de su querida Sarah.
…pu, pum…
Con su brazo sanó le asestó media docena de puñaladas, pero la criatura no se inmutó y con un simple manotazo detuvo el envite. Trató de arañarla, sintiéndose cada vez más débil, pero sus uñas no parecían penetrar la piel.
…pu, pum…
No se arrepentía de nada. Había tenido una buena vida, incluso ahora, como vagabundo. Tal vez no hubiese terminado siendo simple comida para un monstruo, pero todo este tiempo había estado huyendo del rechazo de la mujer que amó e irónicamente sólo ahora iría más lejos que nunca.
...pu…pum…
—Vaya, se ha roto el muñeco — alcanzó a escuchar mientras se desvanecía.
…pu…
—Bueno, al menos tendré comida.
…pum…
Con una risita infantil la criatura continuó alimentándose, ajena al silencio que había causado. Ignorando que un corazón se había detenido.
…
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.