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Los creyentes se santiguaron y abandonaron la nave de la catedral ante la atenta mirada del sacerdote. Eran tan pocos que apenas habían ocupado un par de bancos de la veintena que había en el recinto. La gente ya no creía en el Dios de la iglesia desde que el nuevo Papa sacase a la luz unos manuscritos escondidos en el vaticano, cuyos mensajes estaban escritos por los primeros seguidores de Jesucristo, y en donde se contradecían muchas de las enseñanzas del cristianismo. Aprovechó también para pedir perdón por los siglos de engaño y condenó las injusticias cometidas en el pasado, prometiendo cambiar muchas de sus riquezas por alimento y ropa a la que entregar en los países más necesitados.
El mundo occidental entró en una nueva era, en la cual no era necesario acudir a un templo para sentirse en contacto con Dios. Las iglesias y catedrales se convirtieron en monumentos del pasado, haciéndose más necesario en estos sitios una taquillera que un cura.
Pero había gente que se negaba a evolucionar, como el abajo firmante de la carta que el sacerdote guardaba en el bolsillo.
Una vez a solas, el hombre cogió un aro oxidado con llaves y bajó por la escalera que llevaba a la cripta. Llegó a la silenciosa sala y se dirigió a una pared con nichos donde descansaban santos, sacerdotes y personas con cuyas aportaciones económicas habían ayudado en su día a construir el templo. Retiró una placa dorada y apareció una ranura en la lápida. Metió la llave y los cuatro nichos de la pared se abrieron a la vez, formando una puerta secreta. Detrás había una escalera que llevaba a un subsuelo sumido en la oscuridad.
Dio a la luz y se encendieron una serie de bombillas colgadas de la pared.
Bajó por la escalera y llegó a una biblioteca con un fuerte olor a papel podrido. Al final de los pasillos que formaban las estanterías de libros había una puerta junto a una mesa, y sobre ésta descansaba un uniforme, un pasamontañas y una linterna.
El sacerdote se puso el uniforme encima del suyo. Era una túnica negra que llegaba hasta las rodillas y con una gran cruz dorada cosida en el pecho. Se colocó el pasamontañas, con la misma cruz cosida en mitad de la cara, cogió la linterna y abrió la puerta.
Se protegió la nariz para soportar el hedor que se escapaba de aquella mazmorra. En aquel lugar había cientos de cruces clavadas en las húmedas y mohosas paredes de piedra, colgadas del techo e incluso detrás de la puerta que acababa de abrir. Eran de todos los tamaños y formas, de simple madera y adornadas con brillantes.
Se producían destellos cuando el haz de la linterna acariciaba las joyas de las cruces. De pronto, el haz iluminó a un ser que estaba encadenado y encogido en el suelo.
Más que un ser, era un esqueleto cubierto por una fina capa de piel; su cráneo era una bola repleta de vasos sanguíneos, debajo de las cuencas no había ojos, ni labios en su boca, donde se adivinaba una fila de pequeños dientes capitaneados por dos largos colmillos. Era como un feto enfermo cuya mazmorra hacía las funciones de útero.
Con manos temblorosas, el sacerdote buscó una llave y liberó a aquel ser de las cadenas. Luego lo agarró de sus huesudos pies y lo arrastró hacia fuera.
Hace ya muchos años, el antecesor del sacerdote le mostró el camino para llegar al vampiro. Primero le enseñó la biblioteca, donde se guardaban los documentos que hablaban de ese ser maldito. Allí se contaba su historia. Se decía que no había sido el único vampiro, y había una lista de catedrales donde tenían prisionero a otros como él.
Esos escritos contaban que en la época medieval las brujas que querían llegar a contactar con el Diablo para aumentar su sabiduría y sus poderes, debían de dejarse morder por los vampiros, pues éstos sabían cuando dejar de chupar sangre para que sus cuerpos entraran en trance, ayudándolas a ver más allá, y por consiguiente, tener contacto con los seres del otro lado.
Fueron muchas las mujeres torturadas para obtener la información del lugar en el cual se escondían estos seres, y quemadas posteriormente acusadas de brujería.
La caza de brujas fue también una caza de vampiros, donde hombres armados con crucifijos, estacas y antorchas se jugaban la vida durante el día para destruir a estos seres salidos del infierno.
Pero no se hizo lo mismo con todos. Algunos fueron encadenados y ocultados por la iglesia, para soltarlos en aquellos países gobernados por reyes que amenazaban con abandonar la fe cristiana. En tan solo unos días, los vampiros provocaban el horror y la locura por allí donde pasaban. Los ejércitos caían bajo sus garras y sus colmillos, y finalmente los reyes pedían ayuda a la iglesia, entregándoles a cambio de sus servicios muchas de las riquezas que el nuevo Papa se empeñaba ahora en devolver.
Según la carta que había recibido el sacerdote, era necesario volver a utilizar esta técnica para que el mundo entero recordase lo mucho que necesitaba a la iglesia, y para que ésta recuperase todo su poder. Y debía de hacerlo con rapidez, pues el nuevo Papa había mandado la orden de darle muerte a todos estos seres para asegurarse que nunca más volvían a causar ningún daño.
El sacerdote soltó al vampiro justo enfrente de la puerta de la catedral. Abrió las pequeñas tijeras de su cortaúñas y se hizo un corte en la palma de la mano.
Derramó la sangre sobre la boca del vampiro y vio como las venas de su cuerpo se llenaban de vida a medida que la tragaba. En las cuencas de sus ojos se formó un líquido blanco y gelatinoso que iba tomando forma redonda, su rostro se hinchaba y el vello de su cabeza se iba fortaleciendo hasta convertirse en cabello negro.
Volvió a agarrarle de las piernas y, sin perder ni un segundo, lo sacó a la calle. Sin más, cerró la puerta y apoyó su espalda en ella, santiguándose ante la imagen lejana del Cristo crucificado sobre el altar.
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A los ojos del vampiro los coches eran carrozas huecas y metálicas que escupían luz solar por los ojos, los edificios eran tan altos como montañas, el suelo estaba formado por una sustancia tan dura como la roca y algunos árboles de troncos estrechos carecían de ramas y producían luz.
Sin lugar a dudas, el mundo se había protegido muy bien contra los vampiros.
Tan solo había una cosa que no había cambiado, el olor a sangre, su sabor, las miradas de horror de los humanos al verle y los espasmos de sus cuerpos al sentir como se les esfumaba la vida.
El ser maldito recorría desnudo las callejuelas más oscuras de la ciudad, ocultándose entre los contenedores para mirarse las manos y ver como, poco a poco, las uñas le crecían y entre la piel y las venas aparecían bultos de carne y músculo.
Los aullidos de las sirenas de policía eran desconocidos para él, pero pronto los asoció con un sonido enemigo, pues aquellos carruajes de extraños colores siempre aparecían después de que alguien encontrase a la victima de la cual se había alimentado.
Tras cada muerte sus sentidos se agudizaban. Escuchaba mejor, veía más claro y había recuperado el olfato. No entendía muy bien el lenguaje, pero tampoco le preocupaba, ya que tenía toda una eternidad para aprenderlo.
Se dirigió a un portero de discoteca por el simple echo de verlo tan grande como uno de los guerreros a los que tantas veces se había enfrentado, pues quería comprobar su propia fuerza. Y se alegró al sentirse de nuevo poderoso cuando pudo destripar al gigante mientras sonreía a unas chicas que entonaban su melodía favorita: los gritos.
Supo que debía buscar un lugar donde refugiarse en cuanto comenzó a sentir que su cuerpo se calentaba.
Probó la fuerza de sus uñas en la fachada de un edificio, entusiasmándose al comprobar que tenían la resistencia suficiente para soportar su peso. Trepó entonces por la fachada, moviéndose como una lagartija, y entró por una ventana abierta.
Al no tener apetito, tan solo les cortó la yugular con las uñas a la pareja que dormía en el dormitorio. Se entretuvo un tiempo hasta descubrir el manejo de la persiana. Consiguió bajarla y se tumbó en la cama.
Cerró los ojos y se concentró en recordar el sabor de la sangre de aquellos vampiros con los que había compartido mordiscos en algún pasado. Quería ponerse en contacto telepáticamente con ellos. Saber si aún existían y, sobretodo, hacerles saber que había regresado a la noche, este nuevo mundo le excitaba, y se moría de ganas de cazar en manada.
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El sacerdote sujetaba la biblia con la mano que tenía vendada.
La catedral estaba llena de gente. Algunos no cabían sentados.
Pidió una oración para que Dios ayudase a capturar a ese ser del infierno que causaba el terror por las noches; otra oración por el alma del Papa, que acababa de ser asesinado; y una tercera por su sucesor. Al finalizar las oraciones dio por zanjada su última misa en la catedral.
Sin esperar la llegada del nuevo sacerdote cogió la maleta y salió del templo esquivando a los creyentes que se entretenían charlando y comprando crucifijos en un puestecito de monjas. Llevaba en su bolsillo la carta que le había mandado el nuevo Papa, donde le daba las gracias por haber cumplido las órdenes de su anterior petición y le hacía entrega de un billete de tren con destino al vaticano, donde le pretendía hacer obispo.
El sacerdote caminaba aprisa por las calles atiborradas de gente. Todos aprovechaban para hacer sus tareas por el día, pues el ejército había puesto el toque de queda una hora antes del anochecer.
La mayoría de los ciudadanos tapiaban las ventanas al enterarse de que muchas de las victimas eran personas que dormían plácidamente en sus habitaciones, sin importar la altura en la que vivieran.
Durante el día, en todos los bares, supermercados, oficinas y, en fin, en todos los sitios donde pudieran caber más de dos personas se hablaba del anticristo, de vampiros, demonios y simples asesinos. Pero al llegar la noche tan sólo se oía el ruido de los tanques al ir de un extremo al otro de la ciudad.
El sacerdote entregó el billete al vigilante y subió al tren. Sus ilusiones y su aire de grandeza se fueron de un plumazo cuando vio que el vagón estaba lleno de curas con maletas y maletines. Se sentó, resignado, y miró por la ventanilla para no tener que verles la cara a todos esos tipos que acababan de pisotearle sus fantasías de tener un sitio de confianza junto al nuevo Papa. Estaba claro que no era el único que había recibido esa carta.
Pasaron las horas y el cielo comenzó a oscurecerse. Afuera ya no se veía ni un alma, tan solo coches de policía, algún que otro tanque y muchas, muchísimas cruces clavadas en el exterior de las persianas de los edificios.
El tren dejó atrás la ciudad y comenzó a disminuir la velocidad hasta detenerse cuando cruzaban un extenso campo.
Los pasajeros se pusieron tensos, pero ninguno osó levantarse. Entre rezos y plegarias un cura sacó dos pistolas de su maletín, se puso en pie y mató al sacerdote que estaba a su lado de un disparo en la cabeza.
Semejante acto le convirtió en el centro de atención de todo el vagón, aprovechando para obligar a los viajeros a bajar del tren.
Afuera estaba tan oscuro que apenas se veía mas allá de lo que alumbraba las luces que salían de los compartimentos del convoy.
Había una densa niebla que fue engullendo al tren hasta llegar a la altura de los pasajeros. Entonces se consumió rápidamente y en su lugar aparecieron una docena de vampiros. Entre ellos estaba el ser que nuestro sacerdote había liberado.
El hombre armado se arrodilló frente a una vampira de pelo largo y ropa ceñida para besarle los pies, pero ésta lo apartó a un lado y avanzó unos pasos. Sacó una hoja del bolsillo de su pantalón, la desdobló y comenzó a dictar cada una de las frases que contenían las cartas que habían recibido los sacerdotes. El resto de vampiros la imitó, y pronto fueron un coro de voces parafraseando lo mismo en un tono de burla.
Los sacerdotes habían caído en una trampa.
Algunos hincaron las rodillas en el suelo, pidiendo piedad. Otros huyeron tan rápido como sus oxidadas rodillas les permitían correr. Hay quien quiso protegerse con las cruces, pero éstos recibieron un disparo del pistolero.
Nuestro sacerdote era uno de los que había echado a correr, perdiéndose en el extenso campo sembrado de oscuridad. Lo único que conseguía ver, y durante un instante, era el vaho de su propia respiración. Lentamente dejó de correr para andar aprisa, y de caminar para doblarse de dolor ante los pinchazos afilados de un inoportuno flato. Buscaba su crucifijo mientras oía el crujido de las hojas del suelo. Alguien se acercaba.
Sacó la cruz y estiró la mano hacia la nada. A lo lejos se oían gritos de dolor y muerte, pero ni un solo ruido de pasos.
De pronto alguien lo agarró del cuello y lo subió a la rama de un árbol.
Era el vampiro, su vampiro.
Vio su propio rostro desencajado por el miedo reflejado en las pupilas amarillas del chupasangre, justo antes de sentir como los colmillos atravesaban su garganta.
Esta vez, el aullido de dolor que se escuchó aquella noche fue el suyo.
Tras la venganza, los vampiros pactaron ocultarse en los países más pobres para no hacer mucho ruido.
La iglesia se adjudicó el parón de los asesinatos y ocultó, junto a los gobiernos de los países más ricos, las extrañas muertes que se producían en Asia y en algunos países del Este donde aún coleaban las últimas guerras.
El mundo retomó la triste normalidad y volvió a ser el mismo de siempre, sin saber que la retirada de los vampiros era tan falsa como las cartas a los sacerdotes. Pues esta vez no se enfrentarían a las estacas y las cruces por separado, estaban formando un ejército.
Y dicho ejército tenía una única misión. Encadenar a los humanos para su posterior consumo.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.