La historia más horrenda jamás contada

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Bote
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Normas:

La historia deberá ser horrenda.

Cada aporte será de más de cien palabras.

El último en escribir retará al siguiente participante que desee de esta lista:

Bestia insana -retado

Bote -retado

Belagile -retada

Jane -retada

Sanbes -retado

Fly

El tiempo máximo para escribir el aporte será de una semana a partir del momento en que se produzca el reto.

La lista podrá modificarse con nuevos participantes según vayan apareciendo.

El retado podrá declinar el reto, pero tendrá que elegir a otro participante.

Hasta que todos los participantes de la lista no hayan escrito un aporte, no podrá ser retado de nuevo.

Cada aporte deberá respetar la trama, seguir la historia con coherencia y dejarla en suspenso para que la continúe el siguiente retado.

Las normas podrán modificarse, ampliarse o disminuirse, si así lo consideran oportuno los participantes, previa discusión en Comentarios sobre la historia horrenda. Del mismo modo, todo el que quiera ser incluido en la lista deberá dejar constancia de ello en:

http://www.ociozero.com/foro/35961/comentarios-sobre-la-historia-horrenda

Cualquier post que no sea el siguiente aporte, no pertenezca al participante retado o no tenga nada que ver con La historia más horrenda jamás contada, será eliminado.

Empieza Bestia insana…

 

Mírame a los ojos...

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Bestia insana
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Todo empezó el día en que abrí los ojos a la oscuridad de un túnel tras haberme quedado dormida en algún punto del soporífero trayecto circular de la línea 6. Convencida de que el tren se acercaba a mi parada, me dispuse a bajarme del coche sin hacer caso de la advertencia de un solitario viajero que negó con la cabeza. Me encontré luego en un andén vacío, inconcebiblemente largo, que hacía curva cuando debía haber sido recto. Mientras trataba de descifrar el complicado nombre de la estación, una figura se destacó del fondo de una cartelera. Por algún motivo, aunque no por falta de luz, no pude distinguirla bien, pero me pareció vagamente simiesca. El caso es que se dirigía hacia mí con tal decisión que me volví a mirar atrás. Al momento sentí un fuerte golpe en la espalda, como si me hubieran dado con un puño, y mientras me sujetaban y gruñían algo en una lengua rudimentaria, tuve la sensación de que un rodillo pasaba a través de mí, triturando, rompiendo tejido, la progresión de un desgarro, una conmoción de órganos desplazados. Bajé la vista y vi estirarse la piel desnuda de mi abdomen, donde empezó a dibujarse la nítida marca de unos dedos, como si apretaran firmemente desde dentro. Por fin la tensa piel se rompió, cediendo a la presión de una oscura zarpa que emergió goteando. Al principio no pude ver lo que sujetaba, pero luego los peludos dedos se abrieron y una víscera cayó…

Abrí los ojos. Rígida de terror, me quedé mirando las gotas de sangre que salpicaban mi camiseta, al tiempo que se reanimaba el fondo de voces de viajeros y chirridos. Alguien me apuntó con lo que resultó ser un pañuelo. Me llevé la mano a la cara, estaba sangrando por la nariz. Sentado enfrente, reconocí al hombre que hacía un momento, en el sueño, me había avisado de que no bajara del tren. Me fijé en que tenía una mano sobre el pantalón con la que, sin dejar de mirarme, se frotaba a través de la tela el pene erecto. Cerré los ojos. Eché la cabeza hacia atrás, apoyándola en la ventanilla. Al poco volvía a vencerme el sueño.

Reto a Bote

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Son extraños los sueños. A veces te ves en situaciones absurdas, dantescas, y te comportas de acuerdo a ellas, pero en otras, la persona que eres, la que no haría ni en cien mil años nada parecido, acepta esa realidad como si no fuera posible otra…

La verga del tipo ahondaba en mi garganta sin miramientos. Esto había estado ocurriendo incluso antes de que me decidiera a abrir de nuevo los ojos. Y me gustaba. Bueno, decir que me gustaba tal vez sea decir demasiado. Digamos que lo aceptaba como algo normal e inevitable.

Recuerdo haber pensando, “Bien, me ha elegido a mí” y “Siempre es mejor tragarse esto a tener que salir del vagón”

Cuando alcé la vista para encontrarme con sus ojos supe quien era ese hombre. No se trataba del mismo que se frotaba la entrepierna unos minutos antes, si no de mi antiguo novio, el que me dejó por aquella mujer mayor que yo. Sonreía y jadeaba, muy colorado, mientras repetía: "Oh, nena, cuanto me has echado de menos".

Y, bueno, de repente ya no era lo mismo. Si al levantar los ojos me hubiera encontrado con la cara del hombre que esperaba habría terminado el trabajo alegremente, pero al tratarse del cerdo que me hizo tanto daño…

Giré en lo que pude la cabeza, suplicando ayuda con los ojos a la señora que observaba el espectáculo con un gesto de reproche. En su mano vi el pañuelo ensangrentado y supe que había sido ella la que me lo había tendido. No podía gritar para pedir socorro, así que dejé de intentarlo. Querer articular palabras con eso en la boca tan solo provocaba risas a los invisibles asistentes que intuía a la espalda de mi violador.

Entonces caí en la cuenta.

“Es un sueño” pensé “Estoy soñando otra vez”

Me relajé. Nada de lo que estaba pasando era real, no debía temer por mi integridad ni por la vergüenza de ser la protagonista de semejante situación. En realidad, nada de lo hiciera podría llegar a tener consecuencias, y si no despertaba…

Apreté los dientes con tanta fuerza que sentí dolor en las encías y el miembro viril de mi ex novio quedó seccionado limpiamente dentro de mi boca. Él no gritó, seguía riendo mientras se alejaba de mí, sangrando. "Oh, nena, así se hace, gracias" dijo "Ahora es todo tuyo"

Quise escupirlo, pero lo que quiera que fuese aquello se aferró con uñas en la carne de la cara interna de mis carrillos e hizo fuerza para introducirse por la garganta. Sentía su sabor, acre, añejo y repulsivo. Me asfixiaba. El grupo de hombres seguía riendo mientras palmeaban a mi antiguo novio…, pero ya no era mi antiguo novio y su rostro había vuelto a mutar al del hombre de la mano inquieta. "¡Buen truco!" gritó uno "¡Se lo ha tragado!"

Todos, incluida la mujer del pañuelo, rieron con ganas la broma. Mientras, notaba como la verga se iba introduciendo por mi esófago, dentro de mí, hasta mi estómago…

De algún modo supe que lo que habitaba fuera del vagón había conseguido entrar y no pude, de verdad que no pude, evitar el sentimiento obsceno que indicaba que no estaba soñando.

Pero desperté de nuevo y el tren se detuvo, por fin, en mi estación. Todo el mundo salió y otros entraron.

Creo recordar que estaba llorando, lo que llamó la atención de algunas personas que se interesaron por mi triste estado. Salí del vagón, zafándome de las manos auxiliadoras y subí por las escaleras en busca del aire de la ciudad. En mi interior, algo se revolvía. Miré la hora.

En unos veinte minutos tenía cita con mi ginecólogo.

Reto a Belagile

Mírame a los ojos...

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Belagile
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El ruido de la ciudad consiguió desvelarme cuando terminé de subir las escaleras. Aparecí en medio de una calle concurrida, aún tenía la mirada perdida, no podía quitarme de la cabeza el sabor de su glande. Miré en derredor tratando de orientarme, no conocía aquella zona, era la primera vez que visitaba a ese doctor y mucho me temía que iba a llegar tarde. Emprendí mi marcha dejándome perder entre aquella jungla de asfalto. Estaba mareada y cansada, no me sentaba nada bien viajar en metro. Me topé con varias personas que subían la pendiente en dirección contraria a la que yo caminaba. Todas me miraban de soslayo fijando sus ojos en el escote y apartando la vista inmediatamente después, mientras apresuraban el paso esbozando una expresión de espanto. Torcí el gesto, nunca me había importado ser objeto de escándalo, pero algo me decía que por la zona de mi camisa las cosas no andaban bien. Bajé la vista disimuladamente acordándome de las manchas de sangre nasal. Seguramente aquello fuera el motivo de sus miradas. Pero para mi asombro comprobé que aquellas pequeñas gotas se habían tornado en dos grandes hemorragias que brotaban de mi nariz y manchaban mi cara y mi cuello. Como queriendo corroborar lo que yo acababa de descubrir, una mujer mayor se detuvo en seco justo en frente de mí, tomó aire y se dispuso a gritar escandalizando a todos los viandantes. Un hombre que caminaba con paso apresurado en mi misma dirección, cogió a la vieja del brazo y la apartó hacia un lado sujetándome después a mí. Yo me encontraba en estado de shock, había vivido demasiadas emociones aquella mañana. Me lleve la mano a la nariz manchándome los dedos de sangre mientras aquel desconocido me arrastraba por las callejuelas gritándole a la gente que se apartase.

Se detuvo delante de la clínica a la que yo tenía que acudir y llamó al telefonillo. Al menos había conseguido encontrar al ginecólogo por mí. Volvía a sentir mareos y un fuerte dolor en el vientre. El hombre me apartó el cabello del rostro y empujó la puerta negra con la espalda. Dos enfermeras acudieron a recibirnos y me llevaron en volandas hacia la camilla. Apenas recuerdo nada de lo que ocurrió en aquel habitáculo, parecía que me encontraba en otro de mis sueños. Entreabrí la boca deseando que introdujeran otro pene en su interior, pero, en lugar de ello, el médico me abrió las piernas, me desvistió y me penetró con una de sus manos. Entonces sentí cómo algo se movía dentro de mí, en mi tripa, me dejé llevar por la presión de sus dedos, aquello era mejor que soñar que le chupaba la polla al idiota de mi ex. Abrí los ojos cuando escuché al doctor soltar un alarido de dolor y le vi caerse al suelo agarrándose el brazo con expresión de horror. El hombre tenía la bata ensangrentada y le faltaban dos dedos de su mano derecha. Como guiada por mi instinto, me incorporé y levanté el bajo de la camisa lo suficiente para descubrir detrás de ella un cuerpo con forma fálica y dientes afilados que se asomaba por mi vagina y miraba de manera amenazante al ginecólogo. Sentí cómo la sangre subía por mi estómago hasta mi nariz cuando aquel miembro caníbal volvió a mi interior, y cómo brotaba de nuevo por mis fosas nasales manchando mi pecho y mis brazos. Creía que no podía respirar. Aquel ser se retorcía dentro de mis entrañas buscando una salida hacia afuera. Me entraron arcadas solo de imaginármelo volviendo a salir. Me quería morir. Las enfermeras atendieron al doctor, mientras el hombre que me había recogido entraba en la sala. Iba vestido todo de negro y tenía el pelo rapado al cero. Se acercó corriendo a mi camilla y me sujetó con fuerza la mano.

—Tranquila, mi vida, ya estoy aquí, ya te he encontrado. —escuché que decía y cerré los ojos dejándome llevar por el sopor y el delirio.

—Tenemos que sacarle eso de ahí, nadie puede enterarse de su existencia. —exclamó el doctor entre jadeos, justo antes de que me desmayara.

 

Reto a Sanbes

Giny Valrís
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Sanbes
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Durante un par de minutos estuve convencida de tener a alquien apuntándome con un foco de luz en la cara. En cuanto mis ojos fueron capaces de visualizar lo que me rodeaba, y de diferenciar sus colores, descubrí que aquella luz pertenecía a una bombilla colgada del techo, a más de cinco metros de mí.

   Di un respingo al no saber donde me encontraba, y crujieron los reposabrazos de la silla a la que estaba maniatada. Quise gritar, pedir ayuda, pero tenía la garganta tan irritada que me molestaba hasta el aire que aspiraba. Y mi cuerpo… Dios, nunca me habían dolido tanto los ojos al llorar como en este momento.

   Penes, carcajadas, hombres de rostros cambiantes y mi cuerpo expulsando sangre, pero todo ha sido un sueño, pensaba; el doctor mirándome con horror, señalándome con una mano desprovista de dedos…

   ¿Y si no ha sido un sueño? Miré a mí alrededor. Me encontraba en mitad de un gran almacén, o quizá había una pared justo detrás de mí, no había forma de saberlo, pues el cuello amenazaba con romperse al intentar girarlo. Las paredes, o al menos hasta donde la única bombilla alcanzaba a iluminar, tendrían unos tres metros de altura, estaban agrietadas y descoloridas por los cientos de meados que las habían bautizado. El resto era oscuridad y hedor a putrefacción y orina. Pero en la oscuridad había vida. Algo se movía en su interior. Y cuando quise afinar la vista, alguien se interpuso entre yo y mi curiosidad.

   El hombre que me había llevado al ginecólogo y me había sacado de allí se acuclilló ante mí y, con el rostro emocionado, acercó una mano a mi vientre, posando en él la palma abierta. 

   —Adoro verte comer —dijo el hombre.
 

   Algo dentro de mí reconoció el calor de aquella palma, y se movió. Quise gritar. Pero el hombre me puso un dedo en los labios. Le faltaba la uña. Y ahora que clavaba la vista en él por primera vez, su rostro parecía una fina capa de papel pegada sobre el cráneo, y el pegamento empezaba a fallar, formándose burbujas de aire bajo la piel.

   —Necesitamos comer, cariño, o te devoraremos por dentro.
   —Jgg… —quise decir “qué”, pero esto fue lo más parecido que me salió.

   Se oyó el chirrido de unas ruedas. Al lado del hombre se detuvo una mujer que empujaba un carro de la compra repleto de miembros humanos cercenados. El carro había dejado en el suelo un reguero de sangre que se perdía en la oscuridad. 

   Sentí gases en mi interior. O quizá fuera de nuevo algo que se agitaba.

   Me di cuenta, al mirarla a ella, que aún sujetaba en una mano el pañuelo manchado con mi sangre. Era quien no sonreía. Quien me había estado observando mientras me violaban, o se aprovechaban de mí, con aquel gesto de desaprobación, pero sin mover un solo dedo en mí ayuda. Descubrí en su forma de mirarme que, a diferencia del hombre, a ella aún le quedaba dentro algo del alma humana. Quizá fuera compasión. Quizá, simplemente, bondad.

   Y no me equivocaba, pues alargó la mano del pañuelo para secarme las lágrimas del rostro; y fue entonces cuando descubrí que ella jamás tuvo ningún pañuelo. La tela que me había ofrecido en el vagón para  limpiarme la sangre, y la que estaba utilizando ahora en mi rostro, era su propia piel. Piel arrancada o despegada de sus manos, dejando al aire una viscosa capa de músculos.

   Me agité en la silla, y ella, ofendida, dañada quizá, se echó hacía atrás.

   El hombre sacó un pie del carro y lo dejó caer sobre mis rodillas. Los dedos aún no estaban morados, señal de que hasta hace poco aún recibía la sangre desde el corazón.
 

   —Come, o serás devorada —dijo el hombre, o mejor, aquello que se escondía bajo la capa del hombre—. Dos dedos no son suficientes para satisfacer a uno de los nuestros. 

   Algo dentro de mí se despertó ante el olor a sangre y a carne. Algo dentro de mí que se agitaba como yo me había agitado momentos antes.

   —Come —me instó el hombre.

   Pero no iba a comer, jamás, por nada del mundo iba a…

   Grité tan fuerte cuando sentí cómo algo me mordía en mi interior, que creía que estallarían mis cuerdas vocales en cualquier momento. De nuevo, comenzó a brotar la sangre por ni nariz, incluso noté como se deslizaba una gota a través de mi oído.

   El dolor era insoportable. Me estaban devorando por dentro. Eran como si desde dentro te rajasen con una cuchilla para desprender la carne y te la arrancásen de cuajo.  
  

Sin pensar, alargué una mano hacia el pie, pero seguía atada. El hombre, entre risas apagadas  por los aullidos de mis gritos, me soltó los brazos.

   Yo me aferré al pie y lo mordí como si me hubieran ofrecido un pollo asado después de estar un año perdido a la deriba.

   Y a medida que tragaba, el ser de mi interior, aquella cosa extraña, dejaba de morderme para alimentarse. Para tomar su comida.
 

   Seguí masticando, y tragando, mientras a mí alrededor se unían varias personas que rompían a reír mientras me miraban comer entre lágrimas y arcadas.

   Las mismas risas que formaron la banda sonora de lo que creía haber sido el sueño de una violación en el metro.  

 

Reto a Jane.

 

 

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La doctora Chamorro clicó con el ratón y la grabación de la paciente se silenció. Tecleó con rapidez el comando y la pantalla del ordenador obedeció la orden mostrando la imagen de la cámara de la habitación 1A.

La paciente continuaba en la cama, inmovilizada por correas y presa de una tranquilidad artificial provocada por la medicación sedante. Su abultada barriga cubierta por la sábana la hacía parecer una extraña criatura, amorfa y nívea, hibernando hasta que se pasaran los rigores del frío.

Cristina Chamorro apartó la mirada de la imagen y su mente recordó los expedientes que había leído cuando aceptó el trabajo en la unidad de los sueños.

El de aquella paciente había sido uno de ellos pero las palabras grabadas durante la sesión de hipnosis le habían mostrado matices que no encontró en la frialdad del informe.

La joven de 23 años fue detenida en medio de una crisis de histeria que había acabado provocándole un shock emocional del que, seis meses después, los fármacos no lograban sacarla. Cuando la policía llegó, avisada por los vecinos que habían oído los gritos, aún tenía el pene de su víctima en la boca. El muchacho murió desangrado y ella fue recluida en el hospital psiquiátrico. Al principio solo padecía crisis durante el sueño pero, cuando los análisis revelaron que estaba embarazada, el cuadro clínico cambió por completo, presentando episodios de autolesión intentando arrancarse la criatura que crecía en sus entrañas. Desde entonces la habían mantenido atada a la cama y, cuando su estado de gestación se hizo evidente, llegó el momento de sedarla porque con solo posar su mirada en el vientre entraba en un estado de histeria insostenible para su salud.

La grabación en la que explicaba los sueños que la atormentaban arrojaba algo más de luz sobre la posible paranoia que la llevó a cometer su crimen y ahora la mantenía en ese temor continuo ante su hijo pero, a Cristina aún le quedaba mucho trabajo para tener un diagnóstico concreto sobre aquella paciente… Y lo peor era que todas las historias clínicas de la unidad de los sueños eran igual de complejas.

Buscó el archivo adecuado y al clicar sobre él sonó la voz del paciente de la 3C:

Todo empieza con el cartero y un paquete grande que me entrega. Siempre es el mismo paquete y la sonrisa que hay en su cara siempre es la misma también… como la de uno de esos muñecos de ventrílocuo de las películas antiguas.

 

Reto a Belágile

 

 

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Todo empieza con el cartero y un paquete grande que me entrega. Siempre es el mismo paquete y la sonrisa que hay en su cara siempre es la misma también, como la de uno de esos muñecos de ventrílocuo de las películas antiguas.
Me encuentro recostada y maniatada a una silla mecedora de esas que solían aparecer en las películas de miedo de antaño, donde una mujer anciana y escalofriante se dejaba ir y venir en su balanceo, mientras acariciaba el pelaje de un gato parasitario y carroñero. Tengo los brazos sujetos detrás de mi espalda y la cabeza se me cae hacia adelante impidiéndome distinguir qué es aquello que se aproxima. Esta postura no hace más que producirme un escozor en los hombros y un fuerte latigazo en la espalda cada vez que intento incorporarme.
Unos pasos de claqué resuenan desde el otro extremo de lo que parece ser una nave industrial. Mi corazón se me dispara del pecho intentando alejarse de aquel lugar; el muy desgraciado piensa dejarme aquí sola, como si el mero hecho de perder lo poco que me queda de humanidad fuera un punto a mi favor. Aguanto la respiración manteniéndole así dentro del pecho. Aquellos pasos se están acercando y no consigo menguar las pulsaciones. Siento un fuerte dolor en los pulmones y noto cómo los brazos se me entumecen de tanto estar agarrotados. El cosquilleo que nace de la punta de mis dedos cuando intento que vuelva a correr la sangre, se extiende hasta el codo, después sube por el hombro e invade todo mi cuerpo. Es una sensación de incomodidad y vulnerabilidad indescriptible. Siento que no voy a poder controlar nada de lo que pase a continuación, estoy a su merced, y esto solo hace que me ponga aún más nerviosa y que mi corazón quiera volver a salir. Él se encuentra a pocos metros, puedo sentirlo. He vivido este momento tantas veces que hasta puedo imaginarle humedeciéndose los labios con su lengua mientras avanza desenvolviendo aquel regalo. Pero esta vez no quiero estar presente cuando termine de abrirlo. No me gustan las sorpresas.
La última vez, el mes pasado, quizás fue ayer, no lo sé, llevo tanto tiempo aquí encerrada que he perdido la noción del tiempo. Quizás solamente haya estado aquí unas horas, y ese suceso se haya producido tantas veces que me da la impresión de que llevo atada un milenio. A veces pienso que cuando consiga escapar de aquí y salga al mundo exterior, ya no habrá ni un resquicio de humanidad. El planeta entero habrá muerto inundado en nuestra mierda antes de que yo pueda soltarme de estas correas. Como decía, la última vez que aquello se acercó a mí y abrió el paquete, me hizo introducir la mano dentro de una caja negra en cuyo interior se encontraba una tela negra también. Me dijo que aquello no me iba a hacer daño como las otras veces, y yo le creí, claro que le creí, ¿qué otra opción tenía? Introduje los dedos dentro de aquel trapo hediondo y grité en cuanto sentí aquellas diminutas patas trepando por mi brazo, y subiendo a toda velocidad sin detenerse hasta alcanzar el cuello. Él me sujetó la mandíbula apretándome en ambos lados con sus dedos, y sentí cómo cientos de cucarachas rodeaban mi cabeza y trepaban por mi pelo. Era cuestión de segundos que intentaran entrar en mi boca. Lloré y le pedí que detuviera aquello. En ese momento le miré y vi su rostro blanco y serio, con las facciones de la cara perfiladas simulando los rasgos de un muñeco. Él sonrió y acercó sus pantalones desabrochados hacia mí. Yo no tardé más de un segundo en introducirme su miembro en la boca, hasta el fondo, evitando así que ellas pudieran colarse dentro. Permanecí durante largos minutos lamiéndole el glande desde dentro mientras lloraba, siendo muy cuidadosa de que no se le bajara la erección, pues si dejaba algún hueco entre mi boca y su polla, alguna de ellas se iba a meter en su interior.
Un leve picor me recorrió todo el cuerpo cuando recordé el tacto de aquellos insectos por mi espalda. No podría soportar otro episodio como aquel. Ya no me importaba comerle la polla, ni a él ni a cualquiera que estuviera observando oculto entre las sombras, pero mi mente no podría tolerar otro momento así. Si esto se repetía, seguramente me desmayaría antes de meter la mano en aquella caja. 
Ni siquiera puedo explicar por qué hice lo que hice a continuación, estaba inmersa en mis pensamientos y en mi autocompasión, y cuando me quise dar cuenta ya tenía un brazo desatado. Al parecer había hecho un movimiento brusco y mi hombro se había dislocado, dándome una mayor capacidad de movimiento, y pudiéndolo liberar de las ataduras. Pero esa sensación de victoria me duró un segundo. Enseguida comencé a aullar de dolor, no creía que aquello hubiera sido buena idea, y no lo fue. El ventrílocuo, como yo le llamaba, se situó delante de mí: esta vez no tenía una caja en las manos, lo cual me tranquilizó. Pero el corazón me dolía y notaba cómo me golpeaba cada vez con más fuerza. En un momento dado, mi cabeza se quedó en blanco, no podía hablar ni era capaz de escuchar nada. Mis ojos se desviaron hacia mi pecho, mientras todo mi entorno avanzaba a cámara lenta. Se me desenfocaban las imágenes, pero pude ver con claridad cómo mi corazón hacía un agujero debajo de mi carne, como un polluelo cuando sale del cascarón, y se precipitaba contra el suelo. Al final lo había conseguido: uno de los dos había podido escapar de su cárcel. El ventrílocuo lo apartó con el zapato y se acercó más a mí. Yo podía notar como brotaba la sangre desde un pequeño hueco húmedo y rojo. Detrás de él aparecieron tres hombres más. Uno de ellos se situó en mi espalda, me liberó la otra mano, y con un movimiento inesperado, me colocó el hombro dislocado. Grité.
—Veo que esta vez has preferido colaborar por tu cuenta, furcia. —me dijo el ventrílocuo.
Yo no sabía de dónde provenía aquella voz. Todos esos hombres me parecían iguales. Me sentía como en una tienda de muñecos, iban bien vestidos, pintados y dispuestos para el espectáculo. Abrí la boca balbuceando algo incomprensible. Otro de ellos se acercó, se desabrochó los pantalones e introdujo su pene donde antes se encontraba mi corazón.

Reto a Bestia

Giny Valrís
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«Hay que ver cómo se parecen los dos casos», pensó Cristina suspendiendo el ordenador. «Por momentos parecen la misma las dos mujeres. Si no supiera que no existe el menor parentesco, diría que son gemelas que han pasado por lo mismo. ¿Quizá son hermanas y no lo saben?», se interrogó empuñando un lapicero. «Una es rubia y la otra morena. Positivo y negativo. Por lo demás también en el físico se parecen. Pero espera, hay una diferencia como de 15 años. ¿Madre e hija entonces? Un poco justo pero podría ser. Cristina…, estás desvariando.»

Cristina se dirigió al servicio, y en la puerta, debajo del letrero de “Reservado al personal médico”, leyó, escrito con bolígrafo: “La doctora Chamorro me pone cachondo”. Mordisqueando la embocadura del cigarrillo electrónico, se preguntó cuál de sus pacientes se habría atrevido a aventurarse hasta allí,  o si acaso no había sido un paciente sino un colega, que todo podía ser, y de pronto empezó a ver con otros ojos al muy estricto doctor Cubero, de pelo y sonrisa tirantes e impecables informes clínicos. Desechó la idea con una carcajada y una larga exhalación de vapor, abatiendo la puerta del baño. Mientras orinaba, sus pensamientos recayeron en la paciente de la 1A y, de vuelta a su mesa de trabajo, buscó el archivo con la grabación. La voz de la joven volvió a sonar, monótona, sorprendentemente dulce, a veces tan baja que apenas se oía:

 

Sobre la frente del hombre, que tenía la consistencia de una capa de legañas, se formó una gota de sudor color vinagre mientras este palpaba mi abultado estómago y buscaba luego un punto preciso situado bajo el esternón. Habían pasado apenas veinte minutos, lo que tardé en comerme el pie y alguna que otra pieza de carne del carrito, y yo ya iba a ser madre, estaba preñada como de nueve meses. Cuando la oscura gota cayó quemándome un ojo como un fortísimo colirio, él clavó en mi vientre una uña espectral aunque afilada, abriéndome en canal. Cuando después un pequeño cuerno asomó por la abertura, una punta de asta tierna como la de un ternero, el hombre rió, y con la risa su pecho onduló como una telaraña. Por fin alumbré una cabeza de diablo empapada en sangre que se volvió hacia mí girando 180 grados y dijo:

—Wie geht es Ihnen, Mutter.

—En español, mi infante terrible —dije tirándole de las orejas. El se escurrió fuera. A ningún chico le gusta que le tiren de las orejas.

—Te quiero, madre —dijo besándome.

—No tan vehemente, hijo.

Al contacto de su lengua bífida, uno de mis dientes paletos se había roto como un cubito de hielo. Se volvió hacia la presencia borrosa del hombre.

—Puedes irte, ya no te necesito.

—Pero señor —protestó.

—Ahora.

Mi hijo levantó un dedo. Tras los huesos esponjosos de la cabeza del hombre, la sombra del cerebro titiló apagándose.

—¿Es que nadie se va a ocupar de volver a coserme? —dije divertida.

El pequeño me pasó por el vientre un dedo al rojo vivo, de abajo arriba, como subiendo una cremallera.

—¿Contenta, madre?

Lo estaba, no se veía la menor cicatriz. Luego él empezó a mirarme de otro modo.

—No serás capaz. Soy tu madre.

Dos minutos después de nacer, mi hijo había tenido su primera erección completa.

—Por qué no. Pero ya habrá tiempo para eso —dijo subiéndose al carrito—. Ahora salgamos de este agujero. ¡Empuja, Bela Jane! —gritó sentado en la montaña de extremidades.

—¿Ese es mi nombre?

—Desde ahora, sí.

Bela Jane, sonaba bien. Mejor que el otro. Cómo era. Increíble, no me acordaba.

—¿Me has hecho algo? No me acuerdo de mi nombre.

—¡Empuja! ¡Bela Jane, empuja!

 

Reto a Bote

 

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Chamorro volvió a desconectar la grabación. Se llevó los dedos a las sienes, frotándolas circularmente, mientras se preguntaba qué sentido tenía seguir escuchando aquello.

—Bela Jane —murmuró.

La musicalidad del nombre bailoteaba en su corteza cerebral, rebotando una y otra vez contra las paredes internas del cráneo, reverberando en su memoria con eco propio.

—¿Por qué Bela Jane?

Había algo en ese nombre que la incomodaba.

Se llevó el cigarrillo electrónico a los labios para dar una electrónica calada que no la satisfizo en lo más mínimo. Decidió que ya iba siendo hora de practicar, en serio, ese pequeño acto de autodestrucción que es fumar.

—Y café, con cafeína de la que te pone nerviosa, aunque sea de máquina —le dijo a la pantalla.

Salió al pasillo. Sabía que el cambio de turno se había producido hacía pocos minutos y miró en la dirección apropiada. La ventana que daba a la oficina de los vigilantes nocturnos estaba iluminada con luz fluorescente y algunas sombras denotaban la presencia de alguien en el interior. Tenía que pasar por allí para llegar hasta la máquina de café, así que lo hizo lentamente, para dejarse ver.

—¡Eh, Chamo! —dijo Andrés.

A Cristina le gustaba Andrés. No sexualmente, claro, simplemente le caía bien.

—Hola, Andrés. ¿Cómo va la noche?

—Pues, para mí empezando. Ya veo que tú te quedas hoy hasta tarde. ¿Mucho trabajo?

—Mucho y muy extraño. Oye, ¿te hace un café?

—Claro, Chamo. Contigo siempre me hace un café.

 

La terraza permanecía cerrada las veinticuatro horas del día. Siempre era así desde lo del suicidio del paciente de la 101, meses atrás. Por supuesto, la llave que la abría estaba en poder de los vigilantes. Y Andrés era un vigilante.

—Anda, toma —dijo Andrés, tendiéndole un paquete de Ducados.

Ella sonrió, ligeramente avergonzada. El acto de transgredir su intento por dejar de fumar incluía al vigilante, siempre.

—Soy débil —respondió Cristina a modo de disculpa.

—Todos lo somos. Bueno, cuéntame.

Aquella era la otra parte que incluía a Andrés en el día a día de Cristina. El hombre no tenía ni idea de psiquiatría, por lo que volcar en él los datos caóticos que había almacenado a lo largo de la jornada podía, a veces, unirse aleatoriamente en algo con un poco de coherencia.

Dejó que el vigilante le prendiera el cigarrillo y empezó.

—Todas estas mujeres que llegan desde hace unas semanas… —se detuvo. Había empezado demasiado bruscamente.

Andrés encendió su propio Ducados. Aspiró el humo.

—Todas mujeres, sí, continúa —dijo. Le gustaba que la renombrada psiquiatra contara con él para reordenar sus pensamientos.

—Eso es, todas mujeres. Todas con delirios recurrentes… Sueños. En todos los casos el elemento fálico aparece, de algún modo… grotesco.

—Y todas andan preñadas… Perdona, embarazadas.

—Llevo varios días estudiando los casos sobre el papel, pero hoy he empezado a escuchar las grabaciones. Entiende que no es lo mismo leer los resúmenes redactados por terceros que escuchar de sus propias bocas las experiencias.

Andrés asintió, entendiéndolo. Los últimos rayos de sol hacía minutos que habían desaparecido tras las lejanas montañas. La ciudad cobraba vida, con sus propios soles eléctricos inundando de luz los rincones oscuros.

—La cosa es que…, las relaciones entre los dos casos que he podido escuchar hasta ahora son extrañamente parecidas. Los resúmenes de las demás pacientes indican lo mismo.

—Claro. ¿Y qué? ¿Podría tratarse de una epidemia…? —El vigilante dudó un instante— ¿Existen las epidemias psiquiátricas?

—Se han dado casos, en el pasado, de alucinaciones colectivas provocadas en lugares expuestos a tóxicos. En las minas de plomo, por ejemplo. Pero cada alucinación en estas ocasiones  es diferente en cada individuo y lo único que las relaciona, en realidad, es dicha exposición al elemento perturbador. No, esto es diferente…

Cristina calló. En la semioscuridad de la terraza, creyó ver que el rostro de Andrés estaba demasiado cerca del suyo.

—Se trata de alucinaciones complejas que incluyen a los mismos personajes—prosiguió—, o eso es lo que estoy empezando a percibir.

—Eres un escollo que debe ser salvado. Una piedra en el camino que hay que saltarse.

Cristina retrocedió ante la proximidad del vigilante. Había hablado con una voz que no parecía la suya y su rostro se difuminaba más de lo que la escasa luz hacía probable. No respondió a las frases.

—Las demás de tu especie son estúpidas y merecen ser conquistadas, pero tu útero es especial. La lógica, el raciocinio guía tu vulva.

El rostro de Andrés mutaba, se difuminaba y volvía a ser el que debía según incidía la escasa luz en los recovecos de sus facciones. En un momento dado creyó ver que algunos insectos lo recorrían.

—Qué… ¿Qué dices?

La psiquiatra quiso interrumpir el incomodo momento interponiendo el cigarrillo entre su boca y la del vigilante, una nada sutil estrategia que evitaría malos entendidos.

Pero aquello no era un mal entendido, como demostró la verga que se introdujo en su boca, arrastrando con ella al Ducados hasta su garganta, quemándola, ensanchando una zona de su anatomía que no estaba acostumbrada a contener cosas mayores que un chupa chups.

“Dios” pensó “Esto no puede ocurrirme a mí”

Pero estaba ocurriendo, como ocurren las cosas en los sueños, con la naturalidad antinatural que se niega a sí misma mientras es aceptada plenamente y sin tapujos.

“A mí no”

Se vio de rodillas, sin recordar por qué de pronto se encontraba en esa postura. El pene era grande. Raspaba, mordía.

Cerró los ojos, intentando pasar mentalmente de largo aquel momento, queriendo hacer que desapareciera del mismo modo que había llegado.

Pero la verga ahondaba en su garganta, como había ahondado en la de Bela Jane, en el metro, en la línea 6, aquel día nefasto en el que la realidad se trastocó para siempre en su joven cabeza.

Esperó a que algo peor sucediera. Algo del tipo, carne abriéndose o mujeres con la piel arrancada, o pechos rotos y corazones a la intemperie, o fetos dentudos con prominentes erecciones, o carritos de la compra repletos de carne tumefacta…

Pero su caso era especial. Ella no era una pobre chica sorprendida por la enfermedad mental en un momento de debilidad anímica. No. Ella era Cristina Chamorro, psiquiatra con honores y futura candidata a los premios Nobel.

—Eso, sueña, maldita perra. Tus sueños son deliciosos. Me encanta mancillarlos, romperlos —dijo aquello que un minuto antes había sido su amigo.

Del interior del cuerpo simiesco y desnudo del monstruo surgieron larvas. Avanzaban rápidamente hacia el falo y lo iban recorriendo hasta introducirse en ella. De nada le valía cerrar los ojos. Sentía aquellas cosas irrumpiendo en su persona. Sentía su sabor, su textura abyecta y antigua.

“Así deben de saber las momias” pensó antes de desmayarse.

Despertó. La grabación de la paciente 1A continuaba, relatando los delirios de la muchacha con la monótona voz de una mente rota, aburrida de contar lo mismo una y otra vez.

 

…empujaba el carrito, lo empujaba por los pasillos buscando la salida, lo empujaba hasta ascensores que descendían más, alejándome de la luz del sol, de las demás personas. Y mientras, mi hijo, al que amaba sobre todas las cosas, me gritaba que era una estúpida, que se avergonzaba de su puta madre, que para venir al mundo no le hacía falta nada más que una hiena y que había sido un error elegirme a mí. Todas esas cosas que me decía me dolían y me hacían sentir deseos de complacerle, de ser una buena madre, de rasgarme entera con tal de hacerle sonreír aunque fuera un poquito, durante un solo segundo…

 

Cristina detuvo la grabación, otra vez. Aún sentía el sabor de la verga y las larvas en su lengua herida.

“A mí… no”

 

Reto a Sanbes

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Sanbes
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La doctora Chamorro dejó atrás el manicomio, porque eso es lo que era, por más que en la entrada hubiera una placa dorada donde se daba la bienvenida al centro psiquiátrico. Subió a su coche, un peugeot 206 azul con la frase "lava el coche, cerdo" escrito sobre el polvo de una de las ventanas traseras, y dejó la carpeta con los archivos de su estudio en el asiento del copiloto.

   Afuera empezaba a amanecer, y aunque aún podía verse la luna, el cielo comenzaba a tomar un tono azul oscuro que pronto se teñiría de escarlata para recibir los primeros rayos del sol. En tan solo una hora, el enorme edificio del manicomio, tan parecido a un castillo, proyectaría su sombra sobre los jardines, las fuentes, y el resto de vehículos de los trabajadores del centro.

   Cristina trató de localizar con la mirada las ventanas, todas ellas con barrotes, que daban al pasillo donde se encontraban las habitaciones de las pacientes 1A y 3C. No estaban cerca, además de encontrarse en distintos niveles.

   Era imposible que esas dos pacientes hubieran hablado entre ellas para que ambas soñaran y tuvieran alucinaciones sobre el mismo tema. Imposible. Podía ser que se hubieran cruzado por el pasillo a la hora de lavarlas, pero casi siempre intentaban asear a las pacientes una por una. Entonces, ¿cómo coño coincidían sus trastornos? Eran como dos pacientes en una, ambas soñaban con falos monstruosos, personas horriblemente misteriosas que las vejaban y violaban, monstruos demoniacos…, con la diferencia de que cada una contaba una historia distinta. Y sobretodo, ambas estaban convencidas de estar embarazas por esos seres. Sufrían un parto psicológico, dentro de su estómago solo había aire y líquidos retenidos. Pero, en una de las ocasiones que había entrado en la habitación, mientras tomaba el pulso de la paciente de la 1A, ésta había empezado a entrar en estado de nervios. Cuando la doctora Chamorro trató de tranquilizarla, la paciente le dijo que el bebé le estaba golpeando la barriga porque olía la regla de la doctora, y su olor le producía hambre. Cristina se quedó sin habla durante unos segundos. Aquella loca había adivinado que tenía el periodo. Pero enseguida se dijo así misma que muchas mujeres tienen como un sexto sentido para adivinar esas cosas. Sin darle más importancia, y para calmar los nervios de la paciente, le tocó la barriga para decirle que el bebé estaba bien y que no se movía por eso. Y fue entonces cuando sintió como algo daba una patada en el estómago, y retiró  la mano tan aprisa como si la barriga pudiera morderle.

   Aquella noche le volvió a pedir al doctor que examinara a la paciente. Y su diagnóstico fue el mismo, tan solo líquidos y aire producidos por la mente.
 
   Cristina arrancó el coche y dejó el manicomio atrás. Se dijo que buscaría información sobre las dos pacientes, por si en el pasado habían tenido algún tipo de contacto personal antes de entrar en el centro, y de ahí la coincidencia de los casos. No era la primera vez que pasaba. Puede que incluso se presentara en la casa de ambas pacientes para preguntar a sus familiares sobre alguna conexión entre ambas. Sí, quizá haría algo así. Pero no hoy. Dios, por hoy ya era suficiente. Tan solo quería descansar y recuperar fuerzas para el siguiente turno. Encendió la radio para tener algo de compañía que la mantuviera con los ojos abiertos hasta llegar a casa. Y lo único que pidió, mientras la voz del tertuliano resonaba en el interior del coche, era tener un sueño largo y placentero al meterse en la cama, sin pesadillas.
 

   Nada de pesadillas, por favor.

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"Los conductores que sueñan con dormir puede que ya estén dormidos. Quizá usted haya cerrado los ojos."

Un brusco volantazo la sacó de su sopor.

—Nena, como conduzcas así te va a pasar algo malo.

Cristina miró horrorizada a su acompañante. Este se sentaba, casi tumbado, en el asiento del copiloto. Era calvo y tenía la piel como si estuviera hecha de bronce viejo. Una madre de las de verdad le habría dado un pescozón y mandado sentarse bien, que se iba a hacer daño en la espalda. El calvo fumaba un cigarro que emitía grandes cantidades de humo azulado. Era un humo tan denso que se negaba a disiparse en el aire y poco a poco iba inundando el techo del vehículo.

El hombre de bronce envuelto en humo volvió a coger el volante.

—Nena, la carretera está delante. O la miras o nos reímos contra un árbol.

Cristina estaba tan asustada y conmocionada que ni siquiera se había dado cuenta de lo extraño de aquellas palabras.

—Me estoy mareando.

Y el calvo, en vez de hacerlo en su puerta, se inclinó sobre ella para bajar la ventanilla mientras seguía fumando y expulsando ese humo azul que se elevaba lamiendo su cara. Al volverse se produjo un pequeño contacto entre su calva y la mejilla de Cristina. Ella notó que su piel ardía, como si tuviese un fuego por dentro.

El calvo se reincorporó a su asiento lentamente con la mirada fija en sus pechos.

—Nena, tienes las tetas más grandes de lo que recuerdo. ¿Estás preñada?

 

Es probable emitió su esperma de una forma muy descuidada.

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Cristina despertó sobresaltada. Los dígitos rojos del despertador le gritaban desde la mesilla de noche. La una de la madrugada.  Se levantó a fumar, retrasando el momento de volver a dormirse para darle tiempo a su mente a olvidarse de la pesadilla. El olor del cigarrillo le recordó al calvo del sueño y lo aplastó en el cenicero después de la primera calada.

Se sentía extraña. Era una buena profesional pero nunca se había traído el trabajo a casa, siempre había conseguido mantener la distancia adecuada entre su vida profesional y la personal. Aquel caso la estaba condicionando demasiado y la ponía nerviosa el ser consciente de que perdía el control.

El sonido de su teléfono móvil arañó el silencio de la noche y terminó de crisparle los nervios. Número desconocido… y en el móvil del trabajo; dos datos que sumados a lo intempestivo de la hora, hicieron que por su cabeza pasaran diez hipótesis a la vez y ninguna agradable. Respiró hondo antes de contestar.

—¿Sí, dígame?

—Hola ¿Cristina Chamorro?

—Soy yo ¿quién es?

—Me llamo Ramiro y me encantaría conocerte.

—Pero… Este es mi teléfono profesional ¿cómo lo ha conseguido?

—De tu perfil ¿dónde si no?

Cristina respiró hondo intentando no insultar a su interlocutor.

—¿Qué perfil? ¿De qué me está hablando?

—Mira putita, conmigo no te hagas la tonta. Sé que te va la marcha y mi polla está deseando dártela. ¿Ahora vas a asumir el papel de mojigata? Está bien, eso también me pone cachondo, aunque te prefería en el rol de las fotos… mmmm, el cuero te queda tan bien.

—¿Fotos? ¿Dónde?

—Comprendo, eres una de esas guarras que tiene ficha en varias webs ¿no? —sonó una risa que acabó con la paciencia de Cristina—. Vi tu perfil en Perversados y me…

Cristina cortó la llamada y se apresuró a encender el ordenador portátil. Tecleó el nombre y la búsqueda dio sus frutos.

Perversa2.com.

 

 

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Colocó el cursor encima y lo contuvo ahí sin atreverse a entrar. Echó otro rápido vistazo al historial del móvil, comprobando que la llamada se hubiera producido. No la encontró.

“Así va a ser mi vida” pensó “Esto debe ser la locura”.

Un escalofrío recorrió su cuerpo, tan intenso, tan real, que por un momento creyó que le paralizaría el corazón dejándola ahí, congelada. La imagen imaginada de la mujer de la limpieza encontrándola por la mañana y gritando la devolvió a la realidad.

Algo  se revolvió en su interior y la pantalla del ordenador se volvió negra durante un segundo para dejar paso al salvapantallas. Se llevó la mano al vientre, esperando un nuevo retortijón, pero un movimiento reptante sobre el teclado llamó su atención. Se trataba de un pequeño gusano, o más bien una larva, que se arrastraba sobre la letra “Ñ”. Era blanca, con la cabeza negra. Lentamente llegó hasta la “L”. Sin saber por qué, le pareció fascinante.

“Está pasando otra vez. Sigo dormida”

Con ese pensamiento intentó localizarse en el espacio y el tiempo. ¿Dónde se encontraba en esos instantes? ¿En la cama? ¿En el despacho? ¿Conduciendo?

La última idea la sobresaltó y volvió a despertar. El buscador había arrojado varios resultados. El primero de todos rezaba: Perversa2.com.

Seguía en casa, pero era evidente que había vuelto a dormirse, a soñar, como demostraba la ausencia de la larva en el teclado. De todas formas, sobre las teclas “Ñ” y “L” había algo pringoso.

Perversa2.com. Perversa2.com. Perversa2.com.

Saltó de nuevo el salvapantallas y supo que seguía dormida. La larva había llegado hasta su dedo, el que permanecía a punto de hacer doble click sobre el resultado. Fijándose bien, afinando la vista, creyó que la parte negra del bicho era una pequeña cara humana. Parecía estar gritándole algo, así que se atrevió a acercar la oreja hasta su dedo, que permanecía inmóvil mientras aquella cosa empezaba a subir por la uña.

Al principio no entendió lo que la larva le estaba gritando. Era como un chirridito sin sentido, pero quedándose quieta, evitando que el roce de la ropa la molestara, conteniendo la respiración, el ruidito cobró sentido.

—¡Despierta! —exclamó la larva.

Despertó.

Todo estaba hasta arriba de larvas. Estaban sobre el teclado, en la pantalla, en la mesa, en el suelo. Salían de debajo de las cosas y formaban crepitantes montones en los que el movimiento aleatorio les confería el aspecto de formas humanas encogidas sobre sí mismas.

En mitad de la habitación un carrito de la compra repleto de carne humana producía larvas que iban cayendo al suelo.

Algo se revolvió en su vientre.

—¡Despierta!

Despertó. El tipo calvo la penetraba ferozmente mientras su boca exhalaba un humo azul denso y apestoso.

“Esto es la locura… Tanto tiempo tratándola, jugando con ella y por fin me ha atrapado” Pensó mientras sufría un orgasmo.

El salvapantallas del ordenador desapareció y en su lugar cobró forma un vientre hinchado. La voz de la paciente 1A seguía relatando la interminable aventura:

Cada vez más profundo, más profundo, más profundo… Sabía que cada metro que avanzaba hacia dentro me alejaba de la luz del sol…

—¡Eso ya lo habías dicho, choni estúpida! —gritó Cristina.

Despertó.

Perversa2.com, rezaba el primer resultado en el buscador. Su dedo estaba a punto de hacer doble click para entrar.

—Está bien, está bien, hagámoslo profesionalmente —dijo en voz alta.

Acto seguido recogió el teléfono y activó la aplicación de grabación en vídeo. Se apuntó a la cara y después a la pantalla.

—Me llamo Cristina Chamorro y estoy a punto de dar rienda suelta a mi propia locura —Soltó, de forma no demasiado profesional.

El dedo, que había permanecido sobre el trackpad, ligeramente elevado, a punto de golpearlo dos veces para entrar, lo hizo. La pantalla se llenó de pequeñas fotografías de chicas desnudas en posturas sugerentes. Nada especial, solo otra página pornográfica.

Deslizó la imagen sin saber qué estaba buscando exactamente, hasta que una de las fotos, la de un vientre hinchado mal iluminado, llamó su atención. Justo debajo un cartelito rezaba: “Paciente 1A”.

Mil preguntas lucharon en su cabeza por ser las primeras en ser formuladas, pero en vez de razonar, de buscar una explicación, hizo doble click.

Su propia voz llenó el silencio.

“Todo empezó el día en que abrí los ojos a la oscuridad de un túnel tras haberme quedado dormida en algún punto del soporífero trayecto circular de la línea 6…”

 

Reto a Sanbes.

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Bestia insana
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***

Lo último que hizo Oscar antes de irse de casa fue escribir “Adiós” en el polvo de una estantería; así, con el dedo, en letras mayúsculas. La noche antes me había violado y metido una paliza, todo al mismo tiempo, después de que yo, harta de que me engañara con otras, me resistiera a que me penetrara. Cuando después de oír el portazo, me levanté, leí el mensaje y acto seguido me puse a buscar cosas que romper, descubrí que no había nada suyo en casa: un año de convivencia y había pasado por aquí como un maldito huésped, no quedaba de él ni un mal cepillo de dientes, el parásito siempre había usado todo lo mío. Lo único que encontré fue una fotografía que nos tomaron por sorpresa una vez que fuimos al zoo, en la que Oscar salía movido, soltándose de mi brazo, girado hacia atrás. No le gustaba que le sacaran fotos; tenía un gran talento para detectar fotógrafos ocultos. Total, que recorté la borrosa silueta y luego le corté las manos y los pies, la cabeza y el tronco; en cuanto a mí, que salía mirando al frente con una expresión definitivamente triste, en centro del pecho me hice un bonito agujero. No me sentí mejor. Por lo menos me lo había quitado de encima, aunque pasó algún tiempo antes de que pudiera volver a pensar en él sin ponerme a morir. Entonces, habría pasado un mes, una visita rutinaria al médico confirmó que estaba embarazada. De él, de quién si no. Es absurdo, lo sé, pero me arrepentí de no haber cambiado finalmente la cerradura. De alguna manera, el hijo de puta había vuelto a entrar y esta vez se había quedado a vivir dentro de mí. La ecografía mostró un feto anómalo, sin extremidades, con forma de pene. Me sorprendió, desde luego, pero no tanto como a mi ginecólogo; al fin y al cabo yo llevaba treinta noches reviviendo la escena de mi violación, soñando con ese pene, a veces con dos penes, tres, cinco, diez penes, no precisamente pequeños, penetrándome por todos lados, la espalda, el ombligo, la parte superior de la cabeza. Luego resultó que la criatura para nada estaba fija en un sitio sino que se movía donde quería a sus anchas, tan pronto la sentía en un costado como en otro. Un día me habló con la voz de mi ex. Fue solo un balbuceo pero distinguí perfectamente las palabras: Hi-ja-de-pu-ta. Poco después me violó, ahora desde dentro. Unas cuantas veces. Llegué a ver su perlada cabeza asomando entre los labios de mi vagina en una penetración inversa, y aunque por ahí se guardó mucho de volver a intentarlo desde que le corté con una cuchilla de afeitar, me dio mucho por culo, poniéndose a recorrer mi recto arriba y abajo como frenético. Volví al médico. El bueno del doctor se dispuso a sacar el engendro de mi cuerpo. Pero Oscar odiaba a los médicos, podía olerlos a distancia, y llamándome cosas horribles, se replegó muy adentro, profanando mis órganos más secretos. «¿Me has oído? ¿Me has oído, zorra?» Sí, oía con toda la piel y el vello de punta esa voz sofocada que venía de dentro de mi hígado o qué sé yo, y en ese momento terrible solo se me ocurrió pensar en mi padre y preguntar: «Padre, por qué consientes esto, por qué lo permites, por qué.» Sugerí que solo había una cosa capaz de arrancarlo de mis entrañas, el olor del coño de otra mujer. Una de las enfermeras, bendita sea, se mostró dispuesta a ayudar, se sentó a horcajadas sobre mí y, arrimándose, acercó a mi boca su entrepierna. Tengo que decir que miré con admiración a esa profesional que ni en semejante trance abandonó su magnífica sonrisa. Tenía un pubis sorprendentemente poblado que sabía a una mezcla de colonia y almendra amarga. Nada más empezar a sorber, sus bragas se habían deshecho en mis labios como algodón de azúcar, eran de alguna manera comestibles (yo no tenía ni idea de que existiera tal cosa). Noté enseguida que mi ex -el hijo de puta no tenía remedio- había emprendido el camino de salida; por fin, como un topo enloquecido, ascendió por mi garganta. En cuanto sintió el primer mordisco, la enfermera se apartó y el médico aferró a Oscar por la cabeza. La rabia se dibujó en sus someras facciones, y empezó a lanzar dentelladas. Desde donde yo estaba pude ver luego en el suelo dos dedos arrancados y unos mellados fórceps. Oscar, que para entonces había desarrollado unas piernas regordetas y tenía la forma de un pequeño cañón de enorme cabeza, corrió por el quirófano, todo amoratado y tenso, y, tras morderle en el talón y hacerla caer, fue a buscar refugio en la pequeña fortaleza de la segunda enfermera, en cuya puerta empezó a golpear como un ariete al grito de “Ábrete, zorra”.

«Aparten de mí esa cosa», gritaba ella, «me quiere violar». Lo cual era indudablemente cierto, y así sucedió. Yo, que por precaución había sellado las piernas, y no pensaba volver a abrirlas en mucho, mucho tiempo, me di cuenta de dos cosas: que ya no me importaba nada lo que hiciera el capullo de mi ex y que quería salir pronto de ahí.

Como si hubiera leído mis pensamientos, mi padre apareció a mi lado. Sin decir nada, se agachó ofreciéndome la espalda, y yo, maltrecha, no me lo pensé y me subí encima, agarrándome a sus bíceps como a dos gruesos manillares. A trote ligero salimos de ahí.

«¿Esto qué es?», pregunté luego, palpando sus omóplatos, grandes como platos. El aminoró un poco el paso. «Son alas. Bueno, el inicio de ellas.» Asentí. Mi padre, que había muerto años atrás, siempre había sido un santo.

 

«Interesante caso», pensó el doctor Cubero deteniendo la grabación, «sobre todo porque estoy convencido de que nunca hubo ningún ex. De cualquier forma, un caso para la doctora Chamorro. Hay que ver lo que le gustan las pollas a esta chica», observó en voz alta, pellizcándose a través del pantalón la piel de un testículo. Con la izquierda tecleó saliendo del programa y luego se puso a buscar entre las cosas del escritorio, posando en ellas sus dedos manicurados. Esta vez se llevó un lápiz Staedtler que tenía en la blanda madera la marca de los incisivos de Cristina. La doctora no lo echaría en falta, o quizá sí, lo mismo daba.

Reto a Belagile

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Belagile
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Cristina detuvo su coche delante de una pequeña casa de madera gris, rodeada con una línea de setos mal poblados, que se encontraba a las afueras de la ciudad, justo en dirección contraria a la del hospital. Consultó el reloj de pulsera mientras contemplaba las dos sombras que se entrelazaban detrás de las cortinas del salón. Eran las diez y media de la mañana, ya no le daría tiempo a llegar a su hora. Una de las sombras, la que reflejaba el contorno de un hombre, se separó de la otra y desapareció detrás de la pared encaminándose hacia la cocina. La doctora Chamorro aprovechó la ocasión y bajó del coche que tenía aparcado en doble fila.
El sonido de una campana vieja retumbó dentro de la casa cuando ella presionó el botón del timbre. Esperó unos segundos mientras escuchaba a una mujer acercarse hacia la puerta de la entrada. Silencio. Cristina golpeó de nuevo la puerta con los nudillos moviendo la pierna con impaciencia.
—¿Quién es? —escuchó que preguntaban a través de la puerta.
—Hola, buenos días, soy la doctora Cristina Chamorro, del hospital psiquiátrico. Le llamé esta mañana, vengo a hablar de Ángela. —anunció.
Enseguida sintió cómo unas manos temblorosas hacían descorrer el cerrojo y giraban el pomo de la puerta. Cristina tragó saliva y parpadeó cuando vio que la señora con la que había hablado era una mujer que rondaba los sesenta años. Su marido, que permanecía asomado desde la cocina, apenas parecía sacarle tres años más.
—Creo que hablé con usted esta mañana. —saludó estrechándole la mano.
—¿Le ha ocurrido algo grave a mi niña? —quiso saber ella.
—Todo sigue como siempre, señora Carrasco, no se preocupe. —explicó mientras saludaba a su marido.
—No la esperábamos hasta más tarde, doctora. —confesó él. —Por favor, pase y siéntese, ha debido madrugar mucho para poder llegar hasta aquí tan temprano.
“En realidad no he podido dormir” —pensó ella.
—Necesito hablar con ustedes acerca de la paciente 1A, Ángela Carrasco, ¿verdad? —el marido asintió mientras ella se dirigía a la cocina para prepararle un café.
—¿Lo quiere con leche, doctora? —le escuchó preguntar.
—Sí, por favor. —la doctora Chamorro colocó su maletín sobre la mesilla del café mientras el señor Carrasco la contemplaba con la mano apoyada sobre el mentón. Parecía cansado, malhumorado, como si llevase tiempo soportando sobre sus hombros los demonios que estaban atormentando a su hija. La señora Carrasco apareció un minuto después con la bandeja del café y una jarra de leche en la otra mano. Cristina asintió dándole las gracias y vertió sobre el café dos cucharadas de azúcar. —Antes de nada, quisiera disculparme por haber irrumpido en su morada tan de repente. No quiero que mi visita les preocupe lo más mínimo, se debe solo a una evaluación formal que suelo hacer con las familias. Me gustaría saber algunas cosas personales sobre Ángela antes de seguir con el tratamiento, y creo que esta entrevista no sería tan productiva si la hiciéramos en mi despacho. —explicó.
—¿Ha empeorado su situación? —preguntó el padre.
—Se han seguido repitiendo los episodios psicóticos que vivió cuando la ingresamos, y cada vez con mayor intensidad. —explicó ella con el gesto sombrío mientras la señora Carrasco se sentaba a la derecha de su marido. —Y no podemos interceptar el motivo, todavía. Pero esta visita no es para relatarles las experiencias ficticias que ha vivido su hija. —ellos se miraron. —Verán: hay otra paciente en mi hospital, unos años mayor que ella, que sufre una situación muy similar, y nos gustaría averiguar si entre ellas existe algún lazo de unión, o si han podido vivir una experiencia parecida que les haya hecho llegar a este límite de locura.
—No creo que eso sea posible, doctora, —interrumpió la madre. —mi hija llevaba casi un año sin quedar con ninguna amiga, tan solo se relacionaba con ese chico con el que solía salir, ya sabe.
—Sí, estoy al corriente de lo sucedido. —carraspeó. —Pero quiero, necesito saber si conocía a alguien más, si tenía un grupo de amigas en la Universidad…
—A veces salía de fiesta con las chicas de su facultad, pero nos decía que era por mero compromiso. Lo cierto es que siempre fue una estudiante magnífica: sacaba buenas notas, no nos daba ningún problema en casa, y estaba siempre encerrada en su cuarto estudiando. No le interesaban demasiado esas fiestas.
—¿Esas fiestas, como usted dice, se celebraban en el campus? —quiso saber la doctora.
—No. Por lo visto quedaban todas juntas en un parque que hay a veinte minutos en coche, hacia el campo. Allí, por lo que nos contaba, se reunían sus amigas y otros compañeros para beber y escuchar música. Ya sabe cómo son estos jóvenes. —contó el señor Carrasco. —Yo mismo tuve que ir a recogerla una noche, antes de que sucediera todo aquello. —confesó con un hilo de voz. La doctora Chamorro asintió mientras apuntaba todo en un pequeño cuaderno de notas.
—¿Podría contarme qué sucedió aquella noche? —ambos intercambiaron una mirada. Él se mojó los labios.
—Mi mujer y yo estábamos viendo la televisión. Era una noche a finales de noviembre y el cielo amenazaba con tormenta. Llamé a Ángela varias veces, pero no conseguía contactar con ella. Me preocupaba que pudieran estar entre los árboles, donde nos decía que solían quedar, y pudiera pasarle algo, ya me entiende: una tormenta eléctrica, que se perdiera, o que alguien pudiera hacerle daño. Mi mujer intentó tranquilizarme diciéndome que había quedado con más gente, con sus amigas de siempre, y que seguramente se habrían reunido en otro lugar, que estarían escuchando música y que por eso no escuchaba el móvil. Pero aquello no me hizo sentir mejor: tenía un mal presentimiento.
“Dos horas después llamó su hermano, Ricardo, que vive en otra ciudad con su mujer, diciendo que tenía una llamada perdida de Ángela, y nos preguntaba si había sucedido algo en casa. Eso me hizo alarmar. Ángela y Ricardo llevaban algún tiempo sin tener contacto, problemas familiares, ya me entiende. —la doctora Chamorro asintió mientras su boli se deslizaba a velocidad de vértigo sobre el papel. —Enseguida volví a llamar a Ángela y la respuesta fue la misma: un sonido intermitente en el teléfono. Me calcé los zapatos y salí a por el coche. La tormenta había empezado con fuerza y apenas se podía distinguir nada en la carretera. Me dirigí con cautela hacia aquel lugar en el bosque, vigilando que no me cruzase con ella o con alguna de sus amigas por el camino.
“Cuando me encontraba a apenas cinco minutos del punto de encuentro, distinguí un cuerpo agazapado a un lado del camino, arropado con una prenda del mismo color que su abrigo. Detuve el coche inmediatamente y me acerqué corriendo a él con el corazón encogido. —el señor Carrasco hizo una pausa. La doctora Chamorro vio que le sudaban las manos y se le humedecían los ojos. El hombre alargó el brazo y bebió un sorbo de agua. Su mujer permanecía a su lado apoyando las manos sobre las rodillas de éste con la mirada perdida, pero manteniendo una sonrisa. Él continuó:
—Alumbré el cuerpo con la luz de mi móvil y reconocí el rostro de Ángela. A pesar de su aspecto desaliñado y cansado, parecía estar bien: tenía los ojos abiertos y reaccionaba adecuadamente a la luminosidad de la pantalla, pero no podía contestarme. La enderecé y la abracé con fuerza. No sé si tendrá hijos, doctora, pero cuando uno tiene la sensación de que ha podido perder a un hijo, y de pronto lo encuentra, es como si le devolvieran a uno la vida. No sé si me explico. —la doctora asintió. —Le aparté el pelo de la frente y me sequé las lágrimas. —el señor Carrasco repitió aquel gesto. Lo que le sucedió a su hija fue un golpe duro para él, y no podía evitar derramar alguna lágrima al recordarlo. —Comprobé que sus pupilas no estaban dilatadas y que no le olía el aliento a alcohol. He trabajado durante varios años de enfermero, doctora, sabía los síntomas que tenía que buscar. Pero mi niña no me había decepcionado: aquella noche no había estado coqueteando con las drogas. —reconoció con orgullo. La doctora se mordió el labio: ella conocía algunas drogas que podrían burlar esos síntomas. —Sin embargo, su mente parecía dispersa y no mostraba señas de que pudiera saber dónde se encontraba. La cogí en brazos y la llevé hasta el coche, después llamé a Paloma para decirle que ya estaba con ella y que la iba a llevar al hospital.

La doctora Chamorro asintió: ya conocía el resto. Su historial clínico informaba de que la paciente había ingresado un mes antes de sufrir aquel episodio psicótico en un estado de shock temporal. La tuvieron ingresada durante veinticuatro horas y después siguió volviendo con regularidad para que los médicos le hicieran una valoración. Se quedó unos segundos pensando sobre las anotaciones que tenía en su cuaderno. Se encontraba ante una paciente que no tenía un círculo social definido, que aquella noche no se había drogado, pero que sin embargo había aparecido en estado de shock.
—¿Ángela os comentó si recordaba algo de aquella noche? —preguntó.
—No. La niña ingresó amnésica y no logró recordar nada de lo sucedido. —explicó su madre. —Nadie sabe qué paso en realidad. Denunciamos el caso a la policía, pero al no tener marchas en el cuerpo ni conocer a ninguna de sus amigas, no pudimos hacer gran cosa. Nadie la había maltratado físicamente, no se había dado ningún golpe en la cabeza, ni había tomado ninguna sustancia. Según los médicos, todo parecía indicar que había vivido algún suceso traumático y su cerebro reaccionó de aquella forma para protegerse.
—Entiendo. —la doctora apuntó. —En el hospital hemos observado que la paciente tiene una serie de sueños que se repiten con regularidad. —sus padres se miraron. —Siempre aparece un componente que podría identificarse con alguna violación.
—Los médicos la evaluaron por completo: nadie había abusado de ella. —repitió él con dureza.
—Entiendo, pero me gustaría saber si alguna vez se despertó con pesadillas antes de que la ingresaran en mi centro, o si saben si dormía bien, si tenía miedo a algo en concreto.
—Dormía mal, eso desde luego. Pero no pensamos que fuera importante. —contestó su madre. Ella apuntó. Se quedó en silencio un momento: se le había ocurrido algo.
—Me gustaría saber si tienen alguna foto de aquella noche. Quizás me fuera útil ver quiénes estaban con ella y dónde solían reunirse. —pidió mientras sacaba el móvil de su bolsillo.
—Tenemos algunas fotos en su teléfono, doctora, pero apenas se ve el lugar.
—¿Podrían ser tan amables de dejarme verlas?
La señora Carrasco asintió, aunque no parecía estar muy de acuerdo con ello. Su marido le hizo una seña con la cabeza para que cediera y ella se acercó al somier del salón. Del primer cajón sacó un móvil de esos que tienen conexión a Internet. La doctora Chamorro se puso unos guantes y lo sujetó.
En el fondo de pantalla aparecía una foto de Ángela que parecía estar vestida para una ocasión especial, y apoyada sobre una pared de roca.
—Esta foto es del día que se casó mi hijo. —explicó Paloma. Cristina asintió y se fue directamente al cuadro de galería. Tal y como ella pensaba, las últimas fotos que se habían tomado con la cámara representaban un lugar oscuro y de noche. En ellas aparecían varias personas, todas mujeres. Cristina seleccionó una de ellas y la amplió. La fotografía se había tomado con el disparador automático, por lo que deberían aparecer en ella todas las chicas que quedaron con Ángela aquella noche. A pesar de lo que ella había pensado, no todas tenían la edad de su paciente. Buscó a Ángela con el ceño fruncido y la encontró en una esquina del grupo, acompañada por dos jóvenes: una rubia de pelo corto que se encontraba a su izquierda, sonriendo a la cámara, y otra morena, un poco más alta que ella, de cabello largo y tez seria. La doctora Chamorro amplió la imagen hacia ella. Su mirada se paralizó cuando reconoció en su rostro a la paciente de la 3C.
—¿Quién es esta chica? —les preguntó a sus padres, los cuales se encogieron de hombros.
—No conocemos en persona a ninguna de esas mujeres. —respondió él que parecía ser consciente de la diferencia de edad entre ambas.
La doctora Chamorro siguió contemplando la fotografía en el móvil. El paisaje no le resultaba familiar. Presentaba un pequeño claro dentro de una arboleda, pero había algo que le llamó la atención: una de las chicas llevaba entre sus brazos un libro de tapas negras con un pentaculo invertido.
—¿Sabían si su hija pertenecía a alguna orden satánica? —les preguntó de manera despreocupada mientras ampliaba la imagen hacia el libro. Ambos empalidecieron. Podría ser que su hija, como medio para rebelarse ante las estrictas costumbres cristianas de sus padres, quisiera llamar la atención quedando con otras mujeres para realizar algún ritual. Cristina no podía asegurarlo de momento, tenía que investigar más, pero Ángela lo era la primera paciente que parecía haber tonteado con las artes oscuras antes de ingresar en su clínica. —Son conscientes, señores, de que estas mujeres no están en edad de estudiar una carrera, por lo general. —dijo ella. —La mayoría le dobla la edad a su hija y no parecen estar celebrando una fiesta universitaria. —su padre asintió. —Necesito saber cómo conoció Ángela a estas mujeres. ¿Saben si tiene un blog, un diario o alguien que pueda contarme algo al respecto? Es importante.
—Solía escribir en un blog, pero nunca nos dijo cómo se llamaba. Solo sé que le comentaban muchas cosas y que siempre estaba escribiendo y chateando con otra gente. ¿Por qué una madre debería preocuparse por cosas así? —sollozó.
—No se culpe por ello, señora, no es nada malo. Es solo que… una de ellas es también mi paciente, la que os he comentado antes. Y creo que ya he dado con el punto en común que tenían ambas. Ahora solo tengo que averiguar qué pasó aquella noche y por qué ambas reaccionan de esta forma para poder curarlas. —explicó mientras guardaba todo en el maletín. —Muchas gracias, me han servido de mucha ayuda. Si consiguen la dirección del blog, o cualquier otro dato, no duden en llamarme personalmente. —les pidió mientras le entregaba a él su tarjeta personal. —Volveré para hablar con ustedes en cuanto sepa algo más.
—Sí, por favor. Y muchas gracias por todo, doctora, no sabemos qué habríamos hecho sin usted.
La doctora sonrió, salió por la puerta, donde le esperaba la señora Carrasco para despedirse, y se encaminó hacia el coche.

Ambos casos eran cada vez más complicados, pero por fin parecía que tenía un punto de partida para continuar. Ahora solo tenía que averiguar quién era la paciente de la 3C, quiénes eran las demás miembros del grupo, qué era lo que hacían durante sus reuniones y, sobre todo, qué fue lo que pasó que hizo que la miembro más joven de todas, Ángela, acabara de esa forma.

Reto a Jane Eyre

Giny Valrís
LoscuentosdeVaho

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Bestia insana
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***

—Abre los ojos. Eso es. Así. Mírame. ¿Me ves? ¿Puedes verme? Claro que me ves. ¿Sabes quién soy, verdad? ¿Lo sabes? Pues claro que lo sabes. Quién voy a ser si, aparte de mí, no tienes a nadie. Soy yo, Luis, tu amigo. Tu amigo de la polla gorda, ¿recuerdas? ¿La ves? ¿Puedes verla? ¿Esto es lo que te gusta, verdad? Que te restrieguen por la cara una polla gorda. Mira cómo resbala por la barbilla mi dedo humedecido. Cómo tus labios se abren para tomar el dedo gordo. Vamos, se buena y cómetela. Abre la maldita boca y cómeme la polla. ¿Me has oído? ¿Me has oído, zorra? ¿Puedes oírme en ese sueño de mierda? Pues trágatela. Trágatela. Trá-ga-te-la.

Todavía jadeando, Luis retiró los enganches de metal que mantenían abiertos los ojos de la durmiente, pues ahora su mirada vacía le resultaba incómoda. Masajeó brevemente los párpados para borrar las señales, y luego, pasando con suavidad un pañuelo húmedo, eliminó de su cuello cualquier rastro de semen. Observó durante un rato la curva del vientre, de una blancura de foca ártica, atravesado por las marcas de la cuchilla. Después la cubrió con la sábana hasta los hombros y se inclinó para darle el beso de buenas noches. Por fin volvió a conectar el equipo de grabación, apagó las luces y salió. Pero alguien andaba en el pasillo tras la puerta, y tropezó con él: un vigilante nocturno. Frotándose el brazo dolorido, Luis pensó que el hombre estaba cuadrado como un archivo de metal, como esos que aún se guardaban en el sótano del edificio. ¿Habría estado espiando tras el cristal? Después de mirarle fijamente, dándose el tiempo necesario para acostumbrar sus ojos a la penumbra, metió la mano despacio en el bolsillo del pantalón, se irguió adoptando una pose de autoridad. —Si sabes lo que te conviene —dijo espaciando las palabras—, guardarás esa boca cerrada.

Andrés sonrió; en realidad no había dejado de hacerlo. —¿Qué es lo que he de callar, doctor Cubero? —contestó—. De verdad que no sé de qué me habla.

Luis tuvo la incómoda sensación de que el vigilante, como un ventrílocuo, hablaba sin mover los labios. Luego Andrés dio un paso hacia atrás y desapareció. Desapareció. Solo quedó de él, donde antes había estado su regular dentadura, un punto de saliva brillando burlón. Siguió un estrépito formidable, como si una cristalera hubiera caído desde gran altura haciéndose añicos. Luis, sacudido por un temblor de epiléptico a causa del susto, pensó insensatamente que la gran cúpula de cristal del patio cubierto se había venido abajo. En medio del grave silencio que creció a continuación, cortado solo por el sollozo de un demente, una voz notablemente tranquila anunció: —¡Nos atacan!

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