RITUAL
Las instrucciones parecían ser claras aunque tenía aun ciertas dudas respecto a la utilidad y eficacia del conjuro. Estaba dispuesto a comprobar los resultados de inmediato.
Abrió la puerta acorazada que impedía a cualquier extraño acceder al desván que con tanto esmero había preparado. La seguridad era uno de los principios que no debía de ser obviado bajo ningún concepto. Mientras descorría cada uno de los seis cerrojos que ejercían de cancerberos del sancta santorum, un escalofrío le recorrió la espina dorsal, despertando su postrera resistencia si es que ésta existía a esas alturas del proceso. Despejada la entrada, bajó uno a uno los infinitos escalones que le dirigían hasta las profundidades. El aire se iba viciando y una atmósfera de claustrofobia comenzaba a embotar los sentidos. También contribuía a ello un desagradable olor a herrumbre y a miseria. La humedad, dueña de un reino desconocido para los vecinos, ajenos a la realidad que tenía lugar paralelamente a sólo unos pasos de las viviendas en las que creían disfrutar de una existencia lineal y hasta feliz, se apoderaba de las articulaciones, estímulo suficiente para que éstas se quejaran con cada movimiento, con cada pensamiento y con cada orden. La neblina, que ocultaba parcialmente el improvisado altar, se originaba de la nada. Quizás fueran los mismos fluidos del globo ocular los que engañaran con tal efecto; el resultado, en conclusión, era una distorsión certera en forma de tenebrosa oscuridad, templada con la luz de las velas encendidas derramando su cera en las palmatorias de gastados dorados que permanecían inertes encima del aparador de antaño.
La chica no tendría más de quince años. Aquello no importaba en esos momentos. A efectos prácticos era un cuerpo colmado de vida, una vida que pronto sería segada. Sus miradas se cruzaban, una pidiendo clemencia, la otra reflejando satisfacción. Las palabras habían sido borradas del guión. La mordaza cumplía a la perfección su cometido. Sus labios permanecían cerrados por decisión propia.
Dispuso las herramientas de tortura sobre el escabel de mullido terciopelo granate y las acarició con suavidad, percibiendo el frío del metal, mostrando con ellas una extraña empatía, difícil de explicar. Mientras, allí, sobre la mesa, ella se retorcía todo lo que sus fuertes ataduras le permitía. Era digno de estudio el comportamiento humano en situaciones límite. Aun conociendo su final, el ser humano era capaz de aferrarse a una lógica efímera, a una esperanza huidiza, al último hálito de lucidez antes de que el entramado neuronal de un cerebro vencido se desestructure y desvanezca. Todo ello le producía curiosidad, ciertamente, pero sobre todo, un extraño placer manifestado con esa perversa sonrisa tantas veces retratada ante el espejo.
El ritual debería empezar. Siguiendo los consejos de la vieja hechicera, tomó el cuchillo y rasgó las vestiduras de la joven, cuyo rostro ciertamente parecía haber envejecido bastantes años. Desnuda, sus movimientos se convirtieron en auténticos estertores y él, contra todo pronóstico, se excitó.
El macabro ajuar aun debía de ser dispuesto en torno al improvisado altar. Abrió las puertas del armario de medio cuerpo y sacó el cáliz de plata el cual depositó a la cabecera de la mesa. A continuación volvió a agacharse con el fin de extraer los ajos y el limón. Tomó el cuchillo y seccionó los dientes blanco-grisáceos uno a uno. Un intenso aroma inundó la estancia; sus fosas nasales se colmaron con el mismo mientras procedía a frotar con ellos el impoluto cuerpo de ella, primero con suavidad, posteriormente con fuerza, de modo que la blanca superficie adquirió un tono eritematoso, salpicado de arañazos por los que rezumaba n finos hilos de sangre, regueros que quedaban coagulados al instante por el tópico ungüento. Finalizada la sesión, el jugo del limón añadía matices de bergamota al tiempo que cicatrizaba las heridas y humedecía cada grieta del frágil tapiz de su tegumento.
El terror se había manifestado en lágrimas que se agotaron al cabo de algunos minutos. Eran ahora sus pupilas las únicas que ofrecían resistencia, pozos negros sin fondo perdiendo su regular contornos por contracturas involuntarias de iris cansados de mantener la cordura. En el momento en el que mejor recibida sería la inconsciencia, esta se reforzaba con el dolor procedente de los cortes en las muñecas, cortes por los que la sangre caía sobre el cáliz dispuesto estratégicamente a tal efecto.
Iniciada la lenta sangría, se ausentó el tiempo necesario para volver a personarse con el animal, asustado a su manera, distintos modos de representar el terror.
No era latín, tampoco ninguna lengua conocida. Las palabras que pronunciaba eran recitadas del papel ajado que le había dado la vieja. Se trataba de palabras trabadas e inconexas pero necesarias para ejercer su cometido. Mientras las pronunciaba en voz alta, el cuchillo seccionaba la garganta del animal, que contemplaba su propia muerte incapaz de tomar represalias contra su ejecutor. Conforme su viscoso torrente de vida caía sobre el barreño, su alma se despedía y sus ojos se cerraban. Su cuerpo fue arrojado al suelo. Volvió el silencio. La vida abandonaba a la joven con premura. El cáliz rebosaba de la vida arrebatada. Era hora de hacer la mezcla, recrear la pócima que le aseguraría cumplir sus propósitos.
Tomó el cáliz y derramó su contenido en el barreño. A continuación tomó la cuchara de palo y comenzó a remover. No había imaginado lo difícil que es mezclar dos tipos de sangre. El tono azulado se hizo dueño de la mezcla. Bendijo con las palabras finales, las que daban crédito al conjuro… y bebió…
Al principio sólo sintió ardor. Más tarde acidez, y por último un estado de bienestar se fue instaurando en cada de su órganos.
Corrió raudo a mirarse al espejo que a para tal efecto había sido dispuesto en una de las paredes. Delante de sí mismo contempló cómo su rostro iba cambiando con premura. Cada una de sus arrugas se iba desdibujando mientras que la luz volvía a sus apagadas pupilas. El brillo perdido, el barniz, el color y la salud se mudaban a un rostro decrépito y olvidado. Sus manos, antaño mustias y agrietadas, adquirían la fuerza y tensión que extrañaban. Incluso sus recuerdos se activaron como por arte de magia.
Rió, su voz reverberó en las cuatro paredes que separaban la estancia del mismo infierno. La juventud le envolvía mientras las últimas gotas de sangre caían del marchito cuerpo exánime que sin vida había servido a sus oscuros propósitos.
Tocaba, pues, recoger y ordenar el desván y deshacerse de todo aquello que pudiera delatarle.
Había sido extremadamente cuidadoso. Todo había sido planificado al milímetro. El cuerpo sería incinerado, mismo destino al que serían sometidos los enseres y demás útiles al servicio del ritual.
Apenas habían pasado unos días de los hechos. Si bien su cuerpo había rejuvenecido infinitos años, su salud le planteaba dudas. El conjuro había sido repetido según las normas, de eso estaba seguro. Pero aun así se sentía débil, debilidad que le obligaba a postrarse en el sofá esperando una pronta recuperación que le permitiera al fin disfrutar de ese don de la juventud que con tanta ansia había buscado.
Decidió encender la televisión y comprobar qué contaban las noticias sobre la desaparición de la joven.
Efectivamente, como no podía ser de otro modo, los principales canales de noticias comentaban la preocupante desaparición de una joven. El presentador dio paso al reportero que se encontraba junto a los padres de la desaparecida. La pareja, aterrorizada ante los hechos, pedían desesperadamente ayuda y anticipaban incluso una recompensa a todo aquel que pudiera aportar información útil sobre el paradero de su hija.
Él seguía con atención la noticia mientras un intenso hormigueo se apoderaba de las puntas de sus dedos. Tosió, primero sobre el puño de la camisa, posteriormente sobre un pañuelo, tejido que no tardó en teñirse de rojo. Preocupado y extrañado, prefirió terminar de escuchar el llamamiento de los pobres padres de la muchacha a los que él mismo tanto debía, sin duda eran la fuente de la que había emanado la vida que ahora anidaba en su propio cuerpo. Sonrió antes de mudar su rostro en una mueca de terror, terror por escuchar el epitafio, quien sabe si el propio suyo, cuando la madre pronunció la última frase con la que se cerraba la conexión:
“… Y recuerden que mi hija padece hemofilia y que si no acude pronto al hospital puede morir”…
Hola, Javier. Enhorabuena por tu trabajo.
Leí el relato bajo el influjo de “El Bolero de Ravel” y he decir que me sumergió en el ritual, ganando cada vez más tensión.
A parte de comentarte la banda sonora propuesta, he de decir que me gustó. El contenido, no muy original, desemboca en un giro inesperado y bien planeado.
El personaje principal lo veo un poco desdibujado y parece no resolver los misterios que lo definen, solo su objetivo, igual que la chica y su relación con la bruja.
En general está bien escrito, excepto por algunas extrañezas como “cuchara de palo” o “para tal efecto” y el tono demasiado culto de algunas palabras que me parecen forzadas, pero solo lo comento por si algún otro lector coincide en estos detalles y crees que merece la pena tenerlos en cuenta.
La historia se resuelve en un último gag sin aportar mucho, sin un clímax o una evolución. Tal vez si fuera mucho más breve ganaría puntos.
Te comentaré que, tras leerlo, algo me decía que no cuajaba en la trama:
“regueros que quedaban coagulados al instante por el tópico ungüento”
Si la chica era hemofílica ¿cómo se habían coagulado los cortes?
Naturalmente por el limón y el ajo. Si estos componentes no fueran los únicos usados tal vez disimularias lo premeditado de su uso con el final. Tras una relectura se ven como costuras deshilachadas, no sé si me explico.
A parte de esto, buen trabajo y gracias por compartirlo.
Mi puntuación es para un relato que entra en la temática, escrito dentro de la norma, pero, omitiendo descripciones bien ornamentadas de un relato de misterio, carece de toda la urdimbre que necesitan los personajes para ser creíbles. Su final, original en una primera lectura, te hace sonreír por la ironía.
★★★☆☆