A los doce años, Estefanía no compartía la idea de semana ideal que tenían sus padres. Bufaba en el cuarto que le había tocado, muy ofuscada porque en el lugar no había señal para sus móviles, ni teléfono ni Internet. Era recién la tercera tarde de las siete que pasarían allí, en la cabaña entre las sierras, muy pintoresca pero aislada de otros chicos y de las diversiones que conocía. Sus padres habían salido con Tomás, su hermano más grande, de caminata por las sierras cercanas, paseo al que se negó, de puro caprichosa nomás. Capricho que le había valido encontrarse sola y aburrida, mirando el sol que caía a pleno sobre el sembrado del campo vecino.
La cabaña contaba con un amplio solar rodeado de ligustros; una piscina, vacía en invierno, árboles, parque, un molino de agua. Y un cobertizo de madera, derruido, junto al alambrado que señalaba los límites del predio. Estefanía comenzó a mirar el cobertizo con ganas; su madre había prohibido a los dos hermanos que se introdujeran en él o siquiera que jugaran cerca. Los mismos propietarios de la cabaña les habían advertido sobre esa edificación que amenazaba derrumbarse ante el menor soplo de aire. Estefanía se dijo que era la ocasión perfecta para inspeccionarlo, a solas, muy lejos del resto de su familia. Ignoraba las habladurías que corrían en el pueblo vecino sobre la original habitante de la choza.
Sin dudarlo, se preparó para la excursión. Se colocó un pantalón deportivo, medias gruesas, una remera y la campera de gimnasia, aunque pensaba que el día no la necesitaba. Sonrió, se abrigaba para complacer a su madre ausente, un motivo menos para el regaño si era atrapada en su misión. Bajó a la sala, la cabaña tenía los cuartos y baño en planta alta y la sala y la cocina en la planta baja. Allí hurgó entre los muebles hasta dar con una linterna. Estefanía era una chica precavida, muy buena alumna en la escuela; como tal, se preparó a conciencia para su aventura prohibida. Consideró que tenía todo bajo control y salió al inmenso jardín que rodeaba la cabaña, divisando a unos trescientos metros el cobertizo, rodeado por árboles de tronco grueso y alto, sin mucho follaje a esa altura del año.
Parecía una tarde primaveral; se quitó la campera y la sujetó con un nudo a su cintura. Avanzó con decisión hasta llegar a los árboles que bordeaban la construcción desvencijada; el techo de chapas estaba sostenido por un tirante quebrado al medio, entre las chapas se veían bolsas con la función de disimular los agujeros. La puerta estaba hecha de maderas también, maderas hinchadas. Había un pasador pero no cerraduras ni candados, como si la misma advertencia de los propietarios bastara para detener a los curiosos. A la derecha de la puerta, un marco de ventana; la ventana estaba tapiada por otras tablas, de color más claro, colocadas mucho después de la construcción original.
Estefanía se pasó una mano por el cabello dorado. Su confianza vaciló unos segundos. Trató de imaginar qué guardaban allí, qué podía ser tan peligroso. Descartó que hubiera animales, morirían de hambre sin que alguien los alimentara. Tampoco vehículos, la puerta estrecha no permitía su paso. Cansada de especular, sin encontrar un resultado que la convenciera, se acercó y quitó la traba. Se corrió para evitar un golpe pero la puerta no se movió. Comenzó a hacer fuerza para abrirla; inútil, estaba encajada. Se agachó y escarbó en el piso, aprovechando que la tierra estaba húmeda en ese lugar sobre el que no daba el sol. Le llevó unos cuantos minutos y le costó bastante, pero logró su cometido. La puerta rechinó y se trabó un par de veces más, hasta que por fin le permitió el paso. Como suponía, el interior estaba muy oscuro. Encendió la linterna, ya metida dentro del cobertizo.
El piso era de tierra, a poco pasos había una mesa, junto a la pared del frente. Sobre la mesa distintas cubetas, frascos y otros tiestos. Colgados de la pared, al lado de la ventana tapiada, varias cucharas y otros elementos para mezclar. Al terminar la mesa, un fogón con una olla grande encima. Del otro lado, la pared que daba al alambrado, una gran estantería repleta de frascos con líquidos. Frascos de todos los tamaños, con etiquetas escritas a mano con tinta negra. Intentó leer algunas pero estaban en un idioma ajeno al suyo. De improviso, le llegó una brisa helada.
Corrió hacia la puerta y miró hacia el jardín y la cabaña; el cielo continuaba diáfano, celeste, puro. Le pareció notar algo en su corrida, se agachó y alumbró debajo de la mesa. Descubrió un libro grande, de tapas oscuras. Lo tomó y lo colocó sobre la mesa, era pesado pero ella era una niña fuerte, habituada a utilizar sus brazos en las clases de gimnasia. Comenzó a pasar las páginas sin comprender el texto; a partir de la quinta, encontró dibujos. Relacionó pronto los dibujos con el contenido del cobertizo; los mismos artefactos, hasta la olla. Cotejó los nombres de las etiquetas y descubrió que se correspondían con los señalados en el libro. Excitada, feliz por su hallazgo, se decidió a realizar uno de esos preparados, segura de haber encontrado un libro de recetas de bebidas muy antiguo. ¿Cómo podía prever lo que pasaría, ajena a la leyenda de la bruja del cobertizo?
Escogió una página donde no hubiera que encender el fogón. Tomó un banquito, un tanto endeble, y con su ayuda alcanzó los ocho líquidos necesarios para el preparado. Eligió entre los enseres un cucharón para introducir en los frascos y una cuchara de madera para revolver el preparado. A partir de ese instante el mundo exterior desapareció y Estefanía sólo veía el libro y los frascos. Destapó el primero; expulsó un aroma nauseabundo que casi la hace desistir del proyecto. Empero, continuó; su curiosidad era más fuerte que la repulsión. Tomó la medida aproximada a la del dibujo y la colocó en un recipiente que parecía una olla de vidrio. Luego, agregó un chorro de un líquido ámbar, muy liviano. Siguió con el tercero, usando otra vez el cucharón para darle la cantidad necesaria. Este último parecía aceite. Los revolvió bastante y dejó reposar la mezcla.
En otro recipiente, obedeciendo las instrucciones, mezcló otros cuatro líquidos, de colores rojo, azul, verde y negro. Esta vez movió la olla, batiéndola de manera extraña para no apartarse de los dibujos del libro. Estaba cada vez más animada y ansiosa por culminar el preparado y ver de qué se trataba; seguía todas las ilustraciones pero continuaba sin comprender una palabra de lo que decían esas recetas. Ordenada como era, cerró los frascos utilizados y los colocó en su lugar. Dejó destapado el último, el que debería agregar una vez mezcladas ambas combinaciones, sin dejar pasar treinta. ¿Treinta segundos, treinta minutos, treinta horas? Lo ignoraba; escogió la primera opción porque le pareció que la mano trazada en aquella página amarillenta se movía rápido.
Tras observar por última vez los pasos a seguir, volcó el contenido de la segunda preparación sobre la primera. Las manos le temblaron un poco al hacerlo pero no hubo grandes cambios, solo varió el color del preparado, oscureciéndose. Se apuró entonces, tomó el frasco destapado y volcó sobre el resto un líquido muy viscoso, muy denso. Apenas hizo contacto, una columna muy delgada de humo comenzó a elevarse. Estefanía retiró el frasco con prontitud pero el humo se expandió de golpe, al compás de un sonido sibilante que la obligó a taparse los oídos.
El sonido continuó creciendo y Estefanía decidió huir. Corrió hacia la puerta pero esa misma puerta desvencijada, que tanto le costara abrir, se cerró contra sus narices como si la hubiera empujado una mano con mucha fuerza. El golpe en la cara dio con la niña en el piso. Estefanía comenzó a gritar con toda sus fuerzas. En vano, los agudos chillidos de la niña no podían superar el silbido que continuaba produciéndose allí dentro. El cobertizo comenzó a moverse, para desesperación de la pequeña. La linterna caída en el suelo alumbraba hacia una de las paredes y la niña pudo ver que las maderas luchaban por salirse de la tierra, elevándose.
Sin incorporarse, caminando sobre sus manos y piernas como un perrito, Estefanía atinó a colocarse bajo la mesa, donde cerró los ojos y se tendió sobre el piso, intentando aplastar su cuerpo contra la tierra. El humo tenía un olor acre y picante; comenzó a estornudar. Sintió frío, atinó a ponerse la campera. El humo invadía todo el interior, las maderas crujían y parecía que todo explotaría. Estefanía amagó llorar pero logró controlarse y quedó callada. De pronto, el sonido se apagó, de golpe, sin bajar el volumen. Del máximo a cero, a nada. La niña escuchó otro sonido extraño, como si un gigante aspirara. El humo desapareció. La chiquilla abrió los ojos, sin moverse. A dos pasos de su rostro, unos pies inmensos, negros. Luego, un rugido gutural que hizo temblar toda la estructura de la edificación. Estefanía se mordió para no gritar.
Pensó en la linterna; era tarde, estaba en manos del gigante. Vio que la luz se elevaba y luego una sombra le ocultó la visión. Dos segundos más tarde la luz de la linterna era lanzada en todas las direcciones, la niña trató de hacerse más pequeña aún acurrucándose contra las maderas de la pared, al punto que se lastimó un brazo. Se metió la mano en la boca para morderla y no gritar. Los pies se movieron, no necesitó verlos porque el piso tembló cuando lo hicieron. Algo barrió con el contenido de las estanterías y cayeron al piso centenares de frascos, produciendo una batería de ruidos de cristales rotos. La bestia, o lo que fuera, rugió otra vez. Las maderas que sostenían la espalda de la chica se movieron hacia lo alto, despegándose del piso. Sin embargo allí dentro no llegaba más luz que la de la linterna. Y esta luz se deslizó bajo la mesa, sostenida por una gruesa mano peluda. Estefanía se desmayó.
Cuando vio el rostro de su madre al despertar, la niña corrió a abrazarla, llorando. La madre amagó rechazarla más se dejó abrazar, confundida por unas lágrimas que no esperaba. Cuando los sollozos decrecieron, la chica le contó todo lo que había sucedido, pidiendo perdón por haber desobedecido sus indicaciones. Para su desconcierto, su madre sonrió. La acompañó a la ventana y le mostró el cobertizo, que continuaba bajo los árboles, la puerta trabada por su pasador.
-Soñaste mientras te dormías al lado de la piscina. La próxima vez, colócate la campera porque te vas a enfermar. Y prepárate que ya servimos la merienda.
Estefanía se quedó un buen trato frente a la ventana, incapaz de creer a sus ojos. El día continuaba luminoso y el galpón seguía allí. Sintió un pinchazo en el brazo; llevó su mano allí y la retiró con una astilla, una astilla de madera vieja, con olor picante.
Relato admitido a concurso.