El martes de Carnaval toca a su fin. Terminada la fiesta, todos los habitantes de la aldea, sin faltar uno, se congregan en la Plaza Mayor. En mitad de la multitud, majestuosa, se alza una pira. Un poste de casi tres metros señala al Cielo. Cientos de quebradizas ramitas de brezo forman la base de lo que será la Santa Hoguera y se hincan entre los adoquines del suelo, como si señalasen el camino al Infierno.
Los hombres, aún con sus máscaras, lanzan los últimos vítores a Don Carnal y roban besos y pellizcos a las mocitas. Ellas reparten manotazos a diestro y siniestro; deben hacerse las ofendidas. Algunas, incluso, se encomiendan a los Santos. Los niños más pequeños se refugian en los brazos de sus ayas, envueltos en mantas y toquillas. Los púberes miran las maderas con curiosidad, sin ser muy conscientes de lo que va a suceder. Salvo Anna. Ella sabe que esa noche perderá a su madre.
Con la primera campanada de la medianoche, una siniestra comitiva sale de la iglesia. La plaza queda en absoluto silencio. Cesan los vítores y las tropelías. Se apagan los suspiros y las voces. Los bebés detienen sus llantos. Ni siquiera se escucha el ulular del viento.
El párroco y el alcalde encabezan la procesión portando sendos faroles. Un monaguillo de manos temblorosas rocía a los asistentes con agua bendita. Las mujeres se estremecen al sentir las heladas gotas en su cara; algunos hombres se restriegan el rostro con disimulo. Junto al muchacho, un diácono porta un cirio. La luz crepita en la noche, iluminando apenas sus cuerpos enjutos. Cierra el grupo el Santo Oficio. Dos guardias escoltan a Sarah, la mujer condenada. Tiene la tez pálida como la misma Muerte; viste un sambenito sobre sus raídas prendas y sus pies descalzos van dejando un reguero de sangre sobre el sucio empedrado de la plaza.
Las campanadas se suceden con parsimonia, acompasadas con la respiración del pueblo, el paso de la comitiva y las lágrimas que ruedan por las mejillas de Anna, mientras aprieta la mandíbula.
Su madre nunca había hecho nada malo. Era una simple herborista que curaba las heridas de los trabajadores con remedios ancestrales hechos de plantas y barro. Su vida consistía en proporcionar alivio a los enfermos. Ni siquiera cobraba por aquellos servicios y solo recibía a cambio verduras, huevos o, con suerte, alguna pieza de caza menor. Anna, a pesar de su corta edad, se había criado entre hierbas y ungüentos y, aunque nunca atendía sola a los enfermos, ayudaba a Sarah en ocasiones.
Apenas dos meses antes, en Nochebuena, mientras las familias compartían la única cena decente del año, fallecía un paciente al que no habían logrado salvar. Ninguna de las plañideras que fueron a velar al difunto en esa noche de tránsito fue capaz de retener a la viuda en casa. A las pocas horas de la tragedia, destrozada y con el mandil desgarrado de retorcerlo entre las manos, irrumpió en la Misa de Gallo. Nunca se habían proferido semejantes maldiciones entre los muros de aquella iglesia. A voces, acusaba a las dos mujeres de actos de brujería, ante los ojos de Dios y de los fieles congregados en la más solemne eucaristía del año. Madre e hija no llegaron siquiera a abandonar el templo. Desde ese momento, ambas quedaron retenidas y pendientes de juicio.
El día de Navidad se desató para ellas el Infierno en la Tierra. Durante las siguientes jornadas se sucedieron las pruebas, a cual más horrible. El Santo Oficio determinaría si ambas eran brujas, o si habían sido acusadas sólo por la tristeza extrema de aquella viuda.
Las ordalías eran la forma irrefutable de demostrar la culpabilidad o la inocencia de aquellas personas incriminadas por brujería. Si se superaban sin sufrir ningún daño físico, se entendería que Dios mismo estaba protegiendo su virtud; eran inocentes. Si, en cambio, las acusadas se veían afectadas por estos elementos, se las tendría por brujas más allá de cualquier duda; Dios no estaba con ellas y debían ser ejecutadas, si es que no fallecían durante el proceso.
El primer juicio fue el del agua. La piel de la niña ni siquiera se arrugó cuando la sumergieron en el pozo durante largos minutos; sin duda los ángeles la habían protegido del frío y la humedad. Sarah, sin embargo, a punto estuvo de morir. Sus pulmones apenas eran capaces de coger algo de aire entre las bocanadas de agua. Cuando la sacaron, tenía azules los labios y las yemas de los dedos arrugadas y henchidas de líquido.
La prueba del fuego fue incluso peor. Ambas mujeres debían rescatar el cáliz que descansaba en el fondo de un recipiente lleno de ascuas. Anna no tuvo ningún problema en atrapar la pieza de orfebrería. Sus manos no se dañaron al introducirlas en las llamas; el Altísimo debió guiarla y protegerla. Su madre tampoco tuvo éxito en esta empresa. Cuando sus dedos tocaron los carbones, no pudo evitar un grito de dolor. El copón estaba incandescente y, al entrar en contacto con su piel, ésta cedió al calor, llenando sus palmas de llagas acuosas.
Pese a que tras las dos pruebas principales el destino de ambas era claro, no pudieron evadir el juicio de la aguja. Por más que explicaron que las manchas rojas de sus dedos se debían al uso continuado de la remolacha en sus remedios, nada convenció al Santo Oficio de que no eran marcas de Satán. Si al pincharlas manaba sangre, no habría ningún problema; si, por el contrario, la carne no sangraba tras la punción, solo podía deberse a brujería y malas artes. Las yemas de Anna sangraron con normalidad al ser atravesadas por las agujas, pero cuando el metal se hundió en las ampollas de las castigadas manos de su madre, no fue sangre lo que manó, sino un líquido amarillento y pestilente.
Mientras el estado físico de Sarah se deterioraba debido a la dureza de los juicios, Anna lucía como siempre, fresca y lozana. La niña era una protegida de Dios, pero Sarah era, sin lugar a dudas, una bruja que merecía todos los padecimientos del Infierno.
Justo antes del comienzo de la Cuaresma, se pronunció el veredicto: Anna fue declarada inocente. Su madre, culpable.
La mujer sube, trastabillando entre empujones, las escaleras del patíbulo. Alli, frente a todo el pueblo, es conminada a delatar a otras mujeres de su condición. Si lo hace, podrá enmendar parte de su culpa y le será concedida una muerte rápida y clemente, previa a la cremación. Sarah, aferrándose al alivio que le produce la salvación de su hija, no pronuncia palabra alguna.
Cuando está bien atada al poste principal, los dos guardias bajan a la plaza y el párroco prende la yesca. Las ramas de brezo comienzan a arder, formando un círculo mortal en torno a la bruja. Todos los ojos están fijos en la hoguera. Todos, menos los de Anna.
Con la tensión del momento, nadie repara en que la niña se ha escabullido hasta un extremo del foro y, despojada de sus ropas, levanta las manos a lo alto y se encomienda a su Señor. El pequeño cuerpecito convulsiona, los ojos se le tornan blancos y una voz gutural surge de sus entrañas:
—Yo soy Pazuzu, hijo de Hanpa, rey de los espíritus malignos del aire. El que surge con violencia de las montañas y trae las tormentas y la peste. Ese es el que soy.
El cielo se rompe en mil pedazos y de las brechas surgen tantos rayos como habitantes hay congregados en el zoco. Los espectadores sienten cómo se eleva la temperatura de sus tuétanos. Sus cuerpos parecen consumirse en llamas desde dentro: las vísceras colapsan, los músculos se desecan y la piel se convierte en un ajado pergamino pegado a los huesos. Todos quedan disecados con una mueca de horror dibujada en su cara. No hay hombre, mujer o niño que sobreviva a la ira de la invocación. Un copioso aguacero apaga las llamas que cercan a Sarah, y la fuerza de la lluvia va desmenuzando las macabras esculturas hasta dejarlas reducidas a polvo. Pequeños regueros de agua cenicienta discurren entre los adoquines, siguiendo la inclinación de las calles, con quienes fueran sus habitantes disueltos en ellos.
Anna corre a desatar a su madre, pasando sin tregua sobre los montones de ceniza. Tropieza con una madre sosteniendo en brazos a un bebé medio deshecho. Vuelve la cara al reconocer a una compañera de juegos, aferrada a una vieja muñeca de trapo y, por fin, alcanza la pira. Ambas se abrazan sonriendo y vuelven a casa con paso tranquilo. Recogen sus escasas pertenencias y ponen rumbo a otra villa, amparadas por la noche.
—Algún día encontraremos un lugar del que no tengamos que huir, ¿verdad madre?
— Por supuesto, pequeña. Algún día.
Si hubiera quedado alguien para verlo, habría podido narrar cómo las dos mujeres se perdieron en la lluvia, dejando que el agua limpiara sus cuerpos y sus almas. Papazu les buscaría un nuevo pueblo en el que instalarse. Una pobre viuda y su hija llegando empapadas a la posada. ¿Qué persona sin corazón sería capaz de cerrar su puerta a tan inocentes criaturas?
Me ha recordado demasiado a cierto relato mío. Le falta algo de verosimilitud, por los nombres ingleses he de suponer que sería Irlanda, la Santa Inquisición no ejecutaba a los reos sino que se los entregaban a la justicia civil, sería el verdugo mismo quien prendiese la pira y no el cura, creo que el agua bendita también la dispensa este y no el monaguillo que tan solo sostiene y le pasa el hisopo... las ordalías tampoco las usaba la Inquisición, fueron prohibidas en el siglo XII, cien años antes de que se fundara el Santo Oficio... y Pazuzu, el demonio babilonio, me chirría en este contexto... yo empleé una figura de la antigua mitología europea más plausible.
Los adoquines deberían ser losas, el primer cielo con minúscula pues te refieres al físico y no al espiritual, santa hoguera (¿por qué santa si solo se empleaba como instrumento purificador de ese alma irredenta? sería mejor eso, hoguera purificadora) y santos también con minúscula, foro y zoco como sinónimos de plaza también me resultan un poco anacrónicos.
Tres estrellas:
***