LO CORRECTO
El calor sofocante de hace unas horas da paso a una temperatura algo más tolerable al ponerse por fin el sol. Miguel, agradecido, cierra los ojos, respira con profundidad y paladea esa paz que le invade cuando la brisa alivia su rostro sudoroso como un bálsamo. Lleva ya un buen rato cavando y empieza a dudar de si está en el sitio adecuado. Profundiza en su memoria y, tras examinar la pradera ardiente, tiene la certeza de estar en el lugar correcto.
―Quizá sea mejor dejarlo… Venir desde tan lejos ha sido una pérdida de tiempo.
Recuerda su niñez en este lugar, divertida y despreocupada. Su vida ha cambiado mucho desde que decidió marcharse…
Miguel.
―¿Qué? ―grita con vehemencia al horizonte. De repente sale de su ensimismamiento y agarra con fuerza la pala. Sin titubear, sigue con su trabajo.
La tarde tiñe de rojo el cielo cuando da con lo que busca. De algún modo, esperaba equivocarse, tenía el anhelo de que este viaje sirviera para confirmar que sus sospechas eran erróneas; pero lo que distingue le hace tambalearse hasta casi caer. En el fondo del profundo hoyo se encuentra su amigo más querido, con el mismo aspecto que tenía cuando se dijeron adiós. Sus ropas, aunque raídas, son las que llevaba aquel último día en que se vieron y los rasgos de su rostro indican que se trata de él. La piel parece seca y se le ven los dientes (no para de reír), pero, sin lugar a dudas, es su compañero. Es su cara la que le mira desde el nicho.
―¿Cómo…? ―Nervioso, deja caer la pala y se pasa la mano por el pelo. Aquel era un gesto muy común en él cuando sentía que no controlaba la situación. Su respiración es agitada y cambia el peso del cuerpo de un lado a otro, alterado, sin poder impedir que su mirada regrese hacia su amigo inerte―. ¿Eres tú…? ―Esta vez desliza las dos manos por el cabello negro―. ¿Tomás, eres tú? ¿Has estado… llamándome? ―Aguarda, pero sólo obtiene por respuesta el silencio.
Miguel se acerca al cuerpo, aún incrédulo. Concentrado en exceso en la escena, es consciente de que el sudor se hiela en su espalda y su cabeza le da vueltas. Extiende la mano con cautela hacia su amigo, muy despacio, pero al final la retira temeroso. La momia no reacciona. Observa con fijeza un rato más a medida que la luz se desvanece a su alrededor con pesadez, y la faz acartonada le devuelve la mirada y muestra sus dientes en una sonrisa socarrona.
Su compañero yace enterrado en la árida tierra en la que se criaron juntos. Habían estado en aquel páramo millones de veces, malgastando energía a pesar del calor pegajoso en juegos imaginativos, pero ahora Tomás reposa tieso, sin vida, aunque en un estado de conservación perfecto. Mientras lo contempla hipnotizado y trata de comprender qué sucede, sigue aguardando una respuesta.
Toma conciencia de lo grotesco de la escena y quiere reír.
―Pues claro que no me respondes ―sonríe con nerviosismo incómodo―. Cómo vas a hacerlo si estás muerto. ―Estalla en carcajadas excitadas y se siente ridículo por llegar a creer que aquel pellejo ha podido llamarle de algún modo desde la distancia.
Miguel. ¿Estás siendo bueno?
La descontrolada risa se extingue y Miguel se mesa el pelo frenético. No sabe cómo, pero su camarada está hablándole de verdad.
―Tomás, colega, cómo… ¿Cómo lo haces? Por favor, páralo… Si sigues gritando, va a acabar afectándome… ―Siente que se queda sin aliento―. Mira ―añade mientras intenta serenarse―, sé que hice mal… Le he dado muchas vueltas en mi cabeza, pero desde aquel día ya no me ha vuelto a pasar… ―Su mano tensa el pelo hacia atrás con fuerza―. Tú lo sabes, ¿verdad? Eras mi mejor amigo… Hacíamos todo juntos. ―La mueca alegre de la momia lo anima a seguir―. ¿Recuerdas cuando le colamos petardos al cura por la ventana de su casa? Nunca nos pillaron. ―Sus ojos se encienden ante el recuerdo de su niñez en el pueblo y su semblante se torna risueño―. Pobre hombre, quería negarse a darnos comunión…, pero nunca pudo demostrar que fuimos nosotros… Igual que Rosalía nunca tuvo pruebas de que nos llevamos a su perro… Estaba tan gordo el pobre que no pudo escapar y evitar lo que le hicimos…
El nuevo recuerdo le obliga a negar con la cabeza con añoranza.
―Aquellos sí fueron unos buenos momentos, Tomás… Qué trastadas… Mi yaya nos reñía constantemente. ―El recuerdo de la anciana endurece sus rasgos―. Ella tuvo la culpa de que nos distanciásemos. Continuamente decía que no éramos trigo limpio. Siempre vigilando; no nos quitaba ojo… Al principio nos reíamos de ella, pero, con los años ―mira acusador al cuerpo inerte, que reposa a sus pies dentro del agujero―, se metió en tu cabeza y te lo creíste. ―Se echa el pelo hacia atrás para tratar de aplacar su incipiente furia―. Toda la infancia juntos y, al crecer, consiguió que me dieras la espalda. No sé qué te pasó… No debiste escucharla, Tomás. ¡Tú me conoces y debes saber que no soy una mala persona!
La impasibilidad del muerto le saca de sus casillas. Inhala profundamente para calmar sus nervios y, cuando por fin respira con normalidad, ya es completamente de noche, tan sólo le queda la luz de la luna llena para distinguir los restos de su amigo en la tierra. La oscuridad, encontrarse protegido por las paredes de grava y la calma le hacen sentir una extraña sensación de irrealidad. Escucha grillos en la distancia y su propia sangre bombeando en las sienes, pero nada más. Su amigo mantiene el lúgubre mutismo; solo le contempla y le muestra la dentadura.
―La yaya no tenía razón ―sisea mientras aprieta la mandíbula―. Tengo un buen trabajo y mis compañeros me aprecian. He hecho lo correcto siempre; no soy una mala persona. Lo que te hice… ―Contrae las cejas en una expresión apenada―. No estuvo bien. Y nunca más volveré a hacerlo. Por encima de todo, quiero hacer lo correcto. ―Una repentina calma se apodera de él; vuelve a tener el control de la situación y de sí mismo―. No importa qué hiciese hace diez años porque hoy soy una buena persona.
Miguel. ¿Estás siendo bueno?
―¡Para! ¿Por qué lo haces? ¿Qué quieres de mi justo ahora, después de tanto tiempo? ―Agarra mechones de su pelo con vigor y abre los ojos exasperado; lo comprende en un instante―. ¿Con quién más has estado hablando, Tomás? ―Se acerca al cuerpo de su amigo con la tensión de un depredador antes de saltar y le susurra―: Se lo has contado a ellos, ¿verdad? Les has revelado lo que hice… ―Se siente derrotado y cae de rodillas en la fosa. Golpea con fuerza el suelo, lo que provoca que la momia ladee la cabeza. Al percibir el movimiento, se asusta y comienza a lloriquear―. Claro, ahora todo cobra sentido… ¡Lo saben! Lo han sabido siempre y por eso me invitaron a dejar la empresa. Cuchicheaban a mis espaldas. Siempre hablando entre ellos en voz muy baja y callando con rapidez cuando aparecía yo… Me observaban por el rabillo del ojo… Se han reído de mí… Yo he querido ser bueno, pero conocían la verdad de mi pasado… ¿Lo que he hecho no ha valido para nada? ―Desquiciado, salta hacia el muerto y lo agarra con fuerza por los brazos lánguidos. La momia mantiene su mutismo y su congelada sonrisa, y lo mira con fijeza―. ¿Mis esfuerzos por ayudar no tienen valor para nadie? Ya he dicho que me arrepiento, ¿qué más debería hacer? ¡No puedo cambiar el pasado! Solo puedo cambiar lo que soy hoy, ¿no lo ves? Ya siempre hago lo que está bien.
Con delicadeza afloja la presión sobre el cadáver y se sienta de nuevo en la tierra. Durante unos minutos se queda agazapado y aferra sus propias rodillas, meciéndose a la espera de quedarse dormido.
Miguel.
Con desconfianza mira a su amigo. Bajo la luz blanquecina y tenue aparenta incluso estar más vivo. Parece que aún siguen en el claro, diez años atrás, discutiendo con vehemencia. Todo es igual que entonces. Tomás está igual que entonces.
―Has estado aquí tu solo una eternidad… ¿Por eso empezaste a llamarme, Tomás? ¿Para que viniese a buscarte? Me has convocado y he venido, amigo... ―Se arrastra por la tierra hasta tumbarse junto al difunto y apoya la cabeza en su pecho―. Somos uña y carne… No me importa que les hayas contado todo… Supongo que querías llamar mi atención de algún modo… Pero ahora ya he venido a buscarte y puedo decirte en persona que lo siento. Me arrepiento de lo que te hice… ―Se apodera de él una profunda calma.
Miguel. ¿Estás siendo bueno?
―Claro que sí, Tomás. Siempre trato de serlo desde que te maté… ―Parpadea con fuerza por la potencia de sus palabras y se lleva una mano a los labios ensimismado―. Pero… no lo hice, después de todo. ―Atónito, mira la faz incorrupta de la momia―. ¡Mírate!, esperaba encontrar solo huesos podridos y polvo, pero aquí estás, entero, tumbado a mi lado, hablándome. ―Suelta una risotada sonora que retumba en la noche y espanta a los pájaros que descansaban―. ¡Aún puedo arreglar esto! ―Sus ojillos vibran, se pone en pie de un salto y golpea sus sienes con los puños mientras carcajea descontrolado―. ¡Si sigues vivo, puedo llevarte de vuelta y confesar la verdad! Decirles que discutimos y me enfadé, que te golpeé con fuerza y te enterré en este sitio…, ¡pero que nunca llegué a matarte! Estabas aquí, paciente, con la esperanza de que viniese a buscarte. ¿No lo ves, Tomás? ―Manosea su pelo hasta casi arrancarlo del cuero cabelludo―. Este tiempo he creído que soy un asesino, una mala persona, ¡pero tú estabas bien! ¡Esperabas compasivo a que yo hiciese lo correcto! ¡Ahora podrás decirles a todos lo de nuestra riña y que volví a buscarte! ―Levanta los brazos al cielo y ríe con energía, pletórico, sin acabar de creer en su suerte―. Ya no importará lo que hablen de mí, no podrán echarme nada en cara. Yaya se equivocaba, por supuesto que se equivocaba. Era una vieja loca… ―Revitalizado, sale del nicho―. Por fin podré demostrarles que siempre he hecho lo correcto…
¿Estás siendo bueno?
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.