Reconozco que la oferta me llamó la atención de inmediato.
Debí haber dudado cuando pregunté quién se haría cargo de los costes y nadie supo o quiso responderme, o cuando tuve que firmar la cláusula en la que aceptaba sine qua non no abandonar el yacimiento hasta tener permiso expreso para hacerlo.
Lo cierto es que acepté sin dudarlo. Las promesas que aquella excavación encerraban eran muchas y cuantiosas. Ser la primera persona que ponía pie en la remota isla de Mevvay, en el archipiélago de Dunnya tras varios siglos era quizá suficiente acicate, pero además me ofrecían viajar acompañada de un grupo selecto de arqueólogos que yo misma tendría la libertad de escoger a mi gusto. La empresa o magnate a cargo se hacía cargo del resto: provisiones, campamento y un pequeño equipo de paramilitares con la expresa orden de mantenernos a salvo pasara lo que pasara.
Debí haber sospechado entonces. Hasta donde yo sabía, nada había en la isla de Mevvay que justificara la presencia de soldados. Pero si reparé en ello fue solo de soslayo. Lo que reclamaba toda mi atención entonces era la posibilidad de hallar en aquellas costas los restos del naufragio de una expedición vikinga que había encontrado la muerte en los acantilados de la isla. Con algo de suerte, tal vez incluso pudiéramos hallar alguna tumba o restos de asentamientos que relataran la historia de supervivientes.
El naufragio vikingo había tenido lugar en el siglo VIII y era de sobra conocido por todos los que nos movíamos en el mundillo arqueológico. El acceso a la isla, sin embargo, había estado vetado desde hacía años. La titularidad se guardaba con curioso celo y ninguno de mis colegas ni yo misma sabíamos quién era el dueño de aquel lugar inexplorado. Quizá se entenderá así que accediera sin gran recelo a liderar la excavación que nos habían encomendado.
Partimos en mayo. Nuestro grupo lo formaban dos expertos en arqueología náutica, un reputado profesor universitario con amplios conocimientos de historia escandinava, el becario que mi universidad acababa de asignarme y yo misma. El equipo de paramilitares era más amplio que el nuestro. Lo constituían dos mujeres y cinco hombres y, aunque no hubiesen llevado los trajes tácticos, los habría reconocido de igual modo por su corpulencia, la adustez de su gesto y sus maneras de desenvolverse, más acostumbradas a responder a órdenes que a entablar conversación.
La embarcación que nos dejó en la costa se marchó tan pronto estuvimos en tierra firme, bajo promesa de regresar una semana más tarde, pero nosotros solo teníamos ojos para la isla. Lindando el perfil de arena que lamían las aguas siempre violentas del mar, se extendía el verde en una monotonía plana en la que solo algunos árboles raquíticos despuntaban entre la hierba salvaje.
Mientras el equipo militar desplegaba tiendas de campaña y disponía un sistema de balizas de protección a lo largo del perímetro de lo que sería nuestro campamento, el resto nos dedicamos a explorar. No tardamos en hallar indicios de los lugares en que iniciaríamos las excavaciones. Varios barcos de piedra, con las rocas horadadas por el viento, marcaban las tumbas.
No podíamos ocultar nuestra excitación.
Aquella noche, antes de marcharnos a dormir a nuestras tiendas, festejamos lo que a todas luces parecía ser una expedición de reconocimiento bastante prometedora. Bebimos a raudales y todavía puedo recordar el rostro joven de Luis, mi becario, un muchacho siempre solícito y amable, cuando en medio de mi melopea me giré hacia él y le estampé un beso torpe.
—Después de esto te querrán en todas partes —le aseguré, aunque lo que quería decir era que lo quería en mi tienda, así que hasta allí lo arrastré tirando de su mano y sin despedirme del resto.
El amanecer nos encontró abrazados en mi saco. Hacía un frío terrible, pero me forcé a abandonarlo y sacudí el brazo de Luis para que hiciera lo mismo.
—¿Ya es de día?
Tenía la voz ronca y gangosa por la resaca y se rascaba los ojos aún pegados.
Asentí y salí al exterior.
Antes de ver sus cuerpos, me golpeó el olor pútrido y amargo de la muerte.
Tendidos sobre la arena, fuera del perímetro, yacían tres cadáveres: una mujer y dos hombres del equipo de paramilitares encargados de nuestra protección. La visión era grotesca. Boca abajo, con la cara hincada en la arena y bañados en un charco de sangre, les habían sajado las espaldas con algún objeto afilado y habían dejados los órganos expuestos y al aire.
Me tapé la nariz y la boca y corrí a buscar al resto de los miembros de la expedición. No hallé a ninguno. Solo Luis observaba desde la entrada de la tienda de campaña, con los ojos muy abiertos, mientras se cubría las mejillas con las manos.
—¡Ayúdame a buscarlos! —grité.
Nos movimos con torpeza colina arriba, buscando cualquier rastro de las personas que nos habían acompañado en aquella expedición. Por fin, oculto en la cavidad de una roca y temblando de frío y miedo, encontré al doctor García, el viejo profesor universitario que había accedido a acudir a aquel infierno de isla con nosotros.
Me llevó largo tiempo convencerlo de que no estaba herido y de que no éramos fantasmas y le pedí repetidamente que me relatara lo que había presenciado antes de que se decidiera a hacerlo.
Con voz aún trémula, empezó a desgranar su relato.
—Alboreaba cuando decidimos irnos a dormir. Estábamos recogiendo las botellas y los restos de comida cuando los vimos. Dios mío, Ángela, fue terrible.
Agarré su mano y la apreté un poco para infundirle ánimo.
—¿Qué ocurrió? —pregunté. También mi voz temblaba.
—Eran cuatro. No eran humanos, Ángela. No podían serlo. Tenían la piel cuarteada y dura como el cuero, las cuencas de los ojos vacías. En donde debía estar la nariz, solo había una cavidad y se movían de una forma extraña. Llevaban hachas —añadió con una exhalación profunda—. Eran ellos, estoy seguro.
Apoyé una mano en su hombro y traté de calmarlo. Me pareció que deliraba. No sabía qué había visto ahí afuera, pero estaba segura de que lo que él creía haber contemplado era una fantasía mórbida que solo podía existir en su cabeza.
De todos modos y, por si acaso, decidimos hacer guardia durante la noche y pertrecharnos con las armas que los paramilitares guardaban en su tienda. Sin ponernos de acuerdo en quién sería el primero en hacer la vigilancia, terminamos por guardar vigilia los tres, manteniéndonos muy juntos y bien armados.
Nada ocurrió y nada vimos durante la noche, pero con el amanecer regresó de nuevo hasta nosotros el hedor a carne muerta y aquel miedo que helaba el espinazo. Junto a los tres cuerpos descuartizados que habíamos dejado en el lugar en que los encontramos, había ahora otros dos, expuestos del mismo modo, las vértebras arrancadas, un amasijo de piel y hueso y sangre adornando los pulmones que sobresalían de la caja torácica.
—Es el águila de sangre —susurró el doctor García.
Yo asentí. Sabía de lo que hablaba.
—Tiene que haber alguien más aquí con nosotros —contesté, también guardándome de hablar en voz demasiado alta—. ¿Por qué los traerían hasta aquí?
El doctor negó con un movimiento de cabeza cansado.
Luis no había pronunciado palabra desde el día anterior y eso me preocupaba.
—Venga —los animé—. Busquemos al resto. Quizá se han escondido como hizo usted.
Pasamos el resto del día tratando de hallar algún rastro, con escaso éxito. Si alguno de nuestros compañeros había sobrevivido, estaba claro que la prudencia les hacía ocultarse incluso durante las horas de luz.
La tercera noche llegó y, una vez más, no supimos ponernos de acuerdo sobre quién habría de vigilar el campamento.
Con la oscuridad llegaron los sonidos y con los sonidos el miedo. No los habíamos oído la noche anterior y eso fue quizá lo que nos aterró: escuchar aquellos ruidos que nos eran desconocidos y que parecían viajar con el viento desde todas partes.
Fue entonces cuando los vi. Eran cuatro y se movían sin intención, como si fuera el aire el que los arrastrara hacia adelante. Portaban hachas y lucían tatuajes que decoraban cada milímetro de sus cuerpos apergaminados. No tenían ojos ni nariz y sus cabellos eran apenas unas hebras de color claro que colgaban sobre los hombros como espantajos.
—¡Disparad! —grité.
Lo hicimos.
Agotamos los cargadores de las metralletas y continuamos con las pistolas hasta que no nos quedaron balas, hasta que me pareció que el hombro se me caería por el golpe constante del retroceso de las armas contra el hueso.
Las balas los golpeaban y los jirones de ropa que aún lucían se fragmentaban y planeaban hasta el suelo, pero no bastaron para detenerlos.
—Dios mío —musitó el doctor.
Yo contuve el grito que tenía atravesado en la garganta.
Mientras se acercaban pude distinguir sus rostros desfigurados y la sangre aún fresca en el filo de las hachas.
No dije nada. Me levanté y eché a correr.
Corrí como nunca antes lo había hecho. El corazón golpeaba mis costillas y la falta de aire dolía en los pulmones, pero no me detuve.
Corrí sin un propósito. Solo lejos, lejos, lejos.
Cuando alcancé el límite opuesto de la isla, me doblé sobre mí misma y vomité todo el miedo, el dolor, la rabia y el asco.
Pasé los últimos días antes de la cita prometida con la barca que nos había llevado hasta aquel Hel vikingo oculta en un agujero.
Nunca supe lo que ocurrió con mis compañeros. No regresé para tratar de ayudar a Luis o al doctor García ni volví jamás a poner un pie en aquella isla.
Aún hoy me atormentan los recuerdos de lo que presencié y de lo que hice. Sé que, de algún modo, abandoné a los míos a su suerte y todavía, a veces, cuando languidece el día, los imagino tendidos sobre la arena, sobre un charco de su propia sangre, con las espaldas abiertas y los órganos expuestos en una silenciosa y sangrienta ofrenda a los dioses del norte.
No he terminado de créermelo, las reacciones y sucesos son poco verosímiles, peliculeros... arqueólogos celebrando hasta la curda el día anterior en lugar de preparar todo para iniciar la excavación? ¿Arqueólogos que disparan metralletas como si fuera lo más habitual del mundo manejar eso? si pasa ahora, no lleva nadie móvil, ni ordenadores? la jefa del grupo abandona sin más ni más a los supervivientes? ¿Cómo es que no se enteran de nada si la isla es relativamente pequeña? ¿vikingos tatuados?
En fin, como está bien redactado, solo en un punto ha faltado una palabra, tres estrellas: ***