Las rondas nocturnas de Cervero siempre acababan por traerle frente a la vitrina de la daga mellada y el anillo. Roma traditoribus non praemiat, tenía grabada la hoja del cuchillo: Roma no paga traidores. “Ya, pero se aprovecharon de ellos para conquistar medio mundo”, solía susurrar él para sí, porque un museo no era lugar para hablar en voz alta, ni siquiera de noche; incluso aunque no hubiera nadie a quien molestar. Y Cervero, como guarda nocturno, debía dar ejemplo.
La daga romana estaba bien conservada, pero tenía una fea mella cerca de la punta, que se doblaba un poco sobre sí misma. Sin saber por qué, él siempre había creído que aquel arma se rompió astillando una costilla y este pensamiento le hacía sentir una cólera inexplicable hacia la persona que había empuñado la daga en aquel momento de furia y violencia. El sentimiento era mutuo, aunque esto Cervero no lo sabía, así que se volvió hacia el anillo indiferente al odio reprimido durante siglos que fue tomando forma a sus espaldas con la apariencia de una mano trémula. Una mano delgada y venosa que trató de aferrar la daga sin lograrlo y terminó cerrándose sobre sí misma en un puño crispado y amenazador.
El guarda de noche tampoco se daba cuenta de que el anillo romano que acompañaba a la daga en la vitrina tenía algo enganchado, un dedo femenino cercenado con rabia y fijado al aro dorado en eterno dúo; así que, ignorante, Cervero disfrutaba observando con detenimiento aquella maravillosa joya que, suponía, habría hecho feliz a alguna mujer en la antigua Roma.
El guarda sonreía, le gustaba trabajar allí. Creía que los museos, mausoleos los llamaba él para sí, eran cementerios donde algunos objetos preciosos, escogidos por su belleza y valor, reposaban hasta el fin de los tiempos a salvo de las codiciosas mentes de los hombres, siempre ávidas por transformar aquellas hermosuras en dinero, en poder, en vicios. Por eso paseaba orgulloso por las salas y los corredores cuidando de su preciado rebaño como un recio mastín capaz de hacer frente a cualquiera que quisiera ponerlo en peligro a sus protegidos.
La dama del anillo, por su parte, solía rondar a Cervero para alejarse de su perseguidor. Desarmado y cobarde, en esas ocasiones aquel que la acosaba entre las sombras miraba con furia al guardia; sin embargo no osaba acercarse demasiado, ni siquiera después de lo que pasó aquella noche, al principio del verano. Desde ese momento la patricia ya nunca se alejó de Cervero y paseaba siempre prendida de su brazo, aunque el guardia de noche no fuera consciente de tal honor. De cuando en cuando la dama del anillo le susurraba al oído palabras de agradecimiento en una lengua que el guarda no hubiera entendido aunque hubiera prestado atención, porque Cervero continuaba sus rondas impertérrito, indiferente al drama de la mujer y a la insidia de aquel que la perseguía. El guarda seguía con su rutina, deteniéndose de cuando en cuando para observar algunos de sus objetos preferidos, preguntándose dónde estarían aquellos ilusos que, antaño, creyeron ser sus dueños... durante un corto espacio de tiempo.
Cuando empezó a despuntar el alba, cansado y satisfecho una vez más por el deber cumplido, el guarda terminó su última ronda de la noche y se dirigió hacia la puerta para recibir a su compañero de día y dar el parte de novedades. Esperó paciente unos minutos apoyado en la pared, hasta que la puerta se abrió desde fuera. Su compañero entró, desconectó la alarma y encendió la luz del vestíbulo.
–Buenos días, Eduardo, sin novedad en el frente –saludó Cervero en voz baja al recién llegado.
Eduardo, ignorando las palabras de Cervero, cerró la puerta de entrada, se subió la cremallera de la cazadora murmurando algo sobre las "malditas corrientes de este puto cementerio de trastos" y se encaminó hacia la garita de vigilancia encogido de frío. El guardián de noche sacudió la cabeza disgustado y, elevando un poco la voz, más de lo que acostumbraba, se despidió hasta el día siguiente: que su compañero fuera un maleducado no quería decir que él también tuviera que serlo, se dijo.
Cabizbajo y bostezando, Cervero se dirigió a los vestuarios para cambiarse y poder marcharse a casa a descansar. A medio camino, sin embargo, se sentó un momento en uno de los bancos del vestíbulo. Últimamente, desde aquella noche sobre todo, se sentía muy cansado a última hora y le gustaba sentarse un momento antes de ponerse de civil, echando una cabezadita hasta que llegaran los trabajadores del museo más madrugadores.
A su lado, en el banco, se acurrucó la dama del anillo. Tiritando con suavidad, la mujer se arrebujó lo mejor que pudo en la ligera túnica de verano que apenas la cubría, tratando de no mancharla de la sangre que goteaba continuamente de su mano mutilada. En el otro extremo del banco se sentó envarado aquel que la perseguía, dispuesto a velar el sueño de la adúltera y su nuevo amante, mientras apretaba los puños junto a su corazón rencoroso encerrado en una coraza de pretor romano.
Al poco rato entró en el museo el primer trabajador de la mañana, uno de los administrativos. Pasó junto al banco donde dormitaba Cervero, reprimió un escalofrío pero no dijo nada. Fichó y se dirigió un momento a la garita de vigilancia para saludar al segurata. Habían puesto una foto del pobre Cervero en el mostrador, al lado del teléfono.
–Hola, Eduardo, buenos días –saludó el administrativo.
–Hombre… Uno al que se le han terminado las vacaciones, vaya carica que traes...
–Sí, pero hay que volver, qué remedio.
–Y contentos, otros querrían volver y no pueden… –y a Eduardo se le escapó una mirada rápida a la foto de Cervero.
Ambos guardaron silencio unos instantes. El administrativo lo rompió, hablando en voz baja, en tono confidencial.
–Lo encontraron en el banco del vestíbulo, ¿no? En ese de ahí.
–Sí, donde acostumbraba a sentarse. A veces me lo encontraba durmiendo cuando llegaba por las mañanas, “descuellado” y roncando. “Descansando un momento”, solía decir él.
–¿Pero… no lo lavaron? Parece que la madera todavía tiene... como unas sombras oscuras.
–Lavado, lijado y barnizado; pero ha vuelto a salir la mancha en el tablón, ya ves. A mí no me molesta, me recuerda a mi compañero –dijo Eduardo mirando desafiante al administrativo, que guardó silencio un instante.
–No pretendía ofender, perdona. Bueno, me voy a mi sitio, a levantar el país.
De la garita llegó la despedida de Eduardo en tono conciliador:
–Les han pillado, ¿sabes? Un par de chavales que se colaron para hacer el indio y ya ves, menudo chandrío hicieron.
El administrativo se detuvo un momento, sin saber muy bien si contestar o no; o qué decir. Al final habló, aunque pensó que quizá hubiera hecho mejor en callarse.
–Bueno, por lo menos ahora no tenéis que trabajar de noche, ¿no? Una buena alarma y si salta, ya vendrán los de azul… No merece la pena que te metan un navajazo por cuatro trastos viejos, por muy artísticos que sean.
Eduardo no añadio nada, así que el administrativo se dirigió a su sitio pasando de nuevo al lado del banco del vestíbulo. Sí que olía a barniz, antes no lo había notado. En el centro se adivinaba una sombra ancha e imprecisa, como de un charco viejo formado una y otra vez hasta dejar una marca indeleble y borrosa. El sitio donde encontraron a Cervero, supuso. A su lado, muy cerca, había dos o tres puntitos pequeños más oscuros. Parecían recientes, gotitas sobre el barniz y no por debajo de él, como la mancha grande.
El administrativo extendió la mano para ver si las manchitas efectivamente tenían relieve y entonces escuchó un crujido en la madera en el extremo más alejado del banco, como si alguien acechara en él y hubiera cambiado de postura de golpe, alarmado ante su mano curiosa. El administrativo retiró el brazo enderezándose, estornudó y se encaminó por fin hacia su oficina temblando mientras susurraba para sí sin mirar atrás:
–Mierda de sitio, cinco minutos aquí y ya empieza a enfriarse uno…
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.