Carcelero fiel (F)

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Gilles de Blaise
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Dejó resbalar el astil de su alabarda hasta apoyar el extremo recubierto de metal en las losas húmedas del suelo del corredor. Recostando la espalda en el muro, echó hacia atrás el yelmo de hierro y se rascó el hirsuto cabello con un ahogado gemido de placer. Buscó en los bolsillos bajo el coselete hasta encontrar una arrugada bolsa de picadura de tabaco negro y lió un pitillo. Al encenderlo, el humo acre se metió en sus ojos amarillos y le hizo lagrimear y contener un súbito ataque de tos. No se trataba ni mucho menos del afamado tabaco de los elfos, con su agradable aroma y que en alguna ocasión había podido probar, pero era tan fuerte que le hacía sentir vivo. Entre calada y calada dejó vagar libremente sus pensamientos mientras pateaba alternativamente con uno y otro pie para entrar en calor. El eco del golpeteo de las suelas metálicas de sus botas resonaba en sus oídos como un gong, pero estaba acostumbrado.
 
Estar en retaguardia tenía indiscutibles ventajas. Dormía siempre en un camastro caliente, bajo techo, al contrario que sus compañeros allá en el frente, que muchas veces tenían que aguantar la luz del sol sobre sus precarias tiendas de campaña. Comía el rancho con regularidad y en abundancia, si bien es cierto que con poca variedad en las viandas, pero esto sería siempre mejor que forrajear. Además estaba cerca de su choza y podía escaparse a ver a sus pequeños bastardos durante los escasos permisos de que disponía, y retozar con su hembra.
 
A cambio se le exigía más bien poco. Como guardia de las mazmorras debía cuidar de los escasos prisioneros que allí se custodiaban. En su cultura guerrera ser prisionero era un deshonor por lo que normalmente se los ajusticiaba en el mismo campo de batalla, pero en ocasiones se capturaba a algunos notables que merecía la pena mantener cautivos para cobrar un rescate o, en el peor de los casos en que se dudara de poder cobrarlo, como fuente de diversión para el clan.
 
Las incomodidades eran minúsculas comparadas con los beneficios. Estaba seguro de ser un privilegiado y no deseaba gruñir en demasía, no fuera que su sargento se cansara de él y le enviara al frente con un lazo después de apalearle para ablandarlo. No sería el primero ni tampoco el último que tras una tranquila estancia en la guardia se viera enfrentado a una horda de vociferantes guerreros fanáticos en reluciente armadura, con los ojos inyectados en sangre y aullando en su incomprensible lengua, luchando por su vida mientras sus propios oficiales se ensañaban a latigazos en sus espaldas para incrementar su ardor.
 
Estaba dispuesto a dejar pasar los desplantes de esos prisioneros que, aún estando cargados de cadenas, parecían pensar que eran seres superiores. Reía para sus adentros, pues no era él quien se revolcaba en sus excrementos ni tenía que dormir en una dura cama de piedra en una celda fría y húmeda. ¡Ya podían gritar e insultarle todo lo que quisieran, malditos elfos! Hablaban con palabras altisonantes y lo miraban con desprecio y odio en sus ojos de pupilas dilatadas. Visión en la oscuridad, decían ellos. ¡A otro huargo con ese hueso! Como si estar masticando continuamente hierbas no tuviera nada que ver. Algún día confiscaría uno de esos paquetes que enviaban las familias de los reos y las probaría. Y ya de paso, a lo mejor podía echar mano a alguna botella de fino. Había que reconocer que estos desgraciados sabían cuidarse. En cambio el pan del camino se lo podían meter donde les quepa, tan empalagoso que le dejaba la boca pastosa el resto del día.
Suspiró, echando una última calada antes de apagar el pitillo con un sonoro ¡clang!. Era hora de llevar el rancho al número doce y aguantas sus peroratas. Ya estaba harto de oír que en las naciones élficas un elfo podía medrar por su valía y no por su cuna; o que los castigos corporales y los sacrificios a los dioses estaban prohibidos; o que los magos utilizaban su poder para el beneficio de los demás; o, esto le hizo especial gracia cuando lo escuchó por primera vez, que un macho podía estar seguro de que sus crías eran realmente suyas. Las fantasías del número doce eran incontables y probablemente estaba un poco ido de la olla, pero a veces le hacía reír. ¿Acaso pensaba que se tragaría semejantes bolas?
 
Miró el reloj de la sala de guardia mientras recogía el manojo de llaves y se ajustaba el casco. Ya quedaba poco para el cambio de turno y volver a casa, un día más. Al fin y al cabo, ¿dónde podía estar un orco mejor que con su familia?
 
 

La mentira puede recorrer el mundo antes de que la verdad tenga tiempo de ponerse las botas.

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Victor Mancha
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 Bienvenido, Gilles de Blaise.

Participas en la categoría de FANTASÍA.

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¡Suerte!

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Patapalo
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Jajaja, muy bueno. Estos vistazos a la intimidad de los mundos fantásticos, si están bien llevados -como en este caso- son muy simpáticos y refrescantes. Ha sido un placer leerte. Y el texto, impecable.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Gilles de Blaise
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Hola Patapalo,

gracias por tu opinión. Me alegro que te haya gustado.

 

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mawser
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Simpático relato, sin duda una vuelta de tuerca a los tópicos de la fantasía. Un gran acierto por parte del autor.

https://www.facebook.com/La-Logia-del-Gato-304717446537583

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Gilles de Blaise
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Muchas gracias, mawser. Muy amable tu apreciación.

Saludos,

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