Sacrificando PJs por el drama

Imagen de Destripacuentos

No por el drama de perderlos, sino por el de la historia, se sobreentiende

Seguramente habrá muchos que no compartirán mi punto de vista, como es sano y saludable, pero creo que una de las cosas magníficas de los juegos de rol es que puedes inmolar a tus propios personajes -lo que se consideraría “perder” en otras lides- y quedarte satisfecho. Voy a explicarlo un poco por partes porque, dicho así, suena un poco bruto.

 

Una cosa que queda clara en los juegos de rol, ya desde las primeras partidas, es que los conceptos de victoria, derrota o competición son mucho más vagos que en cualquier otro tipo de juego. Ni siquiera matices como “por equipos” o “objetivos comunes” sirven en este caso, porque no se trata de que los jugadores ganen al director de juego -aunque en ocasiones existan ciertas confusiones al respecto- ni de que se llegue a algún lado en las partidas, pues, como todo el mundo sabrá, muchas veces éstas no tienen un final al uso o, de tenerlo, no es único, sino múltiple.

 

Así, algunos de los parámetros clásicos de otras aficiones lúdicas aquí no tienen validez. El número de orcos muertos de por sí, por ejemplo, no vale, no como en los comecocos o en los matamarcianos, ni la solución del enigma, por sí misma, como en el Cluedo, es sinónimo de victoria.

 

Por supuesto, hay instintos primarios en el ser humano que se cumplen. El que más se pone de manifiesto en cualquier partida, como es natural, es el de conservación -no de la masa, sino de la integridad física y mental-. Los personajes jugadores (PJs), como representación o foco nuestro en el mundo imaginario de la partida, tienen nuestro afecto -o, por lo menos, nuestro interés-.

 

Está claro que, cuando creamos personajes, sobre todo al principio, intentamos dotarles de las cosas que nos hubiera gustado tener o de las cosas que nos hubiera gustado encontrar en los héroes de las películas o de los libros. Responden, generalmente, a proyecciones de lo que concebimos como interesante o bueno, no en valores absolutos, sino respecto a la trama o el escenario. Y como es natural, si encontramos interesante que esos personajes estén en la historia, no nos gusta que mueran, ni enloquezcan, ni sirvan de almuerzo a un grupo de furibundas pirañas.

 

En esto último, supongo, también hay un cierto pundonor. Como los PJs siguen las instrucciones que les damos, el que terminen mal suele ser consecuencia de nuestro mal juicio -inconsciencia, ingenuidad, falta de previsión, como queráis llamarlo-, de la malignidad -o mal juicio- del director de juego, o de nuestra mala suerte. Es normal, por lo tanto, que dé rabia perderlos, pues no suele ser indicativo de nada bueno.

 

Sin embargo, a medida que uno juega y llega a un grado de veteranía considerable, se da cuenta de que las cosas no son tan absolutas.

 

Del mismo modo que los personajes dejan de ser proyecciones simplonas de lo “bueno” -“alto, guapo, cachas” que solíamos describirlos en nuestras primeras partidas- para abordar facetas más interesantes, aunque sean menos efectivas -albinos atormentados, piratas con sed de oro, deformes conspiradores dispuestos a hacerse valer o mendigos de Nadsokor, por poner algunos tópicos de desafíos-, llega un momento en el que la muerte de los personajes se relativiza.

 

Por supuesto, hay juegos de rol que ayudan a dar este paso. Al contrario que en Star Wars o El Príncipe Valiente, en los que había que ser un auténtico mendrugo para hacerse matar, hay otros, como el sanguinario Stormbringer o el implacable La llamada de Cthulhu, donde sabes que la muerte o la locura están a la vuelta de la esquina aguardando a que los dados rueden más de la cuenta. Estos últimos, como es natural, habitúan al jugador al cambio de personaje, a la vida y -sobre todo- a la muerte. Mi hermano, por ejemplo, era capaz de perder un personaje por sesión de juego en el Stormbringer a pesar de que casi siempre le salían hechiceros de Pan Tang o de Melniboné, lo que nos condujo a crear una sección de fichas de PJs específica llamada “El panteón”.

 

Quizá fuera por esta gran mortandad, o quizá por la afición que teníamos a ir probando nuevos juegos y nuevos personajes, que rápidamente nos dimos cuenta de que el disfrute real de los juegos de rol es bastante similar al de los libros o el de las películas. Si la historia es buena, mueran o no los protagonistas, se destruya o no el anillo único, se disfruta. Más incluso que con la fidelidad a un personaje agraciado o que viendo sus progresos en el mundo.

 

Del mismo modo, un módulo, o más bien una tarde jugando a rol con los amigos, no funciona mejor o peor en función de los objetivos conseguidos, sino del ambiente creado, de la historia construida. Puede que éste sea un motivo por el que las trampas y los tramposos suelen entrar mal en esta afición.

 

¿Quién no recuerda una épica aventura en la que todo salía mal por mucho que el grupo se estrujase los sesos y diese lo mejor de sí? ¿Quién no recuerda una debacle en la que murió hasta al apuntador pero que todavía sigue robando sonrisas a quienes la vivieron a pesar de los años pasados?

 

Ahí es a donde quería llegar. Creo que llega un momento en la vida de todo jugador en el que está dispuesto a convertir a su personaje en carnaza por el buen funcionamiento de la aventura, de la historia, por permitirle a ésta alcanzar un estadio superior, por hacerla memorable. Después de todo, es este tipo de sacrificio el que permite emular a Gandalf batiéndose con el Balrog de Moria o a Han Solo volviendo para enfrentarse a la Estrella de la Muerte. A veces sale bien, a veces sale mal. Y qué duda cabe de que a veces es precisamente cuando sale fatal cuando más emocionante resulta.

 

Finalmente, a mi parecer, todo es cuestión de interpretar bien estos momentos. Desde luego, si cuando sacrificas tu personaje sólo obtienes risillas traidoras de tus compañeros, o una petición de ir a buscar más panchitos mientras los demás terminan de jugar, el momento mágico se habrá perdido. Pero bien interpretado, con la complicidad de los demás jugadores -y sobre todo del máster-, el momento puede ser memorable.

 

Los personajes de los juegos de rol, como los de los libros, van y vienen. En manos de los jugadores está el conseguir que dejen un tipo u otro de huella.

 OcioZero · Condiciones de uso