Tormenta eterna en Kios: Capítulo XII

Imagen de Patapalo

La bahía de Ankar asemejaba una olla hirviendo. El mar, azuzado por los dioses de las tormentas, se bandeaba y estrellaba una y otra vez contra la costa. Parecía querer trepar hasta la ciudad estado para sumergirla en sus aguas, robando el privilegio de mojar sus calles a la insistente lluvia. La violenta tempestad que se cernía sobre la urbe era un extraño regalo de los cielos, pues había impedido a la flota kiana acercarse hasta el puerto. Mientras las olas mantuviesen una altura similar ni el más temerario de los marinos se atrevería a acercarse a la costa.

Casualmente salvados por el repentino cambio de tiempo, los soldados de la polis observaban las evoluciones de las naves de guerra de Kios resguardados con capas o bajo las techumbres de las torres defensivas del puerto. El general Nhao ya poseía renombre por sus arriesgadas tácticas, pero en aquella ocasión el azar le había vuelto la espalda y le leve tormenta matutina había degenerado en una explosión de fuerzas elementales. Por el momento, los fieros corsarios podían ocuparse únicamente de mantener a flote sus embarcaciones, aunque el cielo revelaba que pronto la tormenta perdería intensidad.

El anochecer vino acompañado de una incierta calma. En las almenas de Ankar brillaban braseros y antorchas, y grupos de sombras podían verse recorriendo toda la línea defensiva. Nhao sopesaba las ventajas de mantener la ofensiva frente a las de volver a puerto amigo antes de la siguiente incursión. Los hombres estaban exhaustos tras la continuada lucha contra los elementos y el pasar la noche meciéndose en la bahía no les permitiría el descanso suficiente para recuperar las fuerzas requeridas para el ataque. La precipitada campaña había dado buenos resultados, pues, además de haber capturado media docena de barcos, había conseguido la rendición y consiguiente vasallaje de tres ciudades estado. Finalmente la prudencia venció y las naves de guerra de Kios retornaron a mar abierto. Sin saberlo se alejaban para siempre de la presa que habían observado glotones la anterior jornada. Tampoco los ankarios se llegaron a explicar nunca la huida de sus invasores, pues aunque una retirada temporal aparecía razonable, era por todos bien sabido que la ciudad no contaba con defensas suficientes para mantener la independencia. Muchos explicaron el hecho fabulando una llamada mágica realizada por la emperatriz, y no estaban demasiado alejados de la realidad, ya que el motivo de regreso a la patria fue un halcón mensajero, el cual localizó a la flota de Kios al salir a mar abierto.

Las naves recorrieron en veloces jornadas la distancia que les separaba de Kios. No sólo el incentivo de servir a la emperatriz les animaba, sino que, tras muchas semanas de campaña, los corsarios añoraban sus hogares. El recibimiento a su llegada demostró que sus familiares también deseaban su vuelta a la ciudad con idéntico fervor. El puerto era el escenario de una alegre algarabía, pero el general Nhao sólo podía contemplar con cierta melancolía su ciudad natal.

La pérdida de sus camaradas le había afectado profundamente y las salvajes incursiones que había realizado únicamente habían conseguido sepultar el dolor. Nada podía impedir que aflorara de nuevo a su espíritu al reconocer las calles que fueron su escuela. Las estatuas de Artul y Jarnak se le antojaban cicatrices de la guerra civil que había asolado a su pueblo; ellas despertaron de nuevo a los fantasmas del sufrimiento. Hombres y mujeres les vitoreaban a su paso por las calles, pero él no podía escuchar sus alabanzas. Sus gritos se convertían a sus oídos en los desgarradores aullidos de los moribundos.

En el salón del trono, para su sorpresa, sólo le esperaba Tran, agazapado en un rincón con su enorme mastín. La piel de éste aparecía como un espejo de ébano que le hizo pensar en el color del alma de su emperatriz. Era una cruel paradoja juzgar ahora a la víctima por haberse convertido en verdugo. ¿Quién establecería la medida de justicia de su venganza? ¿Acaso se podía limitar el afán de mitigar el dolor que causa el haber perdido lo más querido, arrebatado por la maldad de los hombres? El negocio de la muerte comenzaba a pesar en el espíritu del joven general. Quizá por ello había buscado su final en cada uno de sus temerarios asaltos, bailando con la Dama Siniestra al ritmo de los tambores de la guerra.

El antiguo guarda del cementerio le habló con timidez sacándolo de sus oscuros pensamientos.

—Kela no va ha recibirte, general, pero me ha dicho que te acomodaras por palacio hasta la fiesta del día de la luna.

—¿Acaso la emperatriz ya no me considera digno de su presencia?

Tran evitaba su mirada enterrando la cabeza en el noble animal.

—No es eso, general. No recibe a nadie desde hace muchos días. No sale nunca de su habitación.

El fornido muchacho le apoyó una mano tranquilizadora sobre el hombro. Una sonrisa de sincero aprecio se dibujó en ambos rostros. A Nhao siempre le había resultado curioso aquel hombre. Desorientado en palacio desde el día en que se le hizo traer, no había proferido jamás queja alguna. Nunca sabía que hacer, pero no por ello molestaba a nadie. Su lealtad a la emperatriz era un hecho insólito y que nadie había conseguido explicar. Muchos pensaron que traer al guardián del cementerio a palacio era otro hecho simbólico de arcanas motivaciones relacionado con su vínculo con los espíritus. Para el general aquello carecía de importancia. Sólo un rasgo de aquel hombre había sido necesario para ganarse el respeto del militar: la lealtad. Pues el verdadero valor de esta cualidad se ve con nitidez en el campo de batalla y su vacío se nota de veras cuando los viejos camaradas van quedando tendidos en tierras extrañas y en frentes anónimos.

 

El día de la luna Nhao se encontraba en sus aposentos con el uniforme ya puesto a la espera de que se le hiciera llamar para acudir a los festejos. Cada vez que se alcanzaba la luna llena en el cielo de Kios se organizaban peleas de perros, osos y guerreros en honor de los espíritus. Arrenus no había llegado a desarraigar la práctica y el pueblo esperaba ansioso para contemplar la muerte bañada por la pálida luna. La tradición marcaba que los esclavos podían intentar ganar su ciudadanía en combate singular con un oso y, según los rumores que había escuchado, ese mismo día se iba a presentar un desafío de tal índole. La tarde agonizaba y pronto tendrían que comparecer en la plaza conocida como el Foso, donde tendrían lugar los combates, cuando la puerta de su habitación se abrió. Iracundo, se volvió hacia la entrada para castigar la insolencia de abrir sin llamar cuando su mueca de indignación se convirtió en una de sorpresa.

Enmarcada en el umbral de la habitación se encontraba Kela. Su rostro estaba marcado por una palidez que rivalizaba con la albura de su túnica. Sus cabellos se habían terminado de marchitar y ahora eran ya de plata, de la materia de la luna. Sus ojos dorados brillaban entre las sombras que rodeaban sus ojos en contraste con la oscuridad que su siniestro cetro le otorgaba. La talla en forma de sílfide colgaba de su delicado cuello con graciosa, aunque tétrica armonía. El apelativo de Emperatriz Espectral era sin dudas el único que podía hacerle justicia en aquellos momentos. A pesar de las largas horas pasadas en su compañía a lo largo de los últimos meses, el fiero guerrero no pudo reprimir un escalofrío cuando la quebrada voz de la muchacha rozó la estancia.

—Saludos mi general. Confío en que la campaña no haya resultado demasiado ardua, pero dado que en el futuro apenas saldrás de la ciudad es de suponer que recordarás con anhelo estos días pasados.

—Tened la certeza de que no hemos sufrido incomodidad alguna, pues la guerra es nuestra madre y el mar su seno que generoso nos acoge cuando los dioses de la muerte nos reclaman. La vida de los kianos es el reflejo de la campaña que emprendimos por orden vuestra.

—Supongo que habréis tenido noticia de la muerte de Arrenus; habéis de saber que no será la única de la que vais a tener noticia estos días. Es por ello por lo que os he hecho volver.

Kela se giró y abandonó la estancia en silencio. Nhao le despidió con un marcial movimiento de cabeza y, en cuanto quedó solo, se desplomó en una de las sillas de la habitación. No sólo el avanzado deterioro de su dueña le inquietaba, pues sus palabras bien eran dignas de consideración. El heraldo de la muerte volvía a hacer sonar su pífano, pero dicha señal nunca señalaba quién pudiera ser el elegido. Siniestras elucubraciones acompañaron al general durante todo su trayecto hasta el Foso, pues ¿acaso no había asegurado la emperatriz que le había llamado porque una muerte había de acaecer en la ciudad? Ya había sucumbido Arrenus, el hombre más poderoso detrás del trono. Ahora aquella dignidad recaía sobre su persona, pero, aun sin haberla disfrutado, ya se lamentaba de poseerla.

 

El Foso consistía en una arena circular rodeada de un pequeño anfiteatro. No tenía mucha capacidad, pero la perfecta visión del espectáculo estaba garantizada. La multitud rugía enloquecida ante la perspectiva de un baño de sangre. Sus alaridos llegaban a los oídos de Nhao con su sentido trastocado. La muchedumbre se le antojaba una camada de carroñeros ansiosos por recibir su parte de despojos en el macabro ritual. Por primera vez en su vida, Nhao dudó de si lo que había interpretado como valiente espíritu guerrero en los corazones de los kianos no hubiera de ser valorado como una enfermiza sed de sangre. Los dioses que Arrenus había resucitado en una hecatombe de sangre y destrucción parecían ser los más apropiados para los ciudadanos de la desdichada ciudad estado.

Su asiento en el palco le situaba a la izquierda de la emperatriz, la cuál se encontraba ya sentada. Su mirada se sumergía en el público absorta en inescrutables pensamientos. A la derecha de la joven permanecía Tran, con los ojos bañados de inquietud, escrutando el gentío, vigilando por la seguridad de su dueña. Las antorchas cedían su luz en reflejos dantescos que conferían extraños movimientos a los ciudadanos. Algo flotaba en el ambiente que impedía que la noche de festejos se librase de la losa de la tristeza. Los gritos y cantos no conseguían alejar un silencio que sólo podía presagiar males para los que lo percibieran.

Las rejas se abrieron en el foso franqueando el paso en extremos opuestos. Por cada una de las entradas apareció un hombre armado. Empuñaban cuchillos de caza y vestían una ligera cota de escamas de cuero. Los yelmos sólo dejaban entrever un destello desesperado en sus ojos. No podían revelar ninguna emoción. Kela observó impasible el espectáculo, alejada de su ciudad. La multitud rugía y se alzaba como un animal vivo, animando o insultando a los gladiadores, como si algún vítor pudiera motivar más que el instinto de supervivencia o algún insulto agraviara más que el tener que luchar por tu vida para diversión de tus enemigos. El combate, aunque igualado, no tardó en saldarse con un muerto sobre la arena y un esclavo elevando su espada retador. Un día más su vida pudo escapar de la certeza; aplazar aunque nunca evitar. ¿Cómo decidir cuando merece la pena correr un riesgo mayor para conseguir la libertad? ¿Acaso cuando las fuerzas comienzan a fallar lo suficiente para no sobrevivir en la arena? ¿No es, sin embargo, este punto cuando el destino del gladiador ya ha quedado sellado?

La mente del general del mayor ejército del mar Gélido vagaba por yermos pensamientos. La muerte era el eje en torno al cuál discurría su vida. Su gloria y su subsistencia pasaban por ella. Sus distracciones se mancillaban con su presencia. Su espíritu estaba forjado para la batalla, pero su corazón comenzaba a avejentarse. El cuerpo del gladiador vencido ya había sido retirado de la arena y el heraldo anunciaba el siguiente espectáculo. Una reputada jauría de mastines se enfrentaría a una pareja de osos pardos. Los plantígrados eran unos imponentes animales, jóvenes y vitales; poderosos como todos los miembros de su especie. La jauría contaba con su astucia y su persistencia. El arrojo y el trabajo en equipo podrían darles la victoria frente a los titanes que les aguardaban. El hambre sería el incentivo que les condujese a matar o morir en el intento. Una sensación de vértigo se apoderó del joven Nhao, quien no conseguía concretar qué le causaba tal estado.

Los animales danzaban con siniestra armonía en el ruedo. Casi se podría haber dudado de que se tratase de una lucha y no un juego. Los rugidos se mezclaban con las palabras en una loca cacofonía, heraldos del espectáculo que a los pies de la impasible emperatriz se estaba desarrollando. La muerte era moneda común en la ciudad y a nadie parecía importarle. Los perros morían destripados a los ojos de Nhao sin que éste pudiera entender lo que estaba sucediendo. Los osos lanzaban sus gruñidos al aire y éstos se elevaban como plegarias hasta el palco, desde el cuál sus verdugos contemplaban la matanza. Juguetes en manos de los hombres; ¿acaso serían los mismos kianos marionetas de seres más hábiles en el arte de la manipulación? La caída de los dos osos hizo recuperar al militar la percepción de su realidad. El cuadro permanecía estático ante sus ojos: los perros aullando con las fauces teñidas de rojo, los ojos dorados de la emperatriz prendados del espectáculo en honor de su dueña, el mudo dolor de Tran por la muerte de los mastines, los dos osos caídos juntos como anónimos soldados de un ejército ajeno a su mundo, la multitud endemoniada, presa de la excitación del ritual de sangre...

Sus ojos melancólicos buscaron en el palco una copa de algún amargo licor que le ayudase a pasar el trago. Sus entrañas ardieron como las antorchas que alumbraban aquella siniestra noche. Las rejas situadas enfrente del palco real se levantaron cautelosas. Todas las miradas quedaron prendadas en el inmenso animal que de sus fauces salió: era el mayor oso que jamás hubiera pisado el Foso. Su piel era negra como una noche sin luna. Su cabeza regia, digna del más poderoso de los animales. Su porte era tranquilo, propio del amo que recorre sus tierras juzgándolas. No había miedo en sus acciones, ni parecía impresionado por la presencia de tan numerosa y sanguinaria jauría. Despacio, como paladeando el momento, el oso se situó frente a la emperatriz e irguiéndose sobre sus cuartos traseros elevó su reto hacia el firmamento. Sus dientes relucieron como espinas a la luz de la luna, contrastando su blancura con la negrura de sus ojos, profundos como un abismo en una pesadilla. Sus zarpas se extendieron, alejándose de sus costados, en un gesto típicamente humano. Parecía mostrar sus dominios, desafiando a sus rivales a luchar por su regencia.

Nhao se giró en su asiento y observó la palidez de su monarca. Sus ojos mostraban temor. Un temor reverencial que nada tiene que ver con el pánico que sienten los cobardes cuando tienen la certeza de su fin. Sus ojos mostraban reconocimiento, habían desvelado la señal y sabían que no habría una vuelta atrás. Tran, desde su inocente perspectiva de la vida, también había reconocido a la bestia, pero su miedo derivaba de la expresión de su dueña. Él sabía bien qué vínculo unía a ambos seres. Nhao extendió su brazo hacia la emperatriz. Ésta se volvió hacia su interlocutor y sus ojos, llenos de dolor, le contemplaron con un resquicio de esperanza.

—Esta triste historia llega a su fin, mi querido compañero. No habrás de sufrir por mi partida ni intentar impedírmela, pues, aun sin saber cómo ha de llegar, sé que mi hora ha llegado. Partiré a palacio cuando acabe este combate y nadie habrá de seguirme.

Dicho esto, sus miradas se separaron y no volvieron a cruzarse más. La aliada de la muerte sabía por quién sonaba el pífano de su heraldo y se encontraba dispuesta a acatar su voluntad.

En ese momento, un robusto hombre saltó desde las gradas acompañado por la vibrante ovación del público. La tradición marcaba así la entrada de aquél que aspirase a su libertad. Aterrizó con salvaje gracilidad en la arena y alzó su espada corta hacia las estrellas y la luna, mostrando a todos los presentes su única arma, aquélla que habría de matar al imponente oso negro esa noche. El desafiante vestía un taparrabos de cuero y unas altas botas de montar. Cubría su rostro con un yelmo cerrado de bronce, tachonado con púas y adornado con ofidios motivos. Su voz sonó metálica tras la coraza, inhumana por su timbre pero temperamental en su mensaje.

—¡No soy un esclavo en esta ciudad! Soy un hombre atado únicamente por un juramento y he venido a liberar mi alma. ―Los rugidos de la multitud arroparon al osado guerrero que declamaba ante ellos su reto dando la espalda a la colosal bestia―. Soy un apátrida nacido en esta tierra ingrata llamada Kios, azotada continuamente por el brazo implacable de los dioses del mar, del viento y de la guerra. Os demostraré mi valor para que mi memoria no quede dañada. Hoy he venido a postrar mi vida ante vuestra emperatriz si los dioses la quieren aceptar. Si la rechazaran habréis de saber que sólo su voluntad habrá inclinado la balanza.

Nhao notó en las palabras del gladiador la amenaza latente que encerraban, pero también un tono familiar que le llenó de inquietud. La situación se había congelado en un demente cuadro pictórico en el que el oso negro aguardaba paciente a que su adversario acabara con su desafío, esperando como antes él había esperado cuando rugió al firmamento. Kela observaba la escena tras el velo mortuorio que su alma ya había asimilado.

El guerrero se situó con las piernas abiertas frente a la poderosa bestia, la cual se incorporó bruscamente. Su feroz aliento salió en forma de rugido creando una densa nube de vapor sobre la cabeza del hombre. Éste elevó sus brazos e hizo entrechocar las muñequeras metálicas. Su sonido se elevó cómo el de unas campanadas anunciando a la muerte. Ambos luchadores se observaron, valorándose al tiempo que giraban el uno alrededor del otro, lanzándose timoratos golpes, desafíos. Parecía que el motivo de su enfrentamiento no fuera de peso suficiente para justificar el combate.

Finalmente, el oso se abalanzó sobre el humano, quien consiguió evitar el embiste recibiendo solamente un zarpazo en su brazo izquierdo. El abrazo del oso no pudo alcanzar a su escurridizo enemigo. La espada del guerrero voló veloz arrancando un trozo de carne del lomo del animal. Enloquecido por el dolor, el inmenso ser volteó con sus patas delanteras a su oponente, que rodó por el suelo hacia la derecha del palco real. Su espalda chocó contra el muro del Foso y, aturdido, levantó la mirada para ver llegar a la bestia, que cargaba con las fauces abiertas en una amenazadora mueca. Los reflejos adquiridos en una vida de constante peligro le permitieron levantar una muñequera metálica ante los dientes que pugnaban por desgarrarle el cuello. Un grito de alivio y excitación recorrió el recinto. El metal impidió que la mano del guerrero fuera seccionada, pero la sangre manaba abundante, a pesar de la protección, de su debilitado brazo derecho.

Una lluvia de golpes se estableció entre ambos adversarios. Las poderosas garras del animal zarandeaban de un lado a otro al gladiador amenazando con arrancarle el brazo y tiñendo su cuerpo y la arena de sangre. La espada hendía la piel de la bestia con cruel y regular ritmo, restándole fuerzas al animal. La vida se le escapaba por una profunda herida, como si el manantial de sangre que generaba se alimentase de energía vital. El gran autocontrol del guerrero le permitía abstraerse de las dolorosas y abundantes heridas que le habían sido infligidas, dotándole de una constante y elevada capacidad de lucha.

Por fin, uno de los zarpazos del oso cayó fláccido sobre su adversario. Esta vez, el guerrero no perdió equilibrio, pues el golpe carecía de fuerza; así, aprovechó y atravesó la inmóvil cabeza del animal desde abajo. La punta de su espada apareció por la parte superior de la testa del formidable animal, el cual se desplomó tras un breve espasmo.

Magullado y conmocionado por la muerte de tan increíble ser, el guerrero anónimo se levantó. El gozo de su alma por haberle sido concedida la victoria ahogaba cualquier otro sentimiento. La senda de la venganza llegaba a su fin, y entre los clamores de la multitud se permitió elevar su espada a la luna, renovando en silencio el juramento que le había llevado a tan temeraria empresa.

La enloquecida multitud saltó a la arena para tomar sobre sus hombros al fiero guerrero. Mientras tanto, la emperatriz Kela abandonó en silencio el Foso y se encaminó a palacio sola. Nhao pudo observar el ausente semblante de su dueña, pero ningún sentimiento nació de aquella impresión. Presa de un extraño vacío, apoyó su bota en el muro del ruedo y observó a la muchedumbre que, en volandas, se llevaba a su nuevo héroe.

Iluminado por el resplandor de las antorchas le pareció vislumbrar un rostro familiar en aquel osado guerrero: al liberarse éste del yelmo creyó ver en su cara la faz de aquel que en tiempos fue su compañero de armas. ¿Podría tratarse de él? Parecía una locura, pues con sus propios ojos había visto su muerte. Mas, sin embargo, aquella mirada turbia de venganza y aquella voz arrebatando juramentos al infierno casi con seguridad pertenecían al apátrida que se convirtió en la pesadilla del monarca en sus últimos días. ¿Podría haber sobrevivido a aquella fatal estocada, heredando sólo de aquel suceso un ronco velo en su voz? Bien era cierto que su aspecto estaba algo trastocado pero, ¿acaso alguien que fue dejado por muerto no habría mudado en nada su físico?

 

El palacio estaba desierto. En sus pasillos arruinados sólo se oía el ulular del viento y los aullidos de los perros callejeros. Kela aguardaba sentada en el trono de la ciudad de Kios. Sobre su regazo estaba la espada negra y a sus pies, abollada y sucia, la corona de oro que marcaba su rango. El clamor con que la multitud secundaba el espectáculo de sangre había finalizado hacía ya una hora, pero nadie había ido a palacio cumpliendo con las órdenes de Nhao. Entonces, la soledad absoluta se rompió y dejó oír unos pasos en la escalera que daba acceso al salón del trono. En la grisácea penumbra de la sala, la muchacha se arrancó con un gesto violento la sílfide del cuello.

“La muerte ya me acecha querida hermana. Pronto te podré devolver el símbolo de nuestra unión.”

La tristeza, densa como una lápida, se apoderó de su espíritu estéril para la expresión de su dolor. La puerta del salón se abrió con un suave gemido al cesar el sonido de los pasos. El trono le daba la espalda, encarado al ventanal desde el cual se podía dominar la ciudad. Así, el visitante se encontraba tras ella, inmóvil y en silencio. La muerte observaba impertérrita en una esquina de la habitación: la guadaña en su mano derecha y la izquierda sumida en los pliegues de su raída mortaja negra. Sus cuencas vacías se clavaron, invisibles para el visitante, en el cuerpo de éste. Su voz cruzó la estancia, levantado ecos que la deformaron y amortiguaron dándole matices de sueño.

—He escapado de mi sepulcro para devolverte al Averno. Tu desgraciada presencia ya no mancillará más al mundo.

Sin volverse, Kela respondió a su verdugo, el cuál aguardaba en las sombras. Los ojos dorados de la muchacha reflejaban vanidad e ironía. Sus miembros no se movían ni lo más leve, como si la venganza del intruso se hubiera ya consumado.

—Yo soy la discípula de la muerte. Es ella quien decidirá cuando habré de volver a su seno.

Dos secos sonidos revelaron que el intruso se desplazaba hacia su derecha. Tras aquellos cortos pasos se detuvo y observó el trono y la figura que en él reposaba. La muchacha que lo ocupaba poseía el único aspecto apropiado para el título que acababa de adjudicarse. Su piel era blanca como el mármol, veteada por la negra silueta de sus ojos y enmarcada por la plateada melena. Como una aparición, permanecía con los ojos cerrados, sosteniendo con sus manos inertes la espada negra que sirvió de lápida para la tumba de Dersea.

—Has robado la espada de la tumba de mis hermanas y has degradado su recuerdo robándoles su aspecto. Me arrebataste la vida y hundiste mi espíritu en la más profunda de las simas.

El rostro esquelético de la muerte pareció sonreír en su quietud cuando la voz ronca del intruso continuó su demanda.

—Los dioses me han permitido vivir esta noche cuando la bestia hubo de haberme matado. Sus designios me llevan a sellar mi venganza acabando ahora con tu vida.

La emperatriz de Kios se levantó del trono con la espada en la mano. Su delicado aspecto parecía una ilusión al empuñar aquella arma. Sus pies descalzos se posaron sobre la oscura mancha que la sangre del anterior monarca había dejado. Sus ojos dorados se abrieron revelando la humedad creada por las lágrimas. La muchacha contempló a quien había dado por muerto y observó la cicatriz que su arma había labrado al intentar quitarle la vida. Un nombre surgió de sus temblorosos labios: “Cain”.

Su ajada boca se negaba formular más palabras mientras sus ojos se iban poblando de lágrimas. El dolor volvió y las experiencias pasadas no ayudaron a mitigar su presencia. Cain, desarmado, observaba impasible a su hermana sin reconocerla. Su cuerpo permanecía inmóvil, fundido en las sombras bajo su túnica negra. La cercanía de su reunión con Dersea permitió un momento de lucidez a la torturada muchacha. Su voz surgió temblorosa y dolida, presa de sentimientos que creía haber desterrado para siempre.

—Hermano, aléjate para siempre de esta tierra que únicamente se satisface con la muerte y el dolor.

Cain la observó confundido mientras su nombre iba tomando forma en su cabeza. Un profuso mareo se adueñó de su mente. El mundo comenzaba a desmoronarse de nuevo a su alrededor y cuanto más iba entendiendo más abandonado se sentía. Su mano se tendió casi inconscientemente hacia su hermana en un delicado gesto. Ella le habló:

—Somos las marionetas del destino, que nos utiliza en sus juegos sin la menor compasión. Sé que has venido a darme muerte aun sabiendo quién era, pues es precisamente mi identidad la que te ha destruido. Mas no puedo permitir que lo hagas, pues ya perdí a Dersea por culpa del odio.

El joven guerrero se desplomó sobre sus rodillas al oír aquellas palabras. De su garganta surgió un lastimero “dioses, ¿por qué?” ahogado en su propio dolor. La voz se le quebraba y sus fuerzas ya no querían ayudarle en su empresa. La muerte sacó de sus ropajes un agónico reloj de arena. El tiempo se acababa.

—El odio es el motor de nuestro mundo. Él ha sido mi verdadero maestro, pues la muerte no es más que un dulce refugio al cuál abandonarse. Has venido reclamando mi sangre para sellar tu venganza, pero no te permitiré que cumplas con tu estéril compromiso. Es hora de acabar con esto. ―La espada negra se elevó sobre la cabeza de Cain. Su sufrimiento parecía prepararse para partir cuando la muerte dio un paso hacia ellos y Kela gritó―. ¡Es hora de romper el círculo!

La espada trazó un arco en el aire y hendió a su víctima. Kela cayó sobre sí misma, hecha un ovillo, sobre la mancha oscura que había dejado la muerte del anterior monarca. Su propia sangre comenzó a teñir la estancia con destellos carmesí, lamiendo los brazos de su hermano. Las palabras de Akhul resonaron en su conciencia levantando gritos de protesta que escapaban de su pecho: “Mi sangre, tu cuerpo, se encargarán de que los designios de mi Señor sean llevados a buen término.” Enloquecido, Cain abrazó el cuerpo inerte de su hermana. Su frío contacto y su palidez le llenaron de dolor. El viaje hacia su destino por fin había finalizado y tan sólo un gran vacío llenaba su alma.

Sacó delicadamente la espada del cuerpo de su hermana y la alzó hacia cielo en la oscuridad de la noche. Asomado a la ventana que dominaba Kios elevó sus maldiciones por encima de la ciudad.

—¡Malditos seáis todos! ¡Maldita vuestra estirpe y vuestra descendencia! ¡Maldito tú, Azar! ¡Y malditos vosotros, crueles dioses de los kianos! ¡Os reto a todos! ¡Venderé mi alma para acabar con...!

Con su voz rota por la emoción, cayó sobre el frío suelo del salón del trono, arrojando su espada contra las paredes de la estancia. Ecos metálicos reverberaron por todo el palacio, pero no había nadie para oírlos. Su llanto tampoco alertó a nadie y la soledad de la noche fue su única compañera. Así, solo, se arrastró hasta el cuerpo de su hermana y de rodillas le tomó la cabeza, dejándola reposar en su regazo. Una última oración llenó la estancia:

—Ciertamente soy Cain, el asesino de mi propia estirpe. Hoy he constatado al fin que el siniestro significado de mi nombre iba atado al propio cariz de mi destino. Yo he sido el causante de la muerte de la única persona a la que aún amaba. La ira y la rabia me han cegado todo este tiempo. ¡Yo las maldigo por no haberme causado la muerte en mi ceguera! ¡Dioses! ¿¡Por qué me sometéis a este tormento!?

No hubo respuesta en las frías piedras del palacio, ni tampoco en la milenaria ciudad dormida. Los ecos de su desesperada voz no levantaron respuesta alguna en las ancianas rocas que servían de asiento a la polis. Ni siquiera el mar ni el viento, en su incesante castigo a la ciudad guerrera se dignaron a darle contestación a sus demandas. Su voz siguió elevándose ignorada como el aullido de un perro en la noche.

—¡Odio! Tú has sido el padre de todas mis desgracias. ¿¡Por qué te niegas a abandonarme!? ¡Eres la peste que consumirá a esta ciudad! ¡La podredumbre que hará resquebrajar sus cimientos y la sepultará en el mar! ¡Perece, tierra infame! ¡Alivia con tu desaparición al mundo!

Sus imprecaciones no modificaron los pétreos rostros de Artul y Jarnak, ni fueron escuchadas por ser humano alguno. Las sonrisas inhumanas de las deidades no eran más que una cruel burla tallada en la salida de Kios cuando Cain abandonó por última vez la ciudad que le vio nacer, cuando abandonó por fin el cuerpo de su última, y única, emperatriz, cuando se alejó de la tierra que más dolor le había causado en el mundo.

El mar siguió con su incansable batir y la áurea prisión de Arrenus dejó escapar una leve risa, pero nadie salió al encuentro del solitario jinete que abandonaba la ciudad por la ruta terrestre, el único camino que deja Kios que está cargado de ignominia. Los astros brillaron impasibles en el firmamento, como todas las noches, y la despiadada tortura que el destino infligió en el alma del muchacho pasó inadvertida en la ciudad estado. El aullido del viento en las oscuras calles fue su única despedida.

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