La humanidad ilumina mi noche solitaria

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Un relato postapocalíptico de Patapalo

Noé siguió caminando sobre el paisaje desvaído de la ciudad fantasma. Helado, todo parecía helado, desdibujado por el frío. El gris de los edificios muertos, de los adoquines y de la propia tierra parecía supurar ese helor malsano del nuevo mundo. El exterior. El frío. La muerte. Las tres deidades macabras de su pueblo lo acompañaban en su viaje de vuelta a la caverna, el refugio laberíntico que, cual hormiguero, se sumía en las profundidades del orbe en un intento de conservar el calor. Sin embargo, a pesar del omnipresente manto opresivo de esos dioses malignos, Noé estaba contento. Aquel era un día feliz.

El cazador volvía a la caverna con los zurrones cargados de regalos. Había encontrado fósforos, velas, cordel, agujas, dos cuchillos... ¡incluso una lata de queroseno! Era un tesoro al que le sabrían sacar mucho partido, por lo que se había permitido rescatar también una baratija dorada para Gretel. Al pensar en cómo aquella belleza podría agradecerle el gesto, se sintió revivir. Sus generosas carnes, blandas y suaves, eran un sueño en el que cualquiera hubiera deseado hundirse. Además, a ella no le disgustaba su cuerpo enjuto, y todavía la quería más por eso. La vieja espina de saberse tan flaco que cualquier invierno se lo llevará en un suspiro hacía tiempo que no atormentaba su alma. Era feliz, sin duda. Y volvía a soñar. Pero aun en sueños, sus sentidos se mantenían alerta.

Vio los malignos ojos rojos de la rata morsa cuando esta todavía lo acechaba desde detrás de una ventana rota. Era un ejemplar mediano, de apenas cincuenta kilos. Las había visto mucho más grandes, y mucho más astutas, pero una rata morsa, con sus largos y puntiagudos dientes frontales y su espesa capa de grasa, no era nunca un adversario a menospreciar.

Sacó el revólver de la cartuchera y apuntó a la bestia. Antes de que empezara a moverse apretó el gatillo. Como su abuelo decía, los antiguos fabricaron tantas armas que jamás tendrían escasez de balas, por lo que no iba a escatimar munición. Cuando el percutor impactó, el revólver entero se quebró sin que hubiera un disparo efectivo. Los antiguos no habían pensado que sus aleaciones tendrían que soportar tanto frío.

Por fortuna, el disparo no llegó a detonar la pólvora, y así pudo enfrentarse a la rata, que ya se abalanzaba sobre él, conservando ambas manos. Noé sacó su cuchillo y aguardó a la bestia. Dejó que esta intentara morderle primero, pues en ocasiones erraban en sus golpes y se exponían ellas solas, confundidas en el suelo. Saltó cuando le atacó y, acto seguido, se dejó caer sobre ella y la apuñaló reiteradamente. El animal, furioso, se revolvió con violencia, pero incluso sus poderosos dientes y sus fuertes quijadas no eran rivales para un adulto bien cubierto de pieles y cuero. Después de un intenso enfrentamiento, Noé se alzó sobre el cadáver, cubierto de sangre y grasa pero victorioso.

Todavía jadeando, y siempre alerta, escrutó el cielo y comprobó que, en efecto, había oscurecido prematuramente. Había tenido la esperanza de que fuera un espejismo provocado por el fragor del combate, pero, por desgracia, la tormenta era bien real e inminente. Abandonó la idea de llegar hasta la caverna y se aprestó a buscar refugio en alguno de los edificios. Sería mejor pasar unos días aislado que congelarse como un imprudente intentando llegar a casa. Además, tenía comida fresca.

Arrastrando a la rata morsa por la cola, Noé se coló en el interior de un edificio bastante bien conservado. Instintivamente, buscó la habitación más pequeña y mejor protegida, donde instalaría su campamento base todo lo bien aislado que pudiera. Después, una vez hubo colgado el cadáver de una vieja lámpara usando su misma cola por si algún carroñero anduviese por la zona, fue a buscar algo de combustible para encender un fuego. Unas simples mantas no valdrían para mantenerlo con vida si la temperatura continuaba bajando.

En una habitación cercana encontró una antigua biblioteca bien conservada. La madera del mueble, congelada y ennegrecida, sería un buen combustible. No estaría muy mojada, pues en aquel mundo helado la más mínima humedad se convertía en cristales o se iba volando al norte. Cogió también, con cierta tristeza, un libro. Como ocurría con las balas, en el mundo había más libros que personas para leerlos, y eran una buena yesca para encender hogueras. Aun así, sentía un dolor indescriptible cada vez que veía consumirse uno, aunque fuera un simple fragmento. Al final, su sentido común se impuso, como de costumbre, y volvió al refugio.

Se sentó, acomodándose en un rincón de aquel trastero, y echó una ojeada al volumen antes de prenderle fuego. Era un ejemplar de Moby Dick de mediados del siglo XX, de los últimos que debieron imprimir; era una historia que conocía bien: Ahab, Ismael, la ballena blanca... Pensó que, en compensación, grabaría un pequeño poema en uno de los colmillos de la rata morsa. La literatura de la nueva era, breve y concisa.

Encendió un fósforo y lo acercó al libro. La humanidad ilumina mi noche solitaria, pensó melancólico.

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Bestia insana
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Cómo me chiflan estos temas. Tan breve como sugerente. Me ha gustado.

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Patapalo
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Gracias, compañero. A ver si ahora que ha pasado el Polidori la gente se anima a enviar y comentar más.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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