La momia, pero de Karloff

Imagen de Jack Culebra

El horror más clásico no envejece, como los buenos vinos, y las momias…

El otro día pude disfrutar, por fin, de este clásico del cine de terror. Me ha costado, sobre todo, porque cada vez que le proponía verlo a mi chica ésta se negaba porque le venía a la cabeza la otra momia, la actual. Y esto no es ya un tema de churras y merinas, sino de tocinos y velocidades.

“La momia” no es solamente una pequeña obra de arte, sobre todo dentro del género: es otra concepción del cine. Apenas salidos del cine mudo, como ponen de manifiesto continuamente las expresivas interpretaciones de los actores, y con unos recursos muy limitados en materia de efectos especiales, todo el montaje de la película reposa sobre la trama y, muy particularmente, sobre las actuaciones.

 

Seguramente es por ello que la película se conoce como la momia de Karloff, porque más que el director, el guionista o incluso los protagonistas, el que brilla es el malo, el antagonista, ese actor de inquietante rostro que lo encarna. Y hay que reconocer que borda su trabajo, ganándose largamente el puesto de honor que tiene dentro del cine de terror.

 

Por supuesto, hay elementos que han envejecido muy mal, como el montaje de las visiones en el estanque -que no es más que una ingeniosa presentación de una grabación con un marco-, pero en líneas generales la película mantiene un tono más que sobresaliente.

 

De lo que no cabe duda es de que el filme conserva momentos en los que es imposible no sentir un escalofrío. La escena inicial, con el grito del egiptólogo enloquecido, pone los pelos de punta al más valiente, y, lo que es más importante, consigue conmocionar al espectador sin más recurso que la propia interpretación del actor.

 

Es una escena de lo más curioso, porque no hay música para apoyar el efecto aterrador, y la cámara permanece prácticamente estática. Sólo Karloff, con sus desplazamientos acartonados, y ese actor olvidado acercando la locura a la platea son los artífices de tan remarcable efecto. Así, sin más; sin trampa ni cartón.

 

Curiosamente, los decorados no tienen ese toque cartón piedra del que, tal vez, sea parcialmente culpable la llegada del color y que uno espera en una película de esta antigüedad y características. Egipto parece Egipto, y El Cairo transmite todo el misterio que, en una historia así, se le presupone a la ciudad del Nilo. Para un amante de estos escenarios de egiptólogos, maldiciones de Tutankamon y de los inquietantes hijos del desierto, es toda una delicia para la vista.

Si nos ponemos puristas, qué duda cabe, se le pueden encontrar muchos “defectos” a la película: el enamoramiento entre los protagonistas es bastante peregrino, y la momia no tiene ese dinamismo que tanto nos va ahora –ni falta que le hace, en realidad-. Tampoco es que la resolución de la película alcance un clímax sublime, o que la reconstrucción histórica del Egipto faraónico sea digna del National Geographic, pero, en el fondo, da igual.

 

La magia de “La momia” es que es capaz de tocar esa fibra mágica del relato de terror, de llevar al espectador a ese mundo entre la realidad y la ficción en el que parecían adentrarse los egiptólogos del siglo XIX (aunque el escenario sea más moderno). Y que, al mismo tiempo, la película entronca con la tradición teatral extrayendo lo mejor de ambos enfoques.

 

Desde luego, en estos tiempos en los que las películas parecen competir más en niveles de decibelios y minutos de acción trepidante que no tenga que ver con la trama, a uno le dan ganas de que tomen ejemplo de estas joyas olvidadas, y apliquen algunos de sus secretos a las actuales producciones. Creo que es indiscutible que clama al cielo que un solo grito –sin efectos especiales, ni filtros de sonido, ni banda sonora- sea capaz de perturbarme durante días confinando a las sombras al 80% de las películas de terror modernas.

 

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