La torre de Yrkath Florn

Imagen de Patapalo

Un relato de fantasía épica de Patapalo

 

1.- Bassaria, ciudad de luces y sombras

Joric Almack, noble corsario de Bêr, observaba el puerto de Bassaria apoyado en la balaustrada de la terraza del palacio de Vered Veredan, príncipe mercader de Assandra. Sus ojos estaban fijos en la sucia agua portuaria, pero sus pensamientos estaban muy lejanos de aquel lugar.

Meditaba sobre la entrevista sostenida poco antes con su anfitrión. En ella, el astuto mercader le había tendido un cebo difícilmente desdeñable. Durante años se había encargado de entrar de contrabando sus mercancías robadas en los mercados del Continente del Sur. Durante años había unido su fortuna a la suya intercediendo ante las autoridades portuarias de la ciudad, la mayor de aquella costa. Aquella mañana del mes de Boreas, durante el transcurso de una visita de cortesía, le había pedido por primera vez un favor.

No les unía ninguna amistad, mas si una cordial relación heredada del padre de Joric a la muerte de éste. Con dieciséis años el conde de Almack tomó las riendas de la familia, o más bien del título, pues su madre había muerto al darle a luz y carecía de hermanos. De su padre había heredado su amor al mar, única pasión tras la pérdida de su esposa, y bajo su seca e inexpresiva tutela había aprendido los secretos de la navegación. Ahora frisaba en la treintena y ya era un consumado marino, felicitado en la corte del Rey Bayban y respetado por aliados y enemigos. Su fama era el fruto de años de desprecio a su propia vida y escaso interés por los asuntos de los hombres. Puede que no tuviese amigos, o seres queridos. Puede que sólo tuviese la lealtad de sus corsarios. Puede que por ello le hubiese elegido Vered Veredan de entre sus contactos. Joric no estaba seguro de que aquello le importase. Supo desde el primer momento que realizaría aquel favor al mercader, aunque no por los motivos materiales o morales que hubiesen impulsado a otros. Sentía una llamada en su interior, y creyó que podría acallarla partiendo a la aventura.

La familia Veredan era una de las más prósperas de Bassaria, pues habían sido favorecidos por el Rey Jiku. El último de sus patriarcas, Vered, había invertido gran parte de su fortuna en una inmensa colección de piezas zorkianas con la que satisfacer su pasión por el Oscuro Imperio. Sus estudios sobre sus antiguos dominadores inhumanos eran extensos y alabados por la propia universidad de Bassaria, pero le creaban una sed que, lejos de saciarse, aumentaba. En aquellos tiempos había llegado a tal extremo que no desdeñaba pedir ayuda a sus allegados para incrementar su patrimonio arqueológico. Y así había solicitado al conde corsario su ayuda.

Varias semanas atrás uno de sus capitanes mercantes había buscado refugio en una cala en el transcurso de una feroz tormenta. A pesar de no haberse alejado demasiado de sus rutas habituales avistó algo en lo que no había reparado con anterioridad.

Entre la espesa jungla tropical se alzaba la oscura silueta de una torre en ruinas. Su cúspide irregular indicaba que en tiempos fue de una estatura superior, pero lo que quedaba del cuerpo sin duda justificaría una inspección más detallada. Deseoso de volver a un puerto seguro, el capitán decidió contentarse con el privilegio de llevar la información a su señor. Así que cuando la tormenta amainó volvió a Bassaria.

En pocos días, el príncipe mercader encontró y contrató una partida mercenaria apropiada para la misión. Estaba capitaneada por una asesina britunia llamada Laia, reputada por su profesionalidad en los bajos fondos de la ciudad. Como hombre de confianza iría un invitado en su casa, un sabio del lejano Este conocido como Draco, el dragón, gran conocedor de las artes arcanas y de los secretos de Zork; no en vano su conocimiento de la lengua inhumana le había franqueado el acceso al palacio del príncipe mercader. Únicamente quedaba por solucionar el transporte. La llegada de Joric Almack a su casa fue la respuesta a sus plegarias.

Joric no era un necio, y al conducirle su anfitrión al patio donde la partida mercenaria se ejercitaba no se llevó a engaño. Por muy delicado que pareciese el príncipe mercader, cubierto de afeites y vistiendo una ligera toga, sabía que él era el lobo entre aquellos perros. Mas él era el león. Por eso le agasajaba.

El conde Joric Almack suspiró pesadamente acariciándose la barba. Volvió al interior de palacio cuando el sol terminaba de hundirse a sus espaldas. Era el momento de aceptar la propuesta de su anfitrión.

 

2.- Lugares oscuros ocultos a la vista

El casco del birreme Estrella de los Mares del Sur crujía mecido por el oleaje. El rítmico vaivén sumía en un suave sopor a Laia, la cabecilla de los mercenarios, sin crearle una sensación de placer o disgusto. Sencillamente le relajaba, y así lo aceptaba como había aceptado todo a lo largo de su existencia.

Su naturaleza, más que su filosofía de vida, era absolutamente estoica. Aceptaba su papel en el mundo sin cuestionarse sus apetencias o la moralidad de sus actos. Era de origen britunio y había aprendido el oficio de su padre adoptivo, el mismo hombre que había acabado con la vida de sus padres naturales durante una acción represora en las rebeldes provincias orientales. Había crecido junto a él sin preguntarle jamás por ellos, sin cuestionar la bondad o maldad de sus actos. Había restañado sus heridas y preparado su comida hasta que fue lo suficientemente grande como para empuñar una espada y disparar un arco. En aquella época aprendió el efecto que ejercía su poderoso cuerpo sobre los hombres, las miradas que en ellos despertaba. No le molestaba ni le halagaba. Sencillamente era un hecho. Del mismo modo aceptó que su padre adoptivo la convirtiese en su concubina con el paso del tiempo, en una noche de desenfrenada celebración báquica. Y del mismo modo aceptó su muerte cuando le atravesó el corazón con una daga una noche que él sucumbió a un ataque de celos. Contaba con catorce años y no recordaba ya cuantos hombres había matado.

No pretendió disputar la capitanía de los asesinos a los miembros más antiguos, y como sabía que su presencia les incomodaba, abandonó la compañía. En Bassaria se emparejó con un joven asesino de Arcanida, de quien aprendió los secretos del sigilo y la ponzoña. Poco a poco ella ganó el respeto de sus nuevos compañeros y ellos empezaron a mirarla para buscar confirmación en todas las decisiones tomadas por su amante. Ella lo aceptó, como aceptó que el gélido azul de sus ojos sembrase el miedo en los corazones de los hombres. Pero él no pudo soportarlo: cada noche se culpaba del ser que había creado, ensoberbecido e ignorante, y puso fin a sus tribulaciones con una soga al cuello.

Laia no derramó siquiera una lágrima.

El tiempo pasó y, consolidada su fama, todo tipo de buscavidas se disputaron su protección. Así fue cómo Ara-Sib-Demoni se convirtió en su silenciosa sombra, agradeciendo que nunca le preguntase por su exilio ni por su anterior trabajo de verdugo en la corte del rey Jiku. Así se les unió Aicila, una menuda guerrera de escasa intuición y pésima fortuna. Y Jebez, el pendenciero marinero a quien ni siquiera los corsarios deseaban en sus naves. Únicamente a Arlik tuvo ella que buscarlo. Lo aceptó como todo a lo largo de su vida: era un requisito para cumplir con el contrato. El rebelde asesino saxai serviría para la misión.

Nada perturbaba su ánimo; carecía de objetivos, de metas, de sueños. El pasado no importaba porque jamás pretendió construir sobre él un presente ni un futuro. Por eso el vaivén del barco no podía gustarle ni disgustarle. Porque el mundo era simplemente como era.

 

El birreme viró en torno a un gran arrecife de roca viva y entró en una recóndita cala de estrecha embocadura. Ciertamente el lugar no se encontraba escondido, pero su escaso interés y la angosta entrada no animaban a su exploración.

Anclaron la embarcación en la cala y botaron la chalupa con la dotación mercenaria a bordo. Junto a ellos desembarcaron el Conde Almack, su escribiente, el mercader assandrio Sgermic, Draco y seis corsarios escogidos por su vigor remando. En pocos minutos la embarcación encalló en la suave arena de la playa. El día era caluroso, pero el agua permanecía fresca como la hora temprana.

“Jebez, Arlik, ganad la cima” ordenó Laia sin alzar apenas la voz.

El marinero obedeció al instante, y el asesino apenas demoró una mirada desafiante. Joric Almack quedó impresionado con aquella demostración: frente a ellos se elevaba una escarpada pared de casi un centenar de metros que los mercenarios atacaron sin dudar.

“Tenéis bien entrenados a vuestros hombres” comentó con una timidez inusual el noble corsario. Le movía cierto impulso interno que no hubiera sabido definir.

“El de la crin en el yelmo, ese con la armadura metálica, no suele trabajar conmigo, pero siempre escojo entre lo mejor.” Contestó sin entusiasmo pero con educación.

Los corsarios arrastraron el bote tierra adentro y sacaron un cable grueso. Aicila practicaba estocadas contra el aire. Desde la jungla que coronaba el acantilado llegaban los trinos de los pájaros. Los dos hombres estaban llegando al final del recorrido. Entonces, Jebez perdió pie.

Joric contuvo la respiración: una caída sería fatal. Sin embargo, Arlik, en lugar de ayudarle, dejó escapar una carcajada. Únicamente parecía importarle haber coronado primero la cima. El marinero se repuso con rapidez y, encaramándose como un mono, salvó los últimos metros. El Conde Almack se preguntó qué clase de hombres eran aquéllos que encaraban así la muerte, y por un momento deseo haber sido él quien escalase el acantilado.

 

“¿Demasiado ron en Bassaria, Jebez?” se burló Alrik de su compañero cuando éste se arrastró hasta su lado.

Jungla cerrada en todas las direcciones les impedía ver dónde estaba la torre en ruinas. Abajo, mucho más abajo, el resto del grupo parecían hormigas afanosas. Todavía jadeando, Jebez dejó caer el carrete de cordel. Una vez los corsarios de Almack le hubieron atado el cable, ambos hombres jalaron hasta que pudieron atarlo a un árbol cercano.

“Vamos a echar un vistazo, Alrik” propuso el marino con el resuello ya recuperado.

El asesino descolgó su pesada hacha de doble filo y sonrió encaminándose hacia dónde creía él que estaba la torre. Jebez le dejó en su error durante unos buenos metros.

“Parece que te has mareado en el barco, muchacho; las ruinas están hacia el oeste…”

El aludido descargó un mandoble contra la maleza despejando el terreno entre ambos. Con una risa socarrona dijo:

“Bueno, tampoco voy tan perdido como otros…”

Jebez se unió a las groseras carcajadas del otro. Tras él se encontraba el esqueleto amarillento de un hombre enredado en una gigantesca tela de araña. De su pelvis desnuda colgaba todavía una espada herrumbrosa, y de su cuello un amuleto. Sin embargo, no osarían tocarlo. Puede que hubiera sido un compañero de oficio, o tal vez un simple naufrago extraviado. En cualquier caso, la superstición había vencido y no tocarían el cuerpo.

 

Poco después todo el grupo se encontraba reunido en la cima, a excepción de los corsarios, que tenían orden de esperar en la playa. Draco miraba displicente a los congregados: los mercenarios se afanaban pertrechándose para el combate, Almack los observaba con cierto brillo soñador en los ojos y su siervo sopesaba un hacha de batalla que había tomado en el barco. Eran un grupo variopinto, y sin embargo él se sabía el más extraño de todos: pelirrojo, cubierta la armadura por una tosca capa gris sin curtir, los ojos insostenibles, dementes y sabios al mismo tiempo. Sin duda aquel viaje al Continente del Sur le estaba resultando de gran provecho y, ahora, su anfitrión Vered Veredan le abría las puertas de Bêr. No pensaba desaprovechar aquella oportunidad.

Caminaron en relativo silencio hasta la torre en ruinas. Su estatura impresionaba de cerca: casi siete metros en la zona mejor conservada, pues su planta octogonal había sido truncada de soslayo en la cúspide. Por el suelo del claro que la selva no había podido, o querido, devorar se esparcían grandes bloques de piedra negra. Esqueletos de pequeños animales y ramas quebradas aparecían entre ellos.

“Tuvieron que ser hombres ricos quienes hiciesen traer tanta piedra hasta aquí.” Dijo Joric Almack incómodo con el espeso silencio.

Aicila y Arlik rodeaban la torre con las armas desenvainadas mientras Laia y Ara-Sib-Demoni cubrían la puerta de entrada, vencida sobre sus goznes, apuntando con sus arcos.

“Quienes erigieron esta atalaya” le contestó Draco con su particular acento oriental pero en perfecto heleno “tenían otros medios que los que nosotros conocemos para disponer de la piedra que requerían.”

Joric había oído muchas historias de boca de su padre sobre las grandes galeras de Zork, e incluso había visto a alguno de aquellos semihombres, pero nunca había visto ninguno de los prodigios que los sencillos les atribuían. Sólo sabía que se estaban replegando hacia su fortaleza más secreta, en el corazón de las Estepas Áridas, y que su tiranía sobre los hombres había llegado a su ocaso.

Antes de que hubiese una respuesta, Arlik y Aicila terminaron su vuelta y aparecieron de nuevo al lado de la puerta. Él denegó con la cabeza: no había otra entrada. Laia se alzó y señaló vigorosamente el interior. Inmediatamente, ambos mercenarios entraron.

 

3.- Los que moran en las ruinas

El interior de la torre estaba muy caldeado y oscuro. Un penetrante olor agrio, como de cuadra mal ventilada, saturó rápidamente sus narices. La escasa luz que conseguía llegar al interior se perdía antes de llegar al pasillo que articulaba la planta baja, dónde desembocaba la puerta. El suelo crujía bajo sus pies como una densa capa de hojas secas. En el lado izquierdo se habrían tres puertas; en el derecho dos. Al final un denso chorro de luz fantasmagórica alumbraba unas escaleras.

Arlik derribó la puerta de su derecha. La madera podrida resbaló sobre su hombro cubierto de acero. Dentro la oscuridad era tal que le costó unos segundos habituarse; sintió tras él la enjuta figura de Ara-Sib-Demoni. No esperó siquiera a que hablase.

La sala era un dormitorio, como se podía deducir de los harapos que quedaban de los antiguos cojines de seda. Entre ellos destacaba la blanca osamenta de una mujer. Un gran espejo negro bruñido adornaba en solitario la pared contraria a la entrada.

Arlik se arrodilló junto al cadáver: ninguna joya lo adornaba. Masculló una maldición al tiempo que se golpeaba la mejilla; la sala estaba llena de grandes mosquitos. Se giró hacia la entrada. Detrás de la mercenaria se podía ver todavía la cerradura colgando de la pared. La joven debió morir encerrada en aquella sala.

“Vámonos de aquí.” Dijo “Qué venga otro a descolgar ese maldito espejo mientras lo devoran los mosquitos.”

 

Laia entró por la puerta de la izquierda siguiendo a Aicila mientras Jebez continuaba por el pasillo abriendo camino a Joric y Draco. La sala era una armería repleta de despojos de los antiguos habitantes. Los trabajos eran formidables, así como el tamaño de las armaduras. No obstante, no fue aquello lo que llamó la atención de las mercenarias, y con razón.

“¡Graures!” exclamó Laia abalanzándose sobre ellos.

La ruina se había convertido en el nido de una comunidad de simios alados, criaturas creadas en los tiempos antiguos en Zork para servir como mascotas, pero tremendamente feroces en el combate. Su refugio se extendía de la armería a la cocina adyacente a través de una puerta interior, y albergaba a al menos dos docenas de individuos. Alertados por el ruido se habían despertado, pues eran criaturas rapaces nocturnas, y se encararon con los intrusos.

Laia atravesó a un gran macho antes de que se alzase, pero su arma quedó atrapada dejándole indefensa frente a su pareja. Ésta le estrelló con violencia contra el armario de las armaduras desparramando su contenido con estrépito. Jebez, en el pasillo, fue también derribado por otro gran ejemplar, que hundió sus colmillos con firmeza en su hombro hasta atravesar la armadura. Los gritos de pánico se mezclaron con los rugidos de los animales. Aicila no conseguía mantener a raya a la cada vez más soliviantada camada y Joric miraba aterrado cómo tres de aquellos seres, grandes como gorilas, salían al pasillo golpeándose el pecho.

Entonces todo cambió de improviso. Draco desenvainó su espada y musitando un sortilegio hizo que prendiese en llamas. Las llamaradas eran intensas y se alzaban hasta el techo del pasillo iluminándolo con matices infernales. Su mismo rostro parecía el de un demonio. Y cuando estalló en una carcajada demente al huir desordenadamente los gorilas alados por el hueco de la escalera, Joric no supo si no resultaba más aterrador aquel hombre bajito de cabellos rojos que los engendros de quienes les había librado.

“Son únicamente animales” dijo con tono tranquilo, casi insultante “y se asustan con el fuego como todas las bestias del campo.”

Sorteando el cuerpo caído de Jebez se alejó por el pasillo riendo.

 

Laia se alzó y recompuso a su grupo como mejor pudo. Jebez sangraba profusamente y temblaba aterrado, y Aicila presentaba un corte bastante aparatoso en el brazo derecho. En ese estado no le resultarían demasiado útiles. Más bien le robarían espacio en caso de un nuevo combate.

“Conde Almack” le apremió acercándose decididamente hacia él “dejad a vuestro escribiente con Jebez y Aicila para que supervisen el transporte de mercancías hasta el acantilado. Sobramos gente en el interior de esta ruina.”

El noble bêrio sonrió feliz de ser de alguna utilidad y se ofreció a acompañarla durante el resto de la exploración. Descubrieron que la puerta del fondo de la derecha daba paso a la despensa, dónde se conservaba todavía un gran tonel de vino de loto.

Después abrieron la puerta del medio y se encontraron en una estancia bastante grande pero abarrotada con camas, baúles y armarios. A todas luces aquello fue el dormitorio de la servidumbre.

“Resulta emocionante enfrentarse a la incógnita escondida en estos baúles durante siglos. Seguramente encontraremos solamente harapos” comentó con entusiasmo el noble movido por la emoción de la jornada “pero resulta fascinante.”

No obstante, no eran ellos los primeros seres vivos que hubiesen profanado las posesiones dejadas atrás por los hijos de Zork: una cobra había hecho suya como morada la caja en la que revolvía el risueño conde. Al ver perturbado su descanso, saltó sobre su cuello y le mordió.

Con celeridad Draco cercenó la cabeza del reptil mientras comentaba con sorna:

“Hay que tener cuidado con las incógnitas, ya que es su oficio darnos sorpresas.”

Sin embargo, Almack no le escuchaba ya. La sangre bombeaba con demasiada fuerza en sus sienes. El calor era demasiado intenso. Ni siquiera sentía los duros labios de Laia contra su cuello ni la decidida succión con la que torpemente intentaba librarlo del veneno. Durante lo que pareció una eternidad el dolor fue tornándose sopor mientras creía que le alcanzaba la muerte. Hasta que, poco a poco, los rostros asustados de los mercenarios que le miraban se fueron centrando y el dolor se convirtió en un sordo ardor en el pecho.

“Demonios, un trago de ron” balbució roncamente.

“No puedo creerlo; jamás vi nada igual” dijo Arlik pasándole un trago de aguardiente de su cantimplora.

Draco se sonrío.

“Parece que los Dioses del Caos te han dado una nueva oportunidad.”

Así fue. El veneno de la cobra entró en su cuerpo pero no llegó a matarle. Se sentía débil, pero una nueva determinación había nacido en su pecho. A veces, las incógnitas no se esconden en un baúl mohoso.

 

4.- El santuario del hechicero

La Torre de Aikath Zork fue erigida como atalaya vigilante en el Mar de Bruma. Su constructor y dueño, un hechicero de mediano poder, sucumbió en ella en el transcurso de un terremoto, el mismo que truncó la elegante alzada del edificio relegándolo a la altura de los árboles circundantes.

Desde aquel día nadie había osado poner un pie en la sala de invocaciones del segundo piso, dónde le sorprendió la muerte. Allí reposaba su osamenta, protegida por el fiel demonio guardián encarnado en la puerta y que a nadie más que a él mismo dejaría entrar en la misma. Allí languidecían sus huesos ante la mirada llena de odio del último demonio al que arrancó de su hogar: un impresionante ser antropomórfico, mitad pantera mitad hombre, que desde aquel remoto día permanecía de pie, inmóvil, esperando un acontecimiento que le permitiese escapar de aquel lugar o dar al menos rienda suelta a sus instintos asesinos.

Aquel momento llegó una soleada mañana del mes de Boreas en la cual una cuadrilla de desarrapados humanos entró en la sala. Uno de ellos, menudo de talla y de modesto aspecto, había subyugado al demonio de la puerta para obligarle a dejar libre el paso, después de que uno de sus compañeros comprobase la ineficacia de las armas quebrando su hacha de doble filo en un vano intento de forzar la entrada.

Se desperdigaron por la sala dispuestos a saquear todo aquello que encontrasen. Una de ellos se detuvo frente a él valorando como podrían portar aquella magnífica estatua hasta Bassaria. Una sonrisa cruel anido en sus labios cuando su expresión pasó de la avaricia al terror al sentir el afilado tacto de sus garras en su cuerpo.

Antes de que la enjuta mercenaria cayese al suelo ya había saltado sobre la que parecía capitanearles: una guerrera bien pertrechada de largo cabello rubio. Le sorprendió que ésta tuviese los reflejos no sólo para parar su ataque, sino para devolverle una certera estocada. Casi se preguntaba si los lustros de inactividad no le habrían perjudicado cuando esquivó con total facilidad el acero e hincó sus garrar en el tercer guerrero, aquél que había malogrado su hacha.

Entonces ocurrió algo con lo que no contaba. Aquél que tenía el aspecto más enfermizo del grupo tomó del suelo la estatuilla que había preparado el hechicero para realizar su atadura. Enfrentó el objeto contra él y sus mentes se unieron. Resistió todo lo que sus poderes le permitieron, pero en vano.

Con un aullido de rabia infernal fue absorbido por el objeto ante la sonrisa sarcástica del hombre bajo. Desde aquel instante, tenía un nuevo amo.

 

5.- Retorno a Bassaria

Laia organizó el transporte de todos los objetos de valor que encontraron en la torre. A pesar de la relación con Ara-Sib-Demoni no ordenó que se le diese sepultura ni nadie pareció pensar en ello. El mundo era así, ciertamente.

Sgermic se unió voluntarioso a las labores de transporte de objetos, aprovechando para escamotear unos cuantos platos y fuentes de plata que encontró entre los nidos de Graures en la cocina. Nunca hubiera imaginado que aquella inocente ocasión de lucro iba a cambiar su vida por completo.

Arlik le pidió que le acompañase al dormitorio del hechicero para descolgar el cuadro, porque a pesar de todo no pretendía cargar a otro con las desagradables picaduras de aquellos feroces mosquitos. Muy lejos estaba de imaginar que la naturaleza tan feroz de aquellos insectos se justificaba con su procedencia. No podía imaginar que el espejo les iba a absorber sin piedad al mínimo contacto con su superficie bruñida.

Cuando desaparecieron con un fuerte sonido de succión quedaron tan perplejos que ni siquiera llegaron a gritar de terror.

 

Desde la puerta de la sala, al lado del Conde Almack, Draco no estaba tan sorprendido. Había imaginado con anterioridad que bien pudiera tratarse de un portal dimensional aquel sencillo mueble. Así se lo confió a su acompañante con una expresión de falsa inocencia en la cara.

El Conde Almack creyó ver en aquel suceso la puerta a la vida que estaba deseando, tal vez por la debilidad causada por el veneno de serpiente, e intentó convencer a Laia de atravesar de inmediato el portal para rescatarlos.

La mercenaria miró interrogante al sabio oriental. El mundo era así, y en aquellos momentos se dio cuenta de que quería permanecer en el mundo que era así, y no en otro paralelo. Por fortuna, Draco informó que una empresa de tal magnitud convenía prepararla con cierto tiempo, y Almack lo consideró una idea muy cabal.

Así que se reunieron con el resto y cargaron en el Estrella de los Mares del Sur todas las reliquias zorkianas que habían encontrado en la torre. Acomodaron en su camarote al Conde Almack y Draco se encargó de cuidarlo durante todo el viaje. Después de todo, le resultaba particularmente interesante tener un mecenas que le sufragase la investigación de aquel portal dimensional, y convencer al zorro Veredan para la empresa hubiera resultado complicado.

Laia, por su parte, se acomodó en la cubierta y se dejó mecer por el vaivén del oleaje, pero algo había cambiado con aquel espejo y se preguntó que era lo que sentía al vencerla el sopor. ¿Miedo?

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