El ciclo del Rey Kong
¿Cuál será el destino de este emblemático monstruo gigante?
Cuando en 1933 se estrenaba King Kong —que originalmente iba a titularse La octava maravilla, tal y como se anuncia al propio animal dentro del film cuando va a exponerse como una atracción de feria— se estaba marcando un hito en la historia del fantástico. No se trataba de la primera película de monstruos ni tampoco de la primera narración extraordinaria de este tipo —cuyos orígenes podemos remontar a los mitos más antiguos—, pero gracias al argumento, que tiende un puente entre los territorios ignotos y nuestra realidad cotidiana, y sobre todo al carisma de la criatura, consiguió calar en el imaginario popular hasta tal punto que es posible que alguien no haya oído hablar del cine de monstruos gigantes, pero sin duda sabrá quién es King Kong.
La magia conseguida por Cooper y Schoedsack ha intentado ser emulada durante décadas, pero por unas cosas o por otras se ha conseguido, como mucho, algún homenaje interesante y mucho metraje, merchandising y productos derivados que si bien han afianzado el mito, han aportado poco al mismo. Las actualizaciones del escenario, para hacerlo más cercano a los espectadores, han tenido resultados desiguales: si bien en algunos aspectos pueden dar una nota de color o cercanía que es fiel al espíritu original, tampoco tardan en quedar obsoletas, como suele pasar con estos parches puestos sobre los mitos. Igualmente, los intentos de pulir los inevitables agujeros de una trama pulp como esta tampoco han conseguido marcar una diferencia reseñable ni enriquecer al personaje.
Por otro lado, está claro que King Kong es un filme que funcionó particularmente bien gracias a las posibilidades narrativas del propio cine. Si bien es cierto que incluso en su día se señaló que hacía falta un esfuerzo de abstracción para entrar en la historia (por ahí están las apreciaciones de Joe Bigelow en Variety), no es menos cierto que cualquier narración extraordinaria lo exige por propia definición, aunque haya medios, como la literatura o el teatro, en los que estemos más dispuestos a poner de nuestra parte. Además, las técnicas de stop-motion y los propios montajes tienen su aspecto fascinante per se, por muy artesanales o acartonados que resulten. De algún modo, el cine es particularmente adecuado para las historias de monstruos gigantes, pues su amplitud de plano, la simultaneidad de sensaciones y hechos que puede conjugar, encuentran una equivalencia limitada en otros medios artísticos.
El remake realizado en el 2005 por Peter Jackson pone particularmente de relieve esta situación. En él no hay actualización del escenario, sino que este se integra como un elemento maravilloso más del propio metraje: locos años veinte y monstruos gigantes son tratados con el mismo cuidado y fascinación, lo que hace que el conjunto gane en solidez y se vean menos las costuras. Ambas partes son por igual irreales y, por lo tanto, también reales. El equilibrio de los personajes sigue en la misma línea: sin dejarse devorar por anacronismos, Jackson no pierde de vista que King Kong es una historia de aventuras, de pasiones desmedidas, tipos duros y damiselas en apuros. Es el único sistema para que el romance desplazado funcione.
En un primer visionado, da la impresión de que todo lo que aporta este remake es una mejora de los efectos especiales —elemento que, sin duda, tiene su importancia—, máxime cuando el guión es particularmente fiel a la primera versión. Sin embargo, lo que realmente hace que funcione es la vuelta al origen del mito, el retorno al lenguaje cinematográfico que es el nicho natural de Kong. Es este retomar del espectáculo, con sus pases de manos, sus excesos y sus incoherencias, lo que da nueva vida al viejo gorila gigante más allá de las proezas de la técnica y lo trepidantes que puedan parecernos, hoy, algunas de sus escenas.
Y creo que este es un punto que tiene su importancia sobre todo en estos tiempos del 3D y el exceso por exceso a golpe de talonario y algo que se pone de manifiesto si comparamos la última versión de King Kong otras que si bien tuvieron más medios que la de 1933, no llegaron a captar su magia. El camino de King Kong, como el de todo cine fantástico, no se va a garantizar ni con medios técnicos ni con supuestos pulidos argumentales; la magia solo se despierta cuando consigues encontrar la voz narrativa para lo que tienes que contar. Aunque —o sobre todo si— lo que tienes que contar es un despropósito.
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